Nostalgia crónica por Colombia
No estar en Colombia, por increíble que parezca, es una experiencia amarga para algunos. Presentamos un texto sobre la nostalgia. Una historia que detalla los riesgos de negarse al sueño americano y rememora las palabras de un Fernando Vallejo exiliado.
Laura Camila Arévalo Domínguez - Twitter: @lauracamilaad
Fernando Vallejo dijo que la tercera persona había sido siempre la reina de la literatura: “El diosito humano que lo ve todo, lo oye todo, lo sabe todo, y que nos cuenta lo que pasó en el interior del cuarto donde están acostados los amantes. Como si atravesara paredes con rayos X o los estuviera viendo desde el techo por un huequito como la Santa inquisición. Dios no existe, entonces yo no puedo aceptar esta tendencia contraria a toda mi experiencia de la vida. Yo siempre he dicho yo, siempre he escrito diciendo yo y he contado simplemente lo que he oído, lo que he visto y lo que he vivido”. Estas palabras las registró Luis Ospina en su documental “La desazón suprema”, un largometraje en el que Vallejo, como siempre, dijo la verdad. Su verdad.
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Fernando Vallejo dijo que la tercera persona había sido siempre la reina de la literatura: “El diosito humano que lo ve todo, lo oye todo, lo sabe todo, y que nos cuenta lo que pasó en el interior del cuarto donde están acostados los amantes. Como si atravesara paredes con rayos X o los estuviera viendo desde el techo por un huequito como la Santa inquisición. Dios no existe, entonces yo no puedo aceptar esta tendencia contraria a toda mi experiencia de la vida. Yo siempre he dicho yo, siempre he escrito diciendo yo y he contado simplemente lo que he oído, lo que he visto y lo que he vivido”. Estas palabras las registró Luis Ospina en su documental “La desazón suprema”, un largometraje en el que Vallejo, como siempre, dijo la verdad. Su verdad.
Además de hablar de la tercera persona en la literatura, también dijo algo sobre su amor por Colombia, una cosa que al principio no se entiende porque dos minutos antes había descrito al país como el mayor de los desastres. Dijo que a él le había tocado irse, y que seguramente a los demás también les iba a tocar. Que ese era el destino de todos los colombianos: ser asesinos, asesinados o exiliados: “Un día me tuve que ir sin quererlo y se me hace que a ustedes les va tocar igual. El destino de los colombianos de hoy es irnos, claro, si antes no nos matan. Pues los que se alcancen a ir no sueñen con que se han ido, porque a donde quiera que vayan Colombia los seguirá. Los seguirá como me ha seguido a mí día a día, noche a noche a donde he ido con su locura. Algún momento de dicha efímera vivido aquí e irrepetible en otras partes los va a acompañar hasta la muerte”, fueron sus palabras exactas, que también saqué del documental de Ospina.
A ese documental y a Vallejo, sobre todo a Vallejo y a sus lapidarias palabras dichas con suavidad, las tengo atravesadas. No me las he podido quitar de la garganta, ni del estómago ni mucho menos del corazón. Este escritor que tantas veces he tenido que dejar de leer o de escuchar porque lo acepto: la verdad a veces se me convierte en una cosa insoportable, se me apareció después, justamente después de hacerme la pregunta: ¿Y yo por qué fue que regresé?
Hace cinco años Estados Unidos nos dio la visa de residencia a mi familia y a mí. Viví allá dos años. Viví allá aguantando. No quería estar ahí porque, también como a Vallejo, el único tema y el único lugar que me interesaba era Colombia. “Para mí Colombia es el centro, lo demás es la periferia”, y sí, a mí me pasaba y me pasa lo mismo. Decidí irme de Estados Unidos a pesar de que era legal en un país plagado de ilegales y a pesar de que ahí tenía mi casa, mi familia. Me fui porque necesitaba saber que tenía sentido levantarme, y el único lugar en el que creía que eso podía pasar era en Colombia. A veces me sentaba con mi papá a ver el noticiero y cuando veía a las personas montadas, o más bien amontonadas en los transmilenios, me daba envidia. Yo no veía la hora pico, ni la violencia ni la inseguridad. Lo único que veía era la posibilidad de estar y de entender un país absurdo que yo anhelaba porque nunca me había imaginado en otro lugar. Así que me fui. Me fui contra todos y contra todo. Me fui sola y sin garantías. Me lancé.
Ya han pasado cinco años. El miedo siempre es a que al intentar entrar a Estados Unidos los oficiales me deporten y me quiten la residencia por no cumplir con sus leyes. Esas son las historias que cuentan y cuando uno es inmigrante le cree a las historias. Cuando uno está lejos de la casa le cree a los demás porque cualquier cosa puede ser cierta, porque todos se ven demasiado diferentes, porque huele distinto, porque uno no siente que cambia de país sino de universo, y entonces las historias muy buenas puede que sean verdad, pero también las muy malas.
Cuando uno tiene la tarjetita verde, la Green card, se supone que debe estar mínimo seis meses en Estados Unidos. Se supone que uno debe residir y pues no, yo no residía, y pues claro, para ellos era fácil notarlo.
Hasta el año pasado todo marchó bien. Salí y entré sin problemas.
Hace una semana, cuando llegué al aeropuerto El Dorado a las 4:00 a.m. para mi vuelo de las seis de la mañana, la azafata vio mi pasaporte y me dijo que esperara, que era probable que no me pudiese montar al avión. Después de llamar a un par de personas me dejó seguir y me dijo que un oficial había autorizado que yo entrara a Estados Unidos, pero que de todas formas tenía que estar preparada. Llegué al aeropuerto de Fort Lauderdale confiada, pero después de ver mi tarjeta verde, un oficial volvió a pedirme que esperara. Más bien a ordenarme: la entrada a Estados Unidos no es muy cordial. Después me llevaron a una oficina y ahí, de nuevo, me dejaron esperando más o menos una hora.
¡LOOORAAA! (o sea Laura), gritaron, y yo me levanté. Una oficial me dijo que iba tener que pagar una multa de 500 dólares para poder entrar. Después que no, que iba a tener que pelear por la residencia ante un oficial y luego que tampoco, que peor: me iban a devolver. No le dije nada. Solo la miré y obedecí cuando me dijo que me volviera a sentar y que esperara (otra vez) a que decidieran qué hacer conmigo.
Tuve mucho tiempo para pensar y para rogar. Suplicaba que no me obligaran a llamar a mi papá para decirle que no me habían dejado viajar. Cerré los ojos y me clavé las uñas en las palmas de las manos con fuerza para implorar concentrada: POR FAVOOOOOR, que me dejen pasar. Después me sobró tiempo para preguntarme por qué me había ido si en Estados Unidos todo era mejor, era más fácil, había más oportunidades. Me respondí que no estaba segura de que fuera mejor, sino de que era más sencillo creerse el cuento de que se estaba mejor. En Colombia las palmaditas en la espalda no alcanzaban para el consuelo, ahí sí.
Me arriesgué a volver a Colombia porque como a Vallejo, y sin ánimos de compararme, no hay otro lugar que me interese tanto. Lo extraño. Lo extraño tanto que me expongo a que la inseguridad, la violencia, la inflación, la politiquería y las otras tres mil razones me traten de convencer de que estar vivo no tiene mucho sentido. De que, de nuevo, como dijo Vallejo, la vida sea la más baja y cruel imposición.
En medio de esa espera me acordé de Vallejo porque un argentino escuchó que yo era colombiana y él se había acabado de casar con una mujer del Chocó. Me habló de lo que le gustaba de Colombia y me lanzó una carcajada cuando habló del autor de "La virgen de los sicarios", uno de los poquitos que él había leído. “Está loco ese boludo”, murmuró. Y yo recordé el documental. Lo recordé porque las imágenes de los cuerpos desmembrados eran lo único que, cuando vi la película por primera vez, se me había grabado. Eso y un discurso agrio que yo había preferido olvidar.
Preguntarme por qué quería volver a esta Colombia estática, cíclica, absurda, indolente, violenta, apática, indiferente, arrodillada, derrotada, desangrada y sórdida, me obligó a abandonar la cobardía, me forzó a responderme: no es cierto que crea eso de mi país. Creo eso de algunos de los que viven en mi país. De algunos de los que hablan con mi acento y dicen que por Dios y la patria luchan. No creo porque no me da la gana. No creo porque no quiero que Vallejo tenga razón, pero sí le comparto esa nostalgia por un lugar que, a pesar de todo y de todos, tiene un encanto que, para mí, es enfermizo. Le comparto que diga que irse es difícil, que desgarra. Le entiendo que uno, a pesar de los pesares, se atreva a regresar para ponerse a trabajar con la ilusión de que algo cambie o simplemente para dejarse morir.
Este texto, para seguir con el discurso de Vallejo, está escrito en primera persona porque no se puede hablar de extrañar a Colombia sin sacar las razones de las tripas. No es posible explicar eso sin que sea cierto. No sería creíble. Este texto es sobre los inmigrantes que no se quisieron ir, sobre los exiliados que contra su voluntad salieron y ahora habitan un suelo que parece rechazarlos. Sobre los que en otro lugar se sienten huérfanos y, tarde o temprano, se devolverán a remar para que su país no termine de ahogarse. Este texto es para los que a pesar de las noticias, la sordidez, la burocracia, las promesas incumplidas, los muertos, los vivos, los pobres y los ricos, ya se contagiaron con la enfermedad crónica de la nostalgia.