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                                                                                                                              Ígor Stravinsky y el vano intento por huir de sí (Como de cuento)

                                                                                                                              Tendría nueve o diez años. El mundo se reducía para él en música. Todo era música. Sus pasos, sus silencios, sus pensamientos, sus fantasías. Lo que veía, lo que escuchaba, lo que tocaba, podían ser parte de una sinfonía.

                                                                                                                              Fernando Araújo Vélez

                                                                                                                              Ígor Stravinsky y un perfecto retrato de su vida, con una batuta, la música de fondo y el ceño fruncido. / Cortesía

                                                                                                                              Si le preguntaba algo a su padre, un famoso cantante de época de finales del Siglo XIX en Rusia, era sobre música. O a su madre. Y si se encerraba en su habitación era para escribir música. O para dejar que los sonidos que lo llenaban siguieran llenándolo, desbordándolo. Un día de aquellos supo que uno de sus compañeros de escuela era hijo del compositor Rimsky-Korsakov, ya por aquel entonces un renombrado músico cuyas obras trascendían Rusia. Le pidió que lo invitara a su casa. Cuando lo logró, se le acercó a Korsakov y le preguntó cómo podía volverse un músico como él. Dónde debía estudiar. 

                                                                                                                              Gracias por ser nuestro usuario. Apreciado lector, te invitamos a suscribirte a uno de nuestros planes para continuar disfrutando de este contenido exclusivo.El Espectador, el valor de la información.

                                                                                                                              Ígor Stravinsky y un perfecto retrato de su vida, con una batuta, la música de fondo y el ceño fruncido. / Cortesía

                                                                                                                              Si le preguntaba algo a su padre, un famoso cantante de época de finales del Siglo XIX en Rusia, era sobre música. O a su madre. Y si se encerraba en su habitación era para escribir música. O para dejar que los sonidos que lo llenaban siguieran llenándolo, desbordándolo. Un día de aquellos supo que uno de sus compañeros de escuela era hijo del compositor Rimsky-Korsakov, ya por aquel entonces un renombrado músico cuyas obras trascendían Rusia. Le pidió que lo invitara a su casa. Cuando lo logró, se le acercó a Korsakov y le preguntó cómo podía volverse un músico como él. Dónde debía estudiar. 

                                                                                                                              Rimsky-Korsakov le respondió que si quería ser un gran músico, o mejor, un músico auténtico, debía olvidarse del conservatorio y de las escuelas, y dejar así fluir su espontaneidad. Su ser. Stravinsky lo escuchó y le obedeció. Con el tiempo, se dejó guiar por aquel hombre que había partido en dos la historia de la música en Rusia con temas como Sheherezade y Obertura de la gran pascua Rusa, llevándola a las raíces del pueblo. Y de su mano, fluyó. Creó. Buscó. Encontró y rompió los esquemas existentes, como lo había hecho Korsakov.  Las primeras composiciones de Igor Stravinsky comenzaron a ser comentadas y celebradas en el mundillo del arte de San Petersburgo, hasta que un día, Sergei Dyagilev, uno de los empresarios más importantes de los ballets rusos, le pidió que hiciera una sinfonía. Le prometió que llegaría al resto de Europa. Stravinsky creó El pájaro de fuego.  

                                                                                                                              A los 31 años, ya era uno de los artistas más aclamadas de Rusia, pero no se quedó en eso. La música seguía llamándolo, desafiándolo, hasta que compuso La consagración de la primavera, un ballet que escudriñaba entre las más profundas raíces del pueblo ruso, con sus ritos paganos y sus creencias, acompasados por melodías variables y armonías vanguardistas que escandalizaron a muchos espectadores. El escándalo se propagó. La noche del estreno, 29 de mayo de 1913, en el Teatro de los Campos Elíseos de París, dos bandos diametralmente opuestos se enfrascaron en interminables discusiones que acabaron en insultos. Uno defendía a Stravinsky. El otro, lo condenaba. La presentación se hizo en medio de los gritos, y fueron tantos los gritos, que obligaron al coreógrafo, Vaslav Nijinsky, a dictarles los pasos a los bailarines. 

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              “Como emigrado en Europa -escribió Orlando Figés en su libro El baile de Natacha-, Stravinsky trató de negar su propia identidad rusa. Adoptó una suerte de cosmopolitismo europeo que por momentos pasó a ser sinónimo, como lo había sido en la misma San Petersburgo, de altanería aristocrática y de desprecio por lo que en Occidente se veía como ‘Rusia’ (Es decir, esa versión de la cultura campesina que él había imitado en El pájaro de fuego y La consagración de la primavera). ‘No me siento especialmente ruso -le dijo a un periodista suizo en 1928-. Soy cosmopolita’”.  Como cosmopolita, intentó volverse francés, y alternó en los círculos del arte francés. Fue contertulio de Jean Cocteau, de Marcel Proust y Maurice Ravel, y sostuvo más de una charla con Pablo Picasso, quien lo retrató con ojos asiáticos por pedido de Coco Chanel, su amante. 

                                                                                                                              Read more!

                                                                                                                              La historia se iba escribiendo y se fue escribiendo con aquellos personajes y por aquellos personajes. Con sus charlas, por sus charlas, por sus consejos y ejemplos. Con el tiempo, todos ocuparon un lugar preponderante dentro de la historia de la creación. Y sobre todo, de la historia de las vanguardias y el rompimiento. Stravinsky era Picasso pero con música, y Picasso era Stravinsky ataviado con unos pinceles. Y los dos eran Proust, y Proust seguía En busca del tiempo perdido con ellos. Rusia y los rusos y los campesinos eran cada vez más un asunto del pasado, y casi del olvido para Stravinsky. Pasados unos años, hacia 1935, llegó a escribir en “Las cónicas de mi vida” que “No tomé ningún elemento de las piezas folclóricas. La recreación de los rituales de una boda rural, que en cualquier caso yo nunca había visto, no me entraba en la cabeza”. 

                                                                                                                              “Tal vez todo aquello era un intento de separar su propia música del folclore superficial (y falso) del régimen stalinista -según Figes-, con sus compañías de danza pseudofolclóricas y sus orquestas de balalaikas, sus coros del Ejército Rojo que se vestían con trajes ‘folclóricos’ genéricos y que se hacían pasar por campesinos felices cuando los verdaderos campesinos se morían de hambre o languidecían en los gulags después de la guerra librada por Stalin para obligarlos a trabajar en granjas colectivas. Pero los extremos a los que llegó para borrar sus raíces rusas dan a entender una reacción más violenta y personal”. Stravinsky rompió sobre lo que ya antes había roto. Se desligó de su pasado y se sumergió en el jazz (“Octeto de viento”) o en lo clásico, e incluso eligió el latín para su ópera-oratorio “Oedipus Rex”. 

                                                                                                                              A mediados de los 30 se hizo legalmente francés. Seguía diciendo que era cosmopolita, y le daba la espalda a Rusia y a todo lo ruso. Sin embargo, años más tarde, cuando se fue a vivir a Hollywood y no pudo seguir engañándose, escribió que no seguía mirándose internamente para no descubrir cuánto le dolía San Petersburgo. Volvió a hablar en ruso en su casa y regresó a la religión ortodoxa. Las paredes de sus casas estaban llenas de íconos y cruces, aunque dijera en público que lo que la atraía de la religión rusa era la parte lingüística. “Me gustaba el sonido de la liturgia eslava”, solía aclarar. En realidad, vivía del odio al amor, de profundos deseos de venganza a venias a lo que lo forjó como persona. Era un hombre dividido por la mitad. Un músico que más bien parecía un esclavo de su pasado, y huía de él a los trancazos.

                                                                                                                              Cuando murió, en 1971, varios de los periódicos que le rindieron homenaje titularon sus notas con la palabra “Libertino”, en honor a una de sus óperas cumbre, “El progreso del libertino”. De alguna manera, aquellas palabras describían su vida, su exilio, su búsqueda, su obstinación por olvidar aunque supiera que no lo iba a lograr.   

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                               

                                                                                                                              Por Fernando Araújo Vélez

                                                                                                                              Ver todas las noticias
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