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La angustia de la forma: el legado de Maurizio Pollini

La muerte de Maurizio Pollini, pianista italiano, el pasado 23 de marzo, deja un vacío en la música clásica. Reconocido por su estilo modernista y su amplio repertorio, su legado perdura a través de sus grabaciones y conciertos, consolidándolo como uno de los grandes del siglo XX.

Diego Castillo
18 de abril de 2024 - 01:19 p. m.
Pollini ha cautivado al público internacional con su repertorio, que incluye obras maestras de compositores clásicos y contemporáneos como Chopin, Debussy y el propio Beethoven.
Pollini ha cautivado al público internacional con su repertorio, que incluye obras maestras de compositores clásicos y contemporáneos como Chopin, Debussy y el propio Beethoven.
Foto: Agencia EFE

La muerte del pianista Maurizio Pollini nos conmovió hace unas semanas con afectuosa turbación; el viejo juego de existir cesando de existir siempre tentó al viejo pianista; el juego milenario del ocultamiento de la metamorfosis en la música absoluta, en el puro sonido; la tentación de darle un rostro a la ausencia, a la nada de la forma sonora. La insidia del escondite definitivo de la muerte: tocar y escucharse como si meditara, pero desaparecer en la alucinante perplejidad del público, morigerar la expresividad del piano con sonido robusto y clarísimo fraseo, pero rehusarse al kitsh, al sentimentalismo mensajista; traducir la partitura no sin desconfiar de la afirmación y del énfasis; transformarse en una sagaz, tal vez irónica imitación de Dios, es decir, en las obras que tocaba, en su arquitectura formal.

Nacido en una familia milanesa de la burguesía intelectual del Novecento, Pollini tuvo, como todos los hombres, motivos para rebelarse contra la no requerida precedencia, pero hubo de fracasar frente a su atávica sensibilidad: su padre, Gino Pollini, fue violinista y reputado arquitecto racionalista, y su madre, Renata Melotti, fue música y hermana del escultor Fausto Melotti —pero también su hogar iría en la misma dirección: se casaría con la pianista Maria Elisabetta, y luego vendría su hijo Danielle, pianista y director.

Así, no es raro que Maurizio creciera en un entorno que lo llevase a una concepción de la música no menos analítica que emocional, amén de su interés por la dirección y composición. Hijo y alumno del supremo rigor de su madre, luego estudiaría con Carlo Lonati, con Carlo Vidusso, y quiso correr el albur de no ser Michelangeli, quien fue maestro suyo tras ganar el concurso Chopin en 1960. Y de allí viene la célebre sentencia de Arthur Rubinstein entre el jurado: “ese muchacho toca mejor el piano que cualquiera de nosotros”. Luego vino su altiva reticencia de hacer una larga gira de conciertos, su modesta, exquisita elusión: a contracorriente del mercado cultural —menos intolerable que el actual—, Pollini se tomó unos años para ampliar y madurar su repertorio.

¿Quién olvidaría su grabación de los Estudios y Preludios de Chopin de los años setenta? ¿Quién desdeñaría su versión de las Sonatas de Beethoven tanto en grabación como en vivo en diversas salas y épocas? ¿O la misma hazaña, pero con El clave bien temperado de Bach? ¿Cómo ignorar su espléndida visión de Schubert y Debussy o aquella Petrushka de Stravinsky? ¿Cómo no admirar su inclusión de tanto repertorio de principios del siglo XX, y, sobre todo, de música contemporánea —dificilísima—, desde la Segunda Escuela de Viena hasta Pierre Boulez, Stockhausen, Luigi Nono, Manzoni y Sciarrino?

Fumador de los mismos cigarros de tabaco negro americano desde los catorce años, acaso como un irredento Zeno Cosini, que siempre en lugar de fumar con culpa “el último cigarro” tocaba sin culpa el último concierto, en los últimos tiempos se lo veía viejo —sentado al piano, en fotos o entrevistas—, un fumador viejo, de una vejez fabulosa, milagrosa. La cualidad de aquella vejez era la elegante fragilidad, la reserva, la ignara astucia. Pocas veces conocemos una persona capaz de llevar aquella propia, difícil edad, con tan estoica gracia, digamos con felicidad, con tan oculta elegancia. La astucia: toda su vida parecía un homenaje a esta cualidad tan esencial en un artista, la contraseña del genio.

Y por su reserva es temerario hablar de su vida personal, pues no le gustaba hablar de sí mismo —ni de su música—: ignoramos su registro de inexactitudes, su diccionario de errores. Sin embargo, sabemos que le encantaba el mar, que era amiguero y que solo entre familia y aquellas amistades daba rienda suelta a su tonante risa. Le encantaban las cartas y el ajedrez y cuando se comprometía a jugar en serio—incluso ping pong— no soportaba perder. También sabemos que le gustaban Shakespeare, Agatha Christie, Andy Warhol.

