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                                                                                                                              Luna que se quiebra

                                                                                                                              Endira, la editorial más nueva de la Feria del Libro de Guadalajara, presentó la primera novela de una de las sorpresas literarias del certamen, titulada 'Luna eterna'.

                                                                                                                              Fernando Araújo Vélez / Feria Internacional del Libro de Guadalajara

                                                                                                                              “Toca otra vez viejo perdedor, haces que me sienta bien…”. El hombre aporreaba el piano con fuerza y desdén, con tufo a fracaso, como aquel de la canción de Billy Joel. Era una especie de Agustín Lara del siglo XXI. Ella lo observó. Recorrió sus manos huesudas, largas, amarillas de nicotina. Canturreó con él, larala, larala, hasta que una gitana leyó en su mano, como en el corrido de José Alfredo Jiménez, y le dijo lo que ya sabía: su nombre, Ximena Toledo Rojas, su edad, 27 años, su profesión, escritora. Luego se aventuró con algunas predicciones. Le habló del amor, de ese amor que ella había vivido y padecido, de ese amor que la había llevado a ser menos sensible y más racional, de ese amor y esos amores que ella dejó consignados en sus 15 diarios.

                                                                                                                              Al final, antes de despedirse, le dijo que no llegaría a ser anciana. El hombre del piano seguía con sus lóbregas melodías, “luna que se quiebra sobre las tinieblas de mi soledad…”, cada vez más lóbregas para ella, cada vez más finales. La gitana cobró y se marchó, desconsolada. En la cantina de Veracruz la vida continuó, aunque para ella se hubiera detenido. Como sombras, como fantasmas, se le fueron apareciendo sus años, su infancia, sus primeros escritos en un cuaderno con candado que le regaló su madre, María del Carmen Rojas, las primeras lecturas y luego el amor y el dolor del amor, el primer beso, los versos que descubrió de su abuela, doña Lila Manzur, los que quiso copiar y no pudo, los que se le quedaron atragantados por cursis, por muy reales o por muy fantásticos, y los que dejó escondidos bajo llave.

                                                                                                                              Un día los rescató. Rescató casi todo y lo plasmó en un papel. Tenía 18 años. Por aquellos tiempos leía a Laura Restrepo y a Isabel Allende. Luego pasó a Virginia Woolf y a Simone de Beauvoir, y más tarde a Lou Andreas-Salomé. Copió y subrayó algunas de sus frases. “La vida humana —qué digo, la vida en general— es poesía. Sin darnos cuenta la vivimos, día a día, trozo a trozo. Pero, en su inviolable totalidad, es ella la que nos vive, la que nos inventa. Lejos, muy lejos de la vieja frase ‘“hacer de la vida una obra de arte’. No somos nuestra obra de arte”. Ella oscilaba entre uno y otro extremo. Vivía la vida y entonces era poesía, como había escrito Salomé, o era vivida por ella y ya no era ni obra de arte ni nada. Por eso escribía. O pese a ello escribía.

                                                                                                                              Read more!

                                                                                                                              Pero el amor… El amor fue su condena y su salvación. Dejó su ensayo de novela y vivió, y más tarde, muchos años más tarde, retomó sus textos y a la primera voz que tenía, retocada, le agregó otras cuatro. “Tres mujeres y dos voces masculinas e infinidad de maneras de enamorarse y de vivir”, diría con el tiempo y su novela, Luna eterna, ya publicada. Allí admitiría por medio de uno de sus personajes, Valentina Reyes García: “No soy fiel a nada. Puedo cambiar y adaptarme a cualquier situación. Puedo hacer que quien sea me quiera (…). Me gusta que mi existencia se apodere de los demás porque no resisto inspirar indiferencia. Quiero que todos hagan lo que yo quiero y me gusta ser lo que quieren que yo sea. Doy lo que piden de mí y tengo un don empático para meterme en sus más oscuros sentimientos. No soy bonita. Me hice bella a la fuerza y obligo a los demás a verme así”.

