Herta Müller: poesía y exilio
Herta Müller reflejó en su obra literaria ese mundo de las dictadura y los exilios de millones de personas en Europa durante el siglo XX.
Andrés Osorio Guillott
Hay que saber tener los ojos bien abiertos y cultivar la curiosidad que se puedes escapar en la impaciencia. Los libros de Herta Müller, como lo dijo su biógrafa Rebeca García Nieto, “No te permiten pasar las páginas deprisa, antes de continuar tienes que detener la lectura y comprender lo que subyace a su estilo poético”. En medio de las descripciones y las metáforas, surgen, pareciera que por arte de magia o de azar, frases que vuelven la lectura de sus obras un oleaje de palabras que convierten su prosa en poesía.
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Hay que saber tener los ojos bien abiertos y cultivar la curiosidad que se puedes escapar en la impaciencia. Los libros de Herta Müller, como lo dijo su biógrafa Rebeca García Nieto, “No te permiten pasar las páginas deprisa, antes de continuar tienes que detener la lectura y comprender lo que subyace a su estilo poético”. En medio de las descripciones y las metáforas, surgen, pareciera que por arte de magia o de azar, frases que vuelven la lectura de sus obras un oleaje de palabras que convierten su prosa en poesía.
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“Me gustaría poder decir una frase para todos aquellos que, en las dictaduras, todos los días, hasta hoy, son despojados de su dignidad, aunque sea una frase con la palabra pañuelo, aunque sea la pregunta: ¿Tienes un pañuelo? Puede ser que, desde siempre, la pregunta por el pañuelo no se refiera en absoluto al pañuelo, sino a la extrema soledad del ser humano”. Así termina el discurso con el que Herta Müller recibió el premio Nobel, estatuilla que, entre otras cosas, reconoce que le sirvió para denunciar el fenómeno de las dictaduras que tanto se promulgó a lo largo del siglo XX.
Pertenecer a una minoría puede generar el efecto de querer ser portavoz de los mensajes que han sido subestimados o ignorados por las voces de las mayorías. Y Herta Müller halló con el paso de los años ese sentido en su vida. Propósito o no, luego de haber sufrido de despidos en sus trabajos o torturas en nombre de la dictadura de Nicolae Ceaușescu, la escritora rumana se exilió en Alemania, país en el que pudo registrar en miles y miles de hojas experiencias personales que se convirtieron por virtud suya en historias que esconden los traumas de los autoritarismos.
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“En 2001 comencé a consignar conversaciones con personas de mi pueblo que en su momento habían sido deportadas. Yo sabía que también Oskar Pastior había estado en un campo, y le conté que me gustaría escribir sobre ello. Él quiso ayudarme con sus recuerdos. Nos reuníamos con regularidad, él contaba y yo anotaba. Pronto surgió el deseo de escribir el libro juntos.
Cuando Oskar Pastior murió repentinamente en 2006, yo tenía cuatro cuadernos llenos de notas manuscritas, además de esbozos para algunos capítulos. Tras su muerte me quedé como paralizada. La cercanía personal derivada de mis anotaciones engrandeció aún más la perdida.
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Solo después de un año, y tras una larga lucha interior, me decidí a despedirme del “nosotros” para escribir sola una novela. Pero sin los detalles de Oskar Pastior sobre la vida cotidiana en el campo no habría podido hacerlo”, escribió Müller en el epílogo de Todo lo que tengo lo llevo conmigo, obra en la que reflejó la persecución de la Unión Soviética a los alemanes rumanos, que fueron deportados para reconstruir ese gran proyecto que lideró Stalin luego de la muerte de Lenin.
De Theodor Kramer o Inge Müller, de allí proviene parte de esa influencia de la autora rumana por el tono poético. Surge de allí porque con ellos y sus poemas pudo responder en su momento a las preguntas por lo que llamamos historia, por la forma en que los grandes fenómenos políticos y sociales influyen en las vidas privadas, haciendo que las biografías y la suma de ellas -otro tema de interés para la rumana-, construyan ese croquis de la verdad o las verdades de un mundo y su tiempo.
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“La historia, ¿qué es la historia? Hoy, casi a diario, vivimos cosas sobrecogedoras en todo el mundo, y a veces pienso, que eso también algún día pasará a llamarse historia. ¿Pero quién interpretará todo esto y de qué manera? La soberanía interpretativa, ¿quién la tiene? Se dan enormes conflictos por las interpretaciones diferentes de las cosas. Cada parte tiene una perspectiva completamente distinta, a veces es tergiversadora, falsifica los hechos, otras veces es cierta. La mentira histórica, la negación de un crimen, es tan común. Cuando se trata de grandes crímenes, en la mayoría de los casos se niegan después. Y ya se sabe, en España también se sabe, cuánto tiempo llevan estas cosas. ¡Si tras tantas décadas no es posible solucionar el problema, y ni siquiera se sabe dónde está enterrada la gente y quién mató a quién y a cuántos! Esto luego se convierte en historia. Es una cuestión compleja que siempre me ha preocupado: ¿cómo se originan las grandes acciones políticas?, ¿cómo surgen los aparatos de poder o las jerarquías? Sólo está claro cómo se origina la impotencia, pues ella se queda fuera de todo. Siempre me he preguntado por qué funcionan sistemas en los que se degrada, destroza y aniquila al ser humano. Y por lo visto, funcionan tanto mejor cuanto más potencial destructivo desarrollan”, respondió en una entrevista para Babelia.
“Estábamos muertos de hambre y enfermos de nostalgia, porque nos habíamos apartado del tiempo y de nosotros mismos y habíamos acabado con el mundo. Mejor dicho, el mundo con nosotros”, se lee en Todo lo que tengo lo llevo conmigo, una nostalgia que incluso se siente desde la primera página cuando Müller parece que describe la tristeza del exilio y la nostalgia de dejar la tierra del miedo y la felicidad, sentimientos que la rumana escribió también en En tierras bajas y que parecían combinarse en medio del conflicto.
“Todo lo que tengo lo llevo conmigo. O: todo lo mío lo llevo conmigo. He llevado todo lo que tenía. No era mío. Era o algo destinado a otras finalidades o de otra persona. La maleta de piel de cerdo era la caja de un gramófono. El guardapolvo era de mi padre. El abrigo de vestir con el ribete de terciopelo en el cuello, del abuelo. Los bombachos, de mi tío Edwin. Las polainas de cuero, del señor Carp, el vecino. Los guantes de lana verdes, de mi tía Fini. Solo la bufanda de seda de color burdeos y el neceser eran míos, regalos de las últimas navidades.
En enero de 1945 la guerra continuaba. Temiendo que en pleno invierno los rusos me obligasen a ir quién sabe dónde, todos quisieron darme algo que quizá tuviera utilidad, aunque ya no sirviese de nada. Porque en el mundo nada servía”.
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