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La promesa (Cuentos de sábado en la tarde)

Presentamos la historia de dos amantes en Cuentos de sábado en la tarde de El Magazín.

Jerónimo García Riaño
26 de septiembre de 2020 - 08:00 p. m.
En una vieja cabaña, iluminados por la luz tenue de un bombillo empolvado, un hombre y una mujer se besan.
En una vieja cabaña, iluminados por la luz tenue de un bombillo empolvado, un hombre y una mujer se besan.
Foto: Pixabay

El cielo se rompe en la noche y deja un agujero blanco parecido a la luna llena. Los ruidos de la selva comienzan a callarse y solo aparece el viento que golpea las hojas de los árboles y crea una melodía llena de leves silbidos.

En una vieja cabaña, iluminados por la luz tenue de un bombillo empolvado, un hombre y una mujer se besan. La cama en la que sus cuerpos reposan recibe los movimientos de un preludio. El hombre comienza por despojar a la mujer de sus zapatillas sucias, ve unos pequeños pies que han perdido suavidad, los besa. Sus labios suben por los tobillos mientras estira los brazos tanteando el pantalón viejo de la mujer. Encuentra el botón y la cremallera. La mujer cierra los ojos, y con la cabeza recostada en una almohada sucia mira hacia un lado, siente las manos fuertes del hombre escarbar sobre su vientre. El botón ha cedido y la cremallera se desliza sin temor. El hombre toma el pantalón y lo jala hacia él. Las caderas de la mujer aparecen cubiertas por unos viejos calzones azules. El pantalón termina por caer al piso de la cabaña.

El hombre se pone encima de la mujer y le llena la boca de besos. Ella, indefensa, esquiva con un sutil giro esos labios ansiosos y ve al hombre que se levanta para tomar su blusa. Se sienta en la cama y alza los brazos, parece una niña pidiendo que la carguen. Con la camisa fuera de su cuerpo, aparecen desprotegidos unos senos blancos y sudorosos. Están caídos, son libres desde hace mucho tiempo de las ataduras del sostén. Él, como un bebé hambriento, pega su boca a los pezones y los absorbe con mucha fuerza. Ella aprieta sus labios como muestra de dolor. Sin darle más tregua al tiempo, el hombre toma la ropa interior de la mujer y la saca de las piernas castigadas por el sol. Está desnuda. Él se sienta en la cama y empieza a quitarse la ropa: las botas sucias por el pantano, el pantalón marrón, la camisa blanca, y unos calzoncillos que dibujan la silueta de su firme deseo. Está desnudo. Sonríe y vuelve encima de ella, mueve su cintura, se acomoda. Ella abre poco a poco sus piernas. Él logra entrar: de la boca de la mujer sale un pequeño suspiro de placer y dolor. Se miran. Él entra por segunda vez y ella sonríe con miedo. Las caderas del hombre se mueven como un serrucho que corta la madera. La mujer bota gemidos de seda. Él quiere descansar y le señala a ella que ahora es su turno de agitarse. Ella está encima, apoya las manos sobre el pecho del hombre y mueve su cintura delgada. Él toma las nalgas de la mujer y las aprieta: deja sus manos marcadas en esa piel blanca. Ella se mueve más rápido y gime con fuerza, termina con un grito que se va cabalgando sobre el viento bravo de la noche. Respira temblorosa. Él no ha terminado, le dice a ella que se dé vuelta, que se ponga en cuatro. La mujer acuesta su cabeza en la almohada y levanta sus nalgas: apuntan hacia la pelvis del hombre que vuelve a ponerse dentro. Ella abre su boca en silencio, parece la fotografía de un gesto. Él cierra los ojos y empuja su abdomen con tanta fuerza que la cama empieza a derrumbarse por pedazos. La mujer se aferra de las sábanas rotas que cubren el nido. Él empuja, se mueve, empuja. Ella siente, respira, resiste. Al final, el hombre libera el placer encima de la espalda de la mujer. Ella está agitada y él se acuesta a un lado de la cama. Los dos terminan la noche con un lánguido beso.

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El café está servido sobre una mesa que, en sus inicios, parece haber sido parte del inventario de una cantina. La cabaña se calienta con el primer sol que pasa por las ventanas y la selva retoma sus ruidos vitales. Ella, sentada en una vieja silla, toma un poco de café. Él, al otro lado de la mesa, enciende un cigarrillo. Ella lo observa. Él está pensativo.

—¡Usted no se va de aquí! —dice el hombre mientras fuma.

—¿Cómo así?, ¿y la promesa?

—No la voy a cumplir.

—¿Por qué? ¡Era un trato! —dice la mujer soltando la taza sobre la mesa.

—Bueno, hoy he decidido que no lo cumplo… ¡Y punto!

—El hombre la mira a los ojos y aleja el cigarrillo de su boca.

—¡Malparido! —grita ella.

—Regrese con los otros secuestrados.

La cabaña se sacude con el duro golpe de la puerta al cerrarse. El hombre aplasta la colilla del cigarrillo contra la mesa, y el humo que sale de la taza de la mujer forma sus últimas figuras.

Se extingue con el viento.

Por Jerónimo García Riaño

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