Las cicatrices de Camila Sosa Villada
La actriz y escritora argentina acaba de ganarse el Premio Sor Juana de la Feria del Libro de Guadalajara. El proceso que la llevó a ser una de las actrices más reconocidas de su país y haber publicado tres libros, se formó a punta de decisiones que la llenaron de cicatrices, pero que finalmente la convirtieron en la mujer que anhelaba.
Laura Camila Arévalo Domínguez
Las lágrimas le brotan cada vez que recuerda a Cristian Omar, el niño que fue hasta los 15 años. Ahora que es Camila Sosa Villada, cuenta su historia entre sonrisas y miradas largas, y se ve permanentemente conmovida y sorprendida cuando responde que, después de todo el rechazo, las golpizas, los abusos y las burlas, se convirtió en lo que decidió y no en lo que le impusieron. Sosa comenzó a travestirse siendo una adolescente. Esa fue la puerta que, afortunadamente, abrió: si no lo hubiese hecho, las heridas que hoy la hacen llorar se habrían convertido en hoyos profundos capaces de enfermarla o matarla.
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Las lágrimas le brotan cada vez que recuerda a Cristian Omar, el niño que fue hasta los 15 años. Ahora que es Camila Sosa Villada, cuenta su historia entre sonrisas y miradas largas, y se ve permanentemente conmovida y sorprendida cuando responde que, después de todo el rechazo, las golpizas, los abusos y las burlas, se convirtió en lo que decidió y no en lo que le impusieron. Sosa comenzó a travestirse siendo una adolescente. Esa fue la puerta que, afortunadamente, abrió: si no lo hubiese hecho, las heridas que hoy la hacen llorar se habrían convertido en hoyos profundos capaces de enfermarla o matarla.
Nació en Córdoba, Argentina. Se recuerda como un niño tímido y solitario que comenzó jugando con robots y carros, pero que después se fue enamorando en silencio de sus amigos y profesores. Lo crió un hombre que a diario le reforzaba lo que deberían hacer los hombres, lo que le debería gustar a los hombres, y a él, en la cima de la indefensión, le aterraba que nada de eso le gustaba ni le brotaba genuinamente.
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Es común que llore en las entrevistas, sobre todo cuando recuerda cómo al principio, su padre la rechazó. En alguna de esas, le preguntaron si desde que era un hombre se reconocía así de sensible, y ella, visiblemente desorientada por la pregunta, respondió que sí. Su desorientación se debió, seguramente, a que su sensibilidad la relacionaron con su feminidad, pero ella, que nació siendo él, no había cambiado de cuerpo ni de sangre ni de familia ni de origen. Sus ganas de revelar lo que sentía y lo que quería ver en el espejo, seguían con ella. Su valentía, ahora fortalecida, seguía ahí.
Sí cambió de nombre: cuando comenzó a escribir, que fue siendo un niño, se narró a sí misma como Soledad. Después, cuando ya se atrevía a salir a la calle vestida de mujer, se presentó como Valentina, nombre que duró con ella aproximadamente seis meses. Una película sobre la vida de la escultora francesa Camille Claudel la convenció de, en definitiva, llamarse Camila: “Quería un nombre que fuera femenino más que nada. Pensé que tal vez cambiar de nombre tantas veces no estaría bien, pero unas amigas me dijeron que, justamente, esa era la gran ventaja que tenía, así que lo hice de nuevo”, dijo Sosa en Punto de Fuga, programa en el que ella formuló las preguntas.
Quería ser bióloga, pero cuando fue a inscribirse a la universidad era muy tarde y tenía que esperar un año más para los próximos inicios de carrera, así que se decidió por comunicación social en la Escuela de Ciencias de la Información de la Universidad Nacional de Córdoba. Le gustó esa carrera porque incluía la escritura y además la conocía: su hermano y algunos amigos la estaban estudiando. Después, por uno de esos giros tan frecuentes en su vida, terminó estudiando teatro, el primer contacto que pudo tener con las posibilidades: allí decían que el amor, en cualquiera de sus formas, podía ser, podía existir. Allí se enamoró de las alternativas.
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La facilidad de Camila Sosa para interpretar sus personajes o escribir sus libros, su fluidez para desenvolverse en historias dramáticas en las que el dolor prima, forma y concluye cada relato, tienen mucho que ver con la vida paralela que alguna vez tuvo.
Durante su tiempo como universitaria buscó trabajo en muchos lugares: intentó ser cajera, mesera, secretaria. Intentó entrar a McDonald’s o a algún “call center” para “laburar decentemente”, pero no lo logró. Nadie, después de verla, quería trabajar con ella, así que un día, después de salir de la facultad de su universidad, un tipo paró su carro, bajó el vidrio y le preguntó cuánto cobraba. Ese fue su primer día como prostituta.
Salía sola a las 3 o 4 de la mañana: no quería que nadie la reconociera y esas eran las horas de los borrachos o los hombres que tampoco querían que los reconocieran. Después alguien le aconsejó que se fuera para alguna zona roja en la que conocería a más mujeres trans y así no tendría que estar sola: corría muchos peligros y estaba a su suerte, nadie más que ella y los clientes rodaban por ahí. Decidió irse para el Parque Sarmiento, en Córdoba, Argentina. Allí conoció a Gabriela, una prostituta embarazada que se presentó con un montón de pasto en el cabello porque atendía a sus clientes al interior del parque; otra Gabriela, una mujer trans que medía más de 1:80; Angie Desiré, “una de las trans más lindas que he conocido”, según Sosa. También conoció a Pilar, la prima de la linda y, por último, a Cleopatra, la mujer trans de manos grandes que más de una vez la defendió de las golpizas de sus clientes o de la candidez con la que se pavoneaba por las calles para encontrar el dinero con el que pagaría su arriendo o la comida.
En la calle, Sosa sintió el hambre, la violencia y vio el desprecio de los demás por el cuerpo, por su cuerpo, que era igual al desprecio por la vida, por su vida. Pero también aprendió de fraternidad. Muchos la protegieron y fueron solidarios por su desamparo, que era igual de importante al de ellos.
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Sus días en las calles se terminaron después de que dos tipos llegaron a su casa a cumplirle una cita que ella había acordado por internet. La golpearon, la amarraron y le robaron todo. Seis meses después estrenó “Carnes tolendas”, la obra de teatro en la que se dio cuenta de que era buena actriz, así que no tendría que terminar muerta en una zanja como alguna vez su papá la condenó. La obra en la que además incluyó los versos de García Lorca. “Él ha escrito el mundo que conocemos, lo ha hecho todo. Él lo es todo”.
“Carnes tolendas” fue dirigida por María Palacios. A partir de allí los trabajos comenzaron a llegar. Su nombre comenzó a reconocerse y entonces decidió borrar el blog “La novia de Sandro”, el sitio que ella usó como diario para desahogarse durante sus noches en las esquinas de Córdoba. Sintió miedo de lo que pudieran pensar de una actriz con ese pasado, así que lo ocultó por un tiempo. Fue por esa obra que el director Javier van de Couter llegó a ella para ofrecerle un papel secundario para su ópera prima “Mía”. Después de verla actuar, le dijo que se quedara con el protagónico.
Camila Sosa no paró después de eso. Del teatro al cine, del cine a la televisión y de la televisión a los libros, aunque escribió desde que aprendió cómo era que tenía que juntar palabras para evitarse el nudo en la garganta y lograr que los secretos salieran, así fuese por medio del lápiz a la hoja. Su primera publicación fue el poemario “La novia de Sandro” y el segundo libro fue “El viaje inútil”, en el que reflexiona sobre los sucesos que la llevaron a convertirse en escritora. Por el tercero “Las malas”, Sosa acaba de ganarse el Premio Sor Juana de la Feria del Libro de Guadalajara. El libro será editado al francés, alemán, croata e italiano.
De su transición de la prostitución a la actuación, dice que lo más lindo que le pasó fue tener novio, algo que ella veía lejano, con melancolía y hasta frustración. Siempre pensó que querer a alguien, pero, sobre todo, que alguien la quisiera, era un imposible. También recuerda que durante esos días y a los 30 años conoció el mar, una nueva sensación de libertad.