Malinterpretar y perder
Presentamos una reseña de “En busca del presente perdido” del libro Los testamentos traicionados (1992) de Milan Kundera.
María Cusco
Milan Kundera, en el capítulo “En busca del presente perdido” del libro Los testamentos traicionados (1992), presenta una breve historia del género novelesco en comparación con el teatro y la música, específicamente, con la ópera. Kundera se remite al cuento “Colinas como elefantes blancos” de Ernest Hemingway, un diálogo de una pareja sobre la posibilidad de que la mujer se haga un aborto: “No, nada de lo que se oculta detrás de este diálogo simple y trivial queda claro. Cualquier hombre podría decir las mismas frases que el norteamericano, cualquier mujer las mismas cosas que la chica. Un hombre que quiera a una mujer o que no la quiera, que mienta o que sea sincero, diría lo mismo. Como si este diálogo hubiera esperado ahí desde la creación del mundo para ser pronunciado por incontables parejas, sin relación alguna con su psicología individual” (Kundera).
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Milan Kundera, en el capítulo “En busca del presente perdido” del libro Los testamentos traicionados (1992), presenta una breve historia del género novelesco en comparación con el teatro y la música, específicamente, con la ópera. Kundera se remite al cuento “Colinas como elefantes blancos” de Ernest Hemingway, un diálogo de una pareja sobre la posibilidad de que la mujer se haga un aborto: “No, nada de lo que se oculta detrás de este diálogo simple y trivial queda claro. Cualquier hombre podría decir las mismas frases que el norteamericano, cualquier mujer las mismas cosas que la chica. Un hombre que quiera a una mujer o que no la quiera, que mienta o que sea sincero, diría lo mismo. Como si este diálogo hubiera esperado ahí desde la creación del mundo para ser pronunciado por incontables parejas, sin relación alguna con su psicología individual” (Kundera).
La palabra “aborto” no es dicha por ninguno de los personajes: a eso nos lleva el diálogo del que somos testigos, así como pasaría si se tratara de una conversación que escucháramos en cualquier espacio público (como una estación), con las mismas interrupciones de una camarera que entrara y saliera de la escena, con las mismas reiteraciones, réplicas e informalismos de una conversación genuina, que tampoco –como en el cuento- nos permitiría escudriñar qué tipo de relación tienen los dos hablantes, por qué planean que ella aborte, o cuál es el carácter, la personalidad, o la historia de cada uno: “Es imposible juzgar moralmente a estos personajes ya que no hay nada sobre lo que pronunciarse; en el momento en que están en la estación, todo está ya definitivamente decidido; ya han dado antes explicaciones mil veces; han discutido ya mil veces sobre sus opiniones; ahora, la vieja discusión (vieja discusión, viejo drama) apenas aflora vagamente detrás de la conversación en la que nada está en juego y en la que las palabras ya no son sino palabras”. (Kundera)
De este modo, luego de introducirnos al cuento de Hemingway, Kundera se acerca al punto central de este capítulo: la relación de la novela (como género) con el tiempo presente. Parte, a propósito, de que intentar reconstruir un diálogo de la vida es algo bastante fallido, dado que “lo que queda es su sentido abstracto (…), tal vez uno o dos detalles, pero el hecho concreto acústico-visual se ha perdido en toda su continuidad”, de modo que el recuerdo termina no siendo una contraposición al olvido, sino una forma de olvido. Ante esto pasa a lo concerniente a la novela; señala que la escena ha sido el elemento fundamental de la novela -como en el teatro- en tanto que los novelistas de comienzos del siglo XIX compusieron sus narraciones a partir de descripciones detalladas del decorado, el diálogo y la acción misma: en síntesis, resúmenes de escenas concretas en los que se recoge lo esencial de las mismas, por lo que Kundera concluye que la pérdida del presente y de la realidad es algo que para ese entonces la novela desconocía.
Pero la historia de la novela va a cambiar con Flaubert, dice Kundera. Es a partir de él que se empezará a captar el tiempo presente como una tendencia en la novela: “Es Flaubert (…) quien saca a la novela de la teatralidad. En sus novelas, los personajes se encuentran en un ambiente cotidiano que (…) interviene constantemente en su historia íntima. Emma acude a la cita con León en la iglesia, pero un guía se une a ellos e interrumpe sus confidencias (…); se trata de un descubrimiento por decirlo así ontológico: el descubrimiento de la estructura del momento presente; el descubrimiento de la perpetua coexistencia de lo trivial y lo dramático sobre la que se fundamenta nuestra vida” (Kundera).
De igual forma, la historia de la ópera cambió cuando Janácek “descubrió para la ópera un nuevo mundo, el mundo de la prosa” (Kundera), el mundo de la realidad, aquel que está atravesado por la cotidianidad, por la trivialidad, por los accidentes, por las conversaciones genuinas e interrumpidas por lo que la vida misma demanda, como dice Kundera: por todo lo opuesto al mito; y es que “cualquier hombre intenta perpetuamente transformar su vida en mito, intenta por decirlo así transcribirla en verso, encubrirla con versos (malos versos). Si la novela es un arte y no sólo un ‘género literario’ es porque el descubrimiento de la prosa es su misión ontológica, que ningún otro arte puede asumir enteramente” (Kundera).
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Llegados a este punto, nos encontramos con que Kundera está poniendo sobre la mesa una problemática que concierne a la recepción de la obra de arte. Por un lado, nos cuenta que para el estreno póstumo de la ópera de Janácek –realizado por uno de sus discípulos- se retocó un poco burdamente las últimas páginas: “así, el grito ‘¡Libertad! ¡Libertad!’ se vio trasladado al final, inflado mediante una larga coda sobreañadida, coda alegre, una apoteosis (una más). No es un añadido que, en modo redundante, prolonga la intención del autor: es la negación de esta intención; la mentira final en la que se anula la verdad de la ópera”.
Por otro lado, cita al profesor Jeffrey Meyers, quien escribió en 1985 una biografía de Hemingway, en cuyo pasaje dedicado a “Colinas como elefantes blancos” intenta hacer un análisis del cuento. Sin embargo, el profesor erra profundamente pues apela a la psicología del autor (diciendo que el cuento “tal vez describa la reacción de Hemingway ante el segundo embarazo de Hadley”), y a juicios de carácter moralista en lo que respecta a los personajes.
Los dos casos descritos por Kundera presentan una llana crítica a los sectores de la recepción e interpretación de las obras de arte, además de que conllevan un llamado a la rigurosidad para con el estudio de estas. En el primer caso, lo que se hizo con la ópera de Janácek fue expropiar su naturaleza melódica (la prosa de la ópera) para devenirla un canto apoteósico; el supuesto discípulo no comprendió la esencia del descubrimiento de Janácek sino que, al parecer, se valió de su gran composición para armar la puesta en escena y ‘cambió’ un aspecto que le permitiera corresponder a la tradición de la ópera. En el segundo caso, el profesor de literatura termina inventando y exponiendo juicios sobre el cuento a partir de dichas invenciones, lo que lo lleva a realizar un análisis impertinente en relación a lo que Hemingway está planteando allí.
Si al momento de interpretar una novela, un cuento o una ópera no se hace con la rigurosidad del caso, si no se llega al punto de siquiera intuir una propuesta certera, por un lado, ¿cómo vamos a formar y definir correctamente una época, corriente o caracterización específica de algún arte, que algo tiene para decirnos sobre el presente?, y por el otro -sea el arte que fuere, solo que en este caso seré específica con respecto a la misión ontológica y el descubrimiento de la prosa-, ¿cómo podemos asumir el proyecto específico de hombres como Hemingway o Janácek, que nos acercan a ese presente que con el paso del tiempo se pierde, si no logramos una postura crítica y no facilista en la interpretación?