Como si la mayoría hubiese nacido en una época tan difícil de ignorar, tan imposible de evadir, o como si hubiesen sido educados por la misma madre o los mismos libros, hay varios escritores, periodistas y artistas que envejecieron y murieron con la decencia y la dignidad de Pedro Claver Téllez Téllez: con una suavidad que los hizo ver indefensos y unos modales casi que convertidos en reflejos, agradecieron cada servicio, como el café que les llevaron a sus mesas y que pagaron con lo poco que consiguieron porque se negaron a vender su bien más preciado: la libertad. Y así vivieron: aferrados al afán de contar las historias de los otros y a la idea de que eso podría cambiar mentes. Vivieron una vida de renuncia a la opulencia y de convicción, que para muchos rozó en la pérdida de cordura, en la utopía ridícula.
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Contó Myriam Bautista, en El Tiempo, que Téllez Téllez no tuvo pensión. Que tuvo mecenas. Y que las historias que fue recolectando en memorias usb se las colgó en el cuello con un cordón. Tal vez porque una vez, después de salir de una cabina telefónica, perdió un archivo físico de 12 “bandoleras” que armó durante mucho tiempo. Pudo reconstruir una de ellas, la Sargento Machado, a punta de algunos apuntes que encontró. Y a punta de memoria. Y después esa historia se la vendió al cineasta William González, que la convirtió en una película. Y tal vez ese relato no le haya cambiado la vida a nadie, o tal vez sí, pero salió del anonimato gracias a Téllez, que tuvo que irse del país porque casi lo matan por un reportaje sobre Carlos Ledher.
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Y esa no fue la única vez en la que se le escapó a la muerte, y a una bien violenta. Su papá fue un dirigente liberal en el pueblo de Santander donde nació y pasó sus primeros años de infancia: Jesús María. Y cuando alguien gritó que habían matado a Gaitán, a él y a sus familiares les tocó salir corriendo, así como corrió cuando se escapó del balazo que quisieron darle por lo que escribió sobre Ledher. Y corrieron hasta Bogotá, donde primero vivieron en un garaje con mucho ruido. Y al que llegaron después de que Téllez se mareara y vomitara durante el camino, porque fue un niño “descuajado”, como le contó a Lorena Álvarez Restrepo, quien hizo su tesis sobre la vida del cronista, que soñó con ser ciclista, y que lo logró: compitió con Rubén Darío Gómez, Cochise Rodríguez y Pajarito Buitrago en 1959. Téllez también soñó con ser escritor. Y también lo logró.
Fueron 14 libros los que escribió, entre los que se cuentan La pola, espía patriota, Crónicas de la vida bandolera, Punto de quiebre, Efraín González, Rebelde hasta morir y La hora de los traidores. Le apasionaban las historias sobre la violencia o, mejor, sobre los personajes de la violencia, pero no por la violencia, sino por los efectos en los violentos, o en los que tuvieron que ser violentos, y también en sus víctimas, que, por las circunstancias, pasaron a desafiarla y a sobrevivir gracias al terror que producía. Le apasionaban los detalles de los demás, sus razones para ser lo que fueron.
El ciclismo no fue, pero las letras sí: terminó en Cali y allá consiguió trabajo como profesor, una labor que lo alentó a escribir cuentos. De allí al periodismo, un oficio que desarrolló en la agencia de Periodistas Asociados, el periódico El Bogotano y la revista Cromos.Fue amigo de Víctor Gaviria. Fue su asistente en la producción de la película Sumas y restas. Sobre esa experiencia, Téllez dijo que había sido “su gran laboratorio”. Se mostró agradecido.
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No solo se inmiscuyó con bandoleros, también se interesó por la vida de los esmeralderos, así que se fue seis meses a tomar, jugar billar, comer y trasnochar con uno de ellos, y así fue como escribió El bandido jubilado. Todo esto se lo contó a Marcos Fabián Herrera Muñoz para el periódico virtual Con-Fabulación, quien le preguntó si creía que era el escritor no oficial de las miserias humanas. Él respondió que él siempre estuvo dispuesto a conocerlas y que sabía del riesgo de ser cronista. Que no fue “ajeno a la mierda de este país” y que por eso pudo escribir sobre su realidad.
“Los seres humanos somos una mezcla de ángeles y demonios. Y estas se manifiestan en nosotros en contacto con las épocas y los hechos. Una persona, por sana que sea, puede matar de un momento a otro. Y, a partir de un episodio de esos, convertir su vida en un infierno. Efraín González, que fue uno de los grandes bandidos de todos los tiempos, era rezandero, iba a misa y, en su niñez y juventud, quiso ser cura. Los seres humanos somos un enigma que solo se resuelve en un momento. Borges decía que solo hay un momento en la vida de los hombres en que uno sabe para siempre quién es”, dijo también Téllez en la entrevista citada.
A Téllez le gustaba el campo. Le gustaba tanto, que cuando llegó a Bogotá se encontró con una ciudad insoportable. “Un infierno”, dijo. Pero luego se convirtió en una posibilidad. Porque cada comienzo es un sinfín de posibilidades, escribió un escritor, y así fue como se la pasó en los cafés de la capital, muchos en los que tomó tinto, escribió notas y se frotó la barba mientras habló de lo que encontró en ese campo, de las historias de allá, que terminaron acá, entre los pitos del tráfico y su máquina de escribir o su computador, después de que pasaron los años.
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A Téllez le pasaron los años. Pero hizo, recorrió. Recorrió tanto y se fijó en los detalles. Esos que se le aparecieron después de que una vez, regresando de Marquetalia, le llegaron como un regalo en una droguería: mientras le curaban las heridas por una mula que lo había botado, el boticario le contó que en esa esquina, justo en la puerta de esa droguería, habían matado a Charronegro. Ese muerto era Jacobo Prías Alape, el esposo de la hermana de Tirofijo, que militó en las guerrillas liberales de los años 50. Y esa historia fue el “inicio de una larga pasión por la historia secreta del país”.
Después de muchas escapadas: secuestros, atentados, huidas y caídas de mulas, falleció en una clínica por una falla renal.
Álvarez Restrepo, autora de “Siete veces pedro”, describió su vida como un movimiento, una aventura. Una película muy larga y dolorosamente difícil de editar. “Pedro es esa raza de poetas malditos que está a punto de extinguirse. Pedro es un poco de todo y me evoca todo: el tinto, el agua, la barba, el traje gris, las manos jóvenes, los árboles, las cordilleras, los pájaros, las mujeres, los ángeles, los demonios. Es una persona de partículas, de personalidades, matices, colores”.