El Magazín Cultural
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La rutina del meretricio

Un día en la vida de una vallecaucana que a sus veinte años viajó al Antiguo Continente para dedicarse a la prostitución. Actualmente hace ‘turnos’ en las famosas cabinas holandesas, mientras su esposo la espera en casa.

Daniela Mejía
07 de agosto de 2014 - 03:21 p. m.
 Eugene Kitsios
Eugene Kitsios
Foto: Eugene Kitsios

Érika se despierta, una vez más, en la misma cama donde día tras día se gana la vida. La alarma de su celular reproduce el sonido de siempre a la hora de siempre: seis en punto de la mañana. Se levanta sin el más mínimo asomo de desánimo. Desde los ocho años, cuando le tocó salir a trapear pisos para pagarse la escuela en Tuluá, entendió lo que era la disciplina: no hay cinco minutos de más para hacer pereza, con la que hizo su madre fue suficiente para dejarla, por noches incontables, con el estómago vacío antes de ir a dormir.

Los minutos siguen contando, apaga la alarma, da seis pasos, se medio agacha y abre la nevera que apenas le llega a las rodillas, saca el jugo de piña y lo toma de manera que el líquido agridulce pase gustosamente estremeciendo hasta la última de sus papilas gustativas. Luego al gimnasio: entre el pequeño duchazo que se da, la revisión matutina frente al espejo de su cuerpo hecho un poco en el quirófano y su rostro perfectamente tatuado en el lugar donde debería llevar maquillaje, a Érika le dan las 7:50 de la mañana.

Al llegar al sitio, una sala deportiva ubicada a un par de cuadras de la calle Muurstraat, donde ella tiene su vitrina en Groninga, Países Bajos, comienza su rutina de entrenamiento. Al terminar, un hombre que no le ha quitado la mirada de encima se le acerca, la invita a un café y la mentira, que todos los días se dice a ella misma y a los demás, surge: “Papi, no puedo, todo el día estoy trabajando, cuido a una viejita y no la puedo dejar sola”. Como si se tratara de un espectáculo ilusionista, se esfuma del gimnasio y aparece nuevamente en su habitación detrás de la vitrina. A los veinte años se fue de Tuluá para trabajar de prostituta, aún no pedían visa para entrar a Europa y llegó a España gracias al contacto de una amiga, sabía a lo que iba.

Pone la rebanada de queso sobre el pan, come con una delicadeza postiza y luego se bebe en tres sorbos el café negro y sin azúcar que ella misma ha preparado. A las 10:30 de la mañana luce su tanga y su sostén rojos carmesí, cada dos días cambia de atuendo. Los tacones de plataforma y aguja de color transparente van de últimos. Érika no lo piensa dos veces, abre de un solo tirón la gruesa cortina que protege el cristal de su vitrina. Mira a través del vidrio con la frente en alto y suelta un suspiro, es el momento de trabajar. Se sube con dificultad a la silla de ejecutivo que está sobre una caja de madera, se sienta, se mira el pecho, se lo acomoda para que se vea aún más voluptuoso y empieza a trabajar. Pasan algunos hombres que giran la cabeza en dirección hacia sus curvas. Cuando ve alguno ‘guapo’, le da golpes al cristal para llamar su atención, le regala besos al aire y, con el dedo que se usa para señalar, le hace gesto de que ‘venga’ hacia ella con cara de pícara. Ese papel irá cambiando a medida que transcurre el día, en otro momento la cara será de niña inocente y despistada. Luego se hace la ruda y se sienta con sus piernas abiertas, en paralelo, mientras se apoya sobre ellas.

El primer cliente aparece a las 11:30, el tipo la mira a través de la ventana con una sonrisa morbosa. Es un holandés. De estar de pie frente a la ventana pasa a tocarle la puerta a Érika, ella lo atiende con agrado y le explica, en un alemán rústico —es el único idioma que ella habla con el que medianamente le pueden entender— que el servicio mínimo es de 15 minutos por 30 euros, el hombre acepta. Érika se convierte en una mujer de piedra, sonríe, le coquetea, le da un masaje estimulante por todo el cuerpo, besa su pene, le pone el condón, se deja penetrar sobre la cama y él se viene con el orgasmo que ella proclama en medio de gemidos falsos. Media hora después llega otro holandés, la radiografía del momento es exacta, pareciera que la habitación fuera de historias cíclicas: la misma cama, el mismo café de la mañana y los mismos clientes de siempre, día tras día y sin misericordia.

A las dos de la tarde se da su primer respiro, se toma una sopa de pollo y una aromática para después continuar labores de sexo y posiciones. Es un día ordinario, no ha aparecido el típico treintón con ganas de cocaína ni el veinteañero con el deseo de pegarse un respirito de popper. Entre servicio y servicio, follada y follada, se dan las cuatro de la tarde y Érika, que se está retirando poco a poco del arte de vender su cuerpo en una vitrina holandesa para dedicarse por completo a su esposo, un alemán con el que lleva más de diez años de relación y un año de casada, se prepara para ir a hacer una diligencia bancaria. Se conocieron en Alemania cuando ella migró de España buscando nuevos sitios para trabajar, él fue uno de sus primeros clientes. Se enamoraron y él la aceptó, incluso, con su trabajo. Los únicos reclamos que ella ha tenido que soportar, han sido porque el pobre alemán se siente muy frío en las noches sin ella.

A su regreso, el trabajo continúa golpeando la puerta y la ventana. Al terminar el día, Érika se recuesta sobre la misma cama donde día tras día se gana la vida. Repasa sus años vividos y se le sale una sonrisa fría, ella soñaba con ser policía y terminó de prostituta. Se siente orgullosa de lo que es, ha sufrido y ha gozado, su sustento depende de su cuerpo, su madre lo sabe. Llama a su esposo y con su acento vallecaucano le dice, en colombo-alemán, que lo ama. En tres días su estadía de dos semanas en las cabinas holandesas acabará y de su futuro solo tiene dos cosas claras: no se va a quedar toda la vida de puta, como dice su marido, hay que progresar; hijos no hay ni habrá, nunca supo lo que era el amor materno, menos paterno, ella no sabe cómo ‘hacer eso’. Mientras tanto, una chica de 20 años con apenas una primaria, sin un padre y una madre con poca vocación, llega a algún lugar de España para repetir la historia de Érika. La vida está llena de círculos.

Por Daniela Mejía

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