Sin pretensiones ni ornato gratuito, sino más bien por afinidades electivas, Pollini vivía en una casa que es el primer piso de un edificio neoclásico, en el corazón settecentesco de Milán. Allí acaso estudiaba por la mañana la música y la cultura de la Ilustración con un microscopio y los restituía por la noche con un telescopio. Porque aquí observamos un aspecto esencial de su concepción artística, siempre tan atenta a lo contemporáneo: como auténtico escultor sonoro, en lugar de repetir los caracteres grabados en piedra por Fidias, prefería investigar los méritos de Agasias; o, dicho de otro modo: aunque la antigüedad de lo nuevo y la novedad de lo antiguo le importaban igualmente, el retorno al pasado no le interesaba bajo ninguna forma, pues la cultura para él era “una especie de búsqueda permanente de la utopía”. Y a esto agreguemos sus intervenciones y su activismo político en la izquierda con Luigi Nono y Claudio Abbado.

Sobre el estilo interpretativo de Pollini se dice con justicia que era un modernista. Se dice que era cerebral, objetivo y frío, nada ostentoso, el pianista perfecto de concurso, y aquí es donde viene el malentendido. Porque cualquier persona desprevenida que lo hubiese escuchado en vivo, sin tales prejuicios, habría poblado su imaginación de ángeles y demonios, de quimeras y de cifras que Pollini esculpía en ensueño como la carta de un astrólogo.

De este modo, si resolvemos aquel malentendido de la vulgar acechanza del lobo racional, nos percatamos de la verdadera concepción de Pollini en lo que Giorgio Manganelli llamó, no sin ironía, la amenaza pedagógica (minaccia pedagogica), al hablar de una versión de ciertas obras de Mozart: como buscaba que la música hablara por sí sola, Pollini, con la rabiosa intransigencia del que ama desaparecer, tal vez pretendía que esta no fuera puramente eventos, emblemas psicológicos. Cuando tocaba obras que sobre todo utilizan un material, en otro lugar, psicológico —por ejemplo, Beethoven, Schubert y románticos—, lo volteaba, lo mudaba completamente. Entonces allí no sucede nada angustioso y nos encontramos solo frente a una auténtica angustia de la estructura, una angustia de la forma ya desprovista de su capacidad de pedagogía dolorosa. Ya no puede transmitir sufrimiento, pero transmite una misteriosa fascinación, una misteriosa leticia de la enunciación que coincide con los distintos grados de su “material doloroso”.

No olvidemos que todo artista siente la atracción, la vacilación de la forma, de la figura, como le dijo Cézanne al marchante Vollard: “la culminación del arte es la figura” (l’aboutissement de l’art, c’est la figure).

La angustia de la forma, de la estructura, que coexiste con el juego, llevaba a Pollini a dibujar, a diseñarnos un laberinto desgarrador y al mismo tiempo inmóvil, exangüe, sin heridas, no sabemos si a expensas de que él se liberara o se esclavizara con tal forma, pero siempre es seguro que sí nos libera y nos esclaviza a nosotros, sus oyentes.

Por otro lado, en su afinidad ética y estética encontramos una multitud: quizá Brendel, Richter, Rubinstein y Michelangeli entre colegas, o el Cuarteto Italiano con el que tocó música de cámara; y en lo literario, quizá plumas como Sciascia, Montale, Frassineti o Savinio. Pero ahora nos viene a la mente el laberinto de Kafka, el de Piranesi.

Y como ya penetramos lo visual, ese arte polimatérico de Pollini, pensamos en su tío escultor Fausto Melotti: ambos amaban los diseños geométricos, el cuadrado y el círculo, los fascinaba la línea que viaja y la línea recta, el juego donde se aúnan el capricho de un viento infantil y el mandato de una geometría platónica. El pájaro profeta es una obra de Melotti en honor a la pieza homónima de Schumann. Atención a las dos obras, por favor. Y como tanta música que nos dejó Pollini —aunque no la grabó—, la pieza es un exiguo, perfecto, feliz y angustioso canto de un pájaro ignoto.

Pero también uno de los pájaros profetas fue otro, Piero Rattalino, que dijo sobre el joven Pollini: “o se convertirá en el más grande pianista del mundo o terminará en un manicomio”. Pero como no sabemos si fue o no fue, para nuestra fortuna, una mezcla de las dos cosas, sí sabemos que fue, resignadamente, uno de los grandes pianistas del siglo XX.

Su muerte aún lo celebra, cerró la forma, el trayecto de su vida. Y si bien los conciertos programados durante el año se cancelaron, bajaron el sangriento telón de su arte, sus grabaciones y conciertos en vida, superados ahora por la parca, que ensancha su mito y desflora su memoria, poseen el rostro de lo perdurable. Y como en una fábula —nos parece danesa— donde una bailarina se constriñe a jugar, a bailar hasta que muere, Pollini quiso tocar, quiso dar conciertos y engatusarnos, como una cajita de música, hasta cuando puso los pies en la tumba.

Por Diego Castillo

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