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Tempus interruptus (Cuentos de sábado en la tarde)

“Sí, el tiempo es un singular enigma, una cuestión difícil de aclarar”

Cristian Ayala
24 de febrero de 2024 - 08:38 p. m.

Thomas Mann

"Me pongo de pie y miró por la ventana. Salen las primeras personas a sus trabajos, lugares de estudio, o lo que sea"
"Me pongo de pie y miró por la ventana. Salen las primeras personas a sus trabajos, lugares de estudio, o lo que sea"
Foto: Pixabay

No han salido los primeros rayos del sol, pero ya estoy despierto. Voy a la sala. Sobre la mesa… el reloj. Ese aparato mecánico que un día me regalaron, a sabiendas de que ando con los brazos libres de ataduras. Puede que haya sido la metáfora perfecta para hacerme saber que desde ese instante tenía el tiempo contado. No presumo mala fe de quien me hizo el ostentoso presente, los mensajes a veces son así, sin intención.

Lo acerco a mi oreja. Tic tac, tic tac, tic tac. El sonido medido, discreto, el cálculo perfecto de esa esquizofrenia común que llamamos vida. Tic tac, tic tac.

Podemos ignorar aquel ruido, de hecho, normalmente lo hacemos, pero un solo momento basta para depositarlo en nuestra mente y traernos la recreación de los miles de segundos en que ese murmullo irrumpió desde que el relojero, Deidad, Santísima Trinidad de los relojes, con un toque autorizó el funcionamiento del mecanismo. Tic tac, tic tac, que Cristo no fue crucificado, me dijo el señor Compson, sino sometido al mordaz escarnio privado y público de esas manecillas. Inaudito, señor Compson, siempre inaudito.

Llevo el juguetito no pedido a mi cuarto, y lo pongo debajo del colchón, sin razón alguna, como la mayoría de las cosas que hago. Me recuesto en búsqueda del sonido. No lo quiero perder mientras pienso cosas. ¿Qué es el tiempo? ¿Un nuevo Dios, inventado por los hombres, como los otros dioses, con la virtud omnipotente de disponer de nosotros en nombre de la Providencia? ¿El estimable o inestimable, dependiendo del contexto, motor de los cambios que hizo que la piedra se transformara en rueda, para después inventar la carreta, y después inventar la carroza de tracción animal, y después el tren a vapor, y el automóvil, y así, y así, y así, por los siglos de los siglos, amén? ¿El movimiento de un círculo que los humanos dividimos en doce, para dividirlo en sesenta, y a su vez dividirlo en otros sesenta, y que para que la Fórmula Uno y el ciclismo fueran más interesantes, se volvió a dividir en décimas, centésimas, milésimas y millonésimas? Tic tac, tic tac, hay momentos donde ese tictaceo deja de ser una voz discreta y se deviene en un rugido. Tic tac, tic tac.

¿Y el tiempo es finito o infinito? Tic tac, tic tac.

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Me pongo de pie y miró por la ventana. Salen las primeras personas a sus trabajos, lugares de estudio, o lo que sea. Todos, de algún modo, víctimas de la pacífica dictadura de los segundos, los minutos y las horas. Entregados al ciclón del Con Tempus. El que no lo haga peca de anacrónico, y debería ir a una cueva para resguardarse del clima, y subir a los árboles a atrapar bayas. Anacronismo y contemporaneidad parecieran potencias enfrentadas, como el agua y el aceite, o para salir del cliché, como el agua mineral y el aceite de oliva, o para dotarlo de un poco de pestilencia, como el agua empozada y el aceite de ricino, o para darle un giro inesperado, como el River Plate y el Boca Juniors, no se llevan.

Me resisto a ello, y quiero reivindicar, hacerme militante, Caballero Cruzado si se quiere, de la causa de la contemporaneidad expandida. ¡Dieu le veut, Dios lo quiere! ¿Desde dónde, y hasta dónde va esa expansión? Desde que los antiguos dijeron “hágase la luz”, hasta el minuto en el que escribo palabras en este procesador de textos.

Y como no tengo más comprobación empírica que la de mis héroes anacrónicos, los traeré a colación, implorando su ayuda. La cólera de Aquiles, que maldijo la tierra, y maldijo los dioses, pidió una lanza de bronce al inmortal Hefesto y fue a vengar la muerte de Patroclo. Cuando las cosas no me salen bien, llega a mí esa cólera. El divino Odiseo, arengando su corazón, y pidiéndole fuerza, ya que en peores había estado. El piadoso Eneas, derrotado y expulsado de su Troya, obligado a tomar nuevos rumbos, y damnificado de uno de los primeros brotes de xenofobia, el de los pueblos del Lacio. El poeta florentino, que, en el mediano camino de su vida, como me pasó a mí, se vio de pronto perdido en una selva oscura, gracias a ello conoció Infierno, Purgatorio y Paraíso. O el más extemporáneo de todos, que de tanto leer, se le secó el cerebro, tomó una adarga antigua, un rocín flaco y revivió, en un tiempo que no era, la Sagrada Orden de la Caballería Andante. El Caballero de la Triste Figura, el más zafado de todos los tiempos, que enseñó que la locura es también lucidez. Tic… tac, tic… tac.

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Podemos ir más atrás, a los tiempos de Set de los que hablaban los egipcios, a las épocas del mito y la oralidad, aunque ¿acaso que no es mito hoy? Pero sigamos, solo tengo página y media[1]. Podemos hablar de David, al que solo le bastó una roca pulida y sus conocimientos pastoriles para derribar al gigante. De Moisés, que selló la alianza con su imaginación para guiar a su pueblo esclavizado. Del joven José, que conoció el pozo, y a la vez sus lágrimas, pero que salió airado. Gracias a él, “hubo hambre en todos los países, más en toda la tierra de Egipto había pan”. Tocar fondo puede ser necesario para levantar la mirada. O de Abraham, dispuesto a sacrificar lo que amaba, por algo mayor. O Caín, condenado por la muerte de su hermano, y testigo de la inexistencia de un tribunal que juzgara al Dios Castigador que, además de marcarlo con una cruz, bombardeó Sodoma y Gomorra. La justicia, ya en ese entonces, no tenía mucho que ver con el concepto de justicia. O Eva y Adán, expulsados del Edén que aún buscamos. O la luz, o la oscuridad…

Tic…

Tic…

Tic…

Después de sacar todos estos fantasmas del pretérito simple, del pluscuamperfecto, y traerlos al imperfecto, vayamos por el reloj. Tic tac, tic tac. Le doy un solo golpe. Se parte con un sonido seco. Tic. Rompamos el reloj, seamos anacrónicos.

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[1] El autor, en su insufrible verborrea, manifiesta “solo” tener una página y media para decir lo que tiene que decir, como si necesitara los tres tomos de “El Capital”, los siete tomos de “En busca del tiempo perdido”, los 46 libros del “Antiguo Testamento”, el papel de los árboles de todo el hemisferio occidental… lo cierto es que el universo entero cabe en página y media, en media página, en un párrafo, en una oración, incluso, en una palabra. N. del mismo A.

Por Cristian Ayala

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