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Al día, sin rendirse al tiempo, saldando sus horas con libros, clases, debates o poemas, así trajina Fabiola Calvo su vida intensa. Termina una consultoría y ya está escribiendo un artículo. Después de 146 emisiones de su espacio en Canal Capital, Ni reinas ni cenicientas, que se divulgó hasta el pasado 15 de diciembre, al otro día estaba al frente de su coordinación en la Red Colombiana de Periodistas con Visión de Género. Hace una semana presentó su último texto, Léeme un poema. Cada minuto de su entrega es un capítulo de lucha.
Nacida en Pereira pero criada en Cartago (Valle), fue la cuarta de seis hermanos de una familia conformada por un comerciante de Marmato (Caldas) y una “valiente, digna y sabia” mujer de Risaralda. Aunque su padre era conservador y defendía las ideas de Alzate Avendaño, en su hogar se respiró cultura. Había concurso de oratoria, torneo de ajedrez, se leía el Magazín Dominical de El Espectador en voz alta. Sus hermanos acumulaban más libros que juegos. Shakespeare era tan conocido como Zalamea.
Tuvo una adolescencia vivaz. Con tiempo para bailar gogó y yeyé como los jóvenes de su época, o para vibrar con los discursos de sus hermanos asomados a la política. Eran tres mujeres y tres hombres. Todos se gozaron el arte, las galladas, la libertad, la calle. En el colegio María Auxiliadora, ella y su amiga Carmenza Londoño eran “los bichos raros”. Leían La madre de Gorki, intervenían en la avanzada juvenil de Cartago, sentían “la rasquiña de la revolución” que trasnochaba a los mayores del pueblo.
En 1971 se fue a estudiar a Bogotá y entró a la Universidad Nacional, que vivía en agitación. La voz de Marcelo Torres dominaba, pero los recuerdos de Camilo Torres eran memoria vigente. Circulaban activistas de todos los grupos, tanto como los colectivos de arte. Cansada de paros, regresó a Pereira al año siguiente y, como era normalista, entró a dictar clases. Y también a aprender de política en reuniones sindicales o con los Usuarios Campesinos. Sus hermanos Jairo y Óscar William ya eran dirigentes de izquierda.
Entonces empezaron las dificultades. En 1975, el Ejército capturó a su hermano Jairo, que se fue con el Epl, y después de un consejo verbal de guerra, terminó preso en la isla Gorgona. Lo defendió el abogado Eduardo Umaña Luna. Luego vinieron el Estatuto de Seguridad de Turbay, las desapariciones, las capturas, los torturados. Por esos días alcanzó su grado de educadora en la Tecnológica de Pereira, pero oficiaba más como defensora sin serlo. Eran demasiados amigos presos y se formó una familia para protegerlos.
En 1981 llegó el segundo golpe. A su amiga Carmenza Londoño, “La Chiqui”, la había reconocido por su dedo de victoria como negociadora del M-19 en la toma de la Embajada de la República Dominicana en 1980. Pero después se supo de su muerte en Chocó. “Uno nunca se acostumbra, pero fue un aviso”, evoca con nostalgia, mientras revive el entusiasmo que se armó un año después, cuando Belisario Betancur optó por la paz y su hermano Óscar William ofició como vocero del Epl en las negociaciones.
Por esos días ella trabajaba en el periódico La Tarde de Pereira, dictaba clases de economía, ayudaba a Óscar William en el periódico Unión y terminaba su primer libro, Diez hombres, un ejército, una historia. “Se respiraba entusiasmo, la idea de la constituyente, expuesta por Óscar William, era una bandera enorme, pero fuimos ingenuos. Nunca pensamos que invocar el Estado de Derecho diera para que se desatara tanta violencia. Todo aquel que habló de la solución pactada, se volvió sospechoso”.
Primero fue la tragedia del Palacio de Justicia y después, el 20 de noviembre, el asesinato de su hermano Óscar William en Bogotá. En su libro Hablarán de mí lo describe desde el dolor y la impotencia. Cómo sus colegas periodistas la rescataron del atropello. El crimen de su hermano Héctor en Cartago, solo por tener el mismo ADN de Óscar William y Jairo. La forma como su madre la encaró para decirle que sus hijos –eran cuatro– tenían derecho a crecer con mamá. El viaje a España esperando volver pronto. Veinte años de exilio.
No tenía otra opción. En febrero de 1987 le llegó la noticia del asesinato de su hermano Jairo. Otro caso impune. Entonces, de la mano del Comité Español de Ayuda al Refugiado, empezó a rehacer su vida junto a su esposo médico. Terminó un doctorado en sociología, ayudó a constituir la Red Internacional de Periodistas con Visión de Género, escribió para México y Colombia. Cuando pensaba en regresar algo había que hacer, hasta que falleció su hijo mayor en un accidente absurdo en una piscina. Entonces sintió que era el momento destinado.
Retornó en 2007 y su disciplina le fue dando la medida del acomodo. Pasó por la Subsecretaría de Mujer y Género en la Alcaldía de Bogotá, asumió la Red Colombiana de Periodistas con Visión de Género en Colombia, le salieron clases, corresponsalías, investigaciones, la editorial Acracia (Tierra de libertad) empezó a publicar sus libros. Y en esas vueltas de la vida apareció Ni reinas ni cenicientas, donde mostró su vocación para dar a las mujeres el espacio que corresponde en una sociedad que apenas ahora las escucha.
Esa es Fabiola Calvo, menos diplomática que su madre Pastora, fallecida en 2010. Tan elocuente como su padre, que a los 92 años sigue contando historias. Con la vehemencia de sus hermanos sacrificados y sus hermanas cómplices de sueños. “Es peligroso hablar, amigo”, lee un verso de su sobrino, Andrés Felipe Llano asesinado en Cartago en 2008. Luego uno de su autoría a la panela, “esbelta y sensual”. Elogia a sus hijos en la ruta de la medicina y la psicología. Después se va, porque tiene agenda pendiente.