                                                                                                                              Valentina fue ella en parte, “Porque uno siempre deja algo de sí en un personaje. Todos son uno, y ninguno en especial. Somos ellos por acción, por omisión, o por lo que nos gustaría ser”. Por eso también fue la novia de un revolucionario, la señora muy mayor que encontró el amor y lo perdió y lo volvió a hallar treinta y tantos años más tarde, más o menos como ocurrió con Fermina Daza y Florentino Ariza en El amor en los tiempos del cólera. Y fue gato, uno de sus tantos gatos en la vida, Matildo, al que le dedicó su libro, al que hizo personaje, piel, espíritu y voz. “El domingo te acaricia con la miserable posibilidad de llorar. Te obliga a respetarlo y a agradecer que, por esta vez, te haya perdonado. Yo no confío en él. Domingo perjuro. Domingo traidor”.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              “Toca otra vez viejo perdedor, haces que me sienta bien…”. El hombre aporreaba el piano con fuerza y desdén, con tufo a fracaso, como aquel de la canción de Billy Joel. Era una especie de Agustín Lara del siglo XXI. Ella lo observó. Recorrió sus manos huesudas, largas, amarillas de nicotina. Canturreó con él, larala, larala, hasta que una gitana leyó en su mano, como en el corrido de José Alfredo Jiménez, y le dijo lo que ya sabía: su nombre, Ximena Toledo Rojas, su edad, 27 años, su profesión, escritora. Luego se aventuró con algunas predicciones. Le habló del amor, de ese amor que ella había vivido y padecido, de ese amor que la había llevado a ser menos sensible y más racional, de ese amor y esos amores que ella dejó consignados en sus 15 diarios.

                                                                                                                              Al final, antes de despedirse, le dijo que no llegaría a ser anciana. El hombre del piano seguía con sus lóbregas melodías, “luna que se quiebra sobre las tinieblas de mi soledad…”, cada vez más lóbregas para ella, cada vez más finales. La gitana cobró y se marchó, desconsolada. En la cantina de Veracruz la vida continuó, aunque para ella se hubiera detenido. Como sombras, como fantasmas, se le fueron apareciendo sus años, su infancia, sus primeros escritos en un cuaderno con candado que le regaló su madre, María del Carmen Rojas, las primeras lecturas y luego el amor y el dolor del amor, el primer beso, los versos que descubrió de su abuela, doña Lila Manzur, los que quiso copiar y no pudo, los que se le quedaron atragantados por cursis, por muy reales o por muy fantásticos, y los que dejó escondidos bajo llave.

                                                                                                                              Un día los rescató. Rescató casi todo y lo plasmó en un papel. Tenía 18 años. Por aquellos tiempos leía a Laura Restrepo y a Isabel Allende. Luego pasó a Virginia Woolf y a Simone de Beauvoir, y más tarde a Lou Andreas-Salomé. Copió y subrayó algunas de sus frases. “La vida humana —qué digo, la vida en general— es poesía. Sin darnos cuenta la vivimos, día a día, trozo a trozo. Pero, en su inviolable totalidad, es ella la que nos vive, la que nos inventa. Lejos, muy lejos de la vieja frase ‘“hacer de la vida una obra de arte’. No somos nuestra obra de arte”. Ella oscilaba entre uno y otro extremo. Vivía la vida y entonces era poesía, como había escrito Salomé, o era vivida por ella y ya no era ni obra de arte ni nada. Por eso escribía. O pese a ello escribía.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Valentina fue ella en parte, “Porque uno siempre deja algo de sí en un personaje. Todos son uno, y ninguno en especial. Somos ellos por acción, por omisión, o por lo que nos gustaría ser”. Por eso también fue la novia de un revolucionario, la señora muy mayor que encontró el amor y lo perdió y lo volvió a hallar treinta y tantos años más tarde, más o menos como ocurrió con Fermina Daza y Florentino Ariza en El amor en los tiempos del cólera. Y fue gato, uno de sus tantos gatos en la vida, Matildo, al que le dedicó su libro, al que hizo personaje, piel, espíritu y voz. “El domingo te acaricia con la miserable posibilidad de llorar. Te obliga a respetarlo y a agradecer que, por esta vez, te haya perdonado. Yo no confío en él. Domingo perjuro. Domingo traidor”.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Por Fernando Araújo Vélez / Feria Internacional del Libro de Guadalajara

                                                                                                                              Ver todas las noticias
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