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Una reseña de ‘El último día de Millard Salter’ de Jacob M. Appel

En un esfuerzo por retrasar la fragilidad y el aislamiento que vienen con los años, el psiquiatra Millard Salter decide quitarse la vida al terminar el día, pero antes tiene que atar algunos cabos sueltos. Julian Acosta comenta su impresión sobre El último día de Millard Salter, obra ganadora del premio Faulkner-Wilson en 2016, publicada en español por Panamericana Editorial.

Julian Acosta Riveros
16 de septiembre de 2021 - 06:41 p. m.
El estadounidense Jacob M. Appel, autor de la novela, además de ser escritor también es psiquiatra y bioeticista.
El estadounidense Jacob M. Appel, autor de la novela, además de ser escritor también es psiquiatra y bioeticista.
Foto: Cortesía Ed. Panamericana

Millard Salter ha decidido suicidarse el día de su cumpleaños 75. En la mañana de ese, su planeado último día, se arregla para salir de la casa mientras recuerda a su exesposa Isabelle, quien murió hace poco, si bien se sugiere que ella se suicidó. Las reflexiones del protagonista (aquí y en el resto del libro) tienen como nota dominante la ironía, un profundo y amargo (pero no triste) humor que mezcla la nostalgia del viejo con la mirada despreocupada y desesperanzada del que sabe que va a morir. Como contraparte, están los discursos de Delilah (su nuevo amor) o de la propia Isabelle, que tienen un tono más humorístico y menos nostálgico; por ejemplo, esta le ha dejado tareas para después de su muerte: “Día 1 - Tarea 15: riega las plantas de la sala para que no se unan a mi tumba. No riegues la sábila más de dos veces al mes o la ahogarás”.

El nuevo amor de Millard, Delilah, es una mujer de la que se enamoró cuando decidió ayudar a pacientes que quisieran tener una muerte asistida. Por esta razón él también decidió morir, no tanto porque tenga alguna enfermedad degenerativa, como si es el caso de ella, sino porque no quiere llegar al momento en que tenga que valerse de otros. En el breve encuentro que tienen en su casa ese día, los dos confirman su intención de morir juntos y Millard sigue con su intención de dejar resueltos todos sus asuntos pendientes.

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Su primer destino es el hospital privado donde trabaja y allí despliega toda la amargura que le produce su oficio: la mercantilización de la salud, los colegas arribistas, la cosificación del paciente… Precisamente es esta mirada desparpajada la que enriquece más al libro y ayuda a que el lector se vuelva cómplice de Millard y termine desacralizando temas como la vejez, la muerte, el amor, las relaciones de pareja, los hospitales, la enfermedad, el sistema de salud, el capitalismo… Esto se logra gracias al excelente trabajo sobre la narración, donde todo el tiempo se está mirando por encima del hombro de Salter, escudriñando sus recuerdos o sirviendo de caja de resonancia para sus sarcásticas observaciones. Gracias a la aparición azarosa de un lince que ha huido de su encierro, Millard logra escapar en un hecho que también es, quizás, una metáfora de su propio suicidio.

Con esta excusa, inicia un viaje por las calles de Nueva York que lo llevan al cementerio donde están Isabelle y sus padres, posteriormente a su barrio de infancia y, finalmente, a casa de Delilah, donde llega ya no tan convencido de suicidarse (al menos no ese día). Lo que encuentra allí, aunado a la fiesta sorpresa que le preparan en su casa, nos conducen armónicamente a un final abierto que nos deja con una pregunta y una reflexión sobre toda la carga significativa de la palabra “mañana”.

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Esta es una novela riquísima, cuyo argumento es muy difícil de resumir (quedan por fuera las maravillosas descripciones de Nueva York, las reflexiones sobre el crecimiento de las ciudades y la desaparición de los barrios). Jacob M. Appel configura una diversidad amplia de personajes maravillosos, como la exesposa medio bruja, la pasante coqueta, la asistente que oscila entre lo militar y lo dulce, el desalmado colega arribista, el hijo indiferente de 43 años que no ha hecho nada con su vida, entre otros.

Pero lo más destacable y profundo del libro es ese viaje por el interior de la mente de Millard Salter, que resulta toda una experiencia donde se conjugan pesimismo, un profundo romanticismo y el alegre escepticismo del pícaro. Por donde posa su mirada, saca lo peor de nuestra sociedad, pero sin ilusiones: salvo contadas excepciones, así como decían Les Luthiers, también Millard podría afirmar que todo tiempo pasado fue anterior.

Por Julian Acosta Riveros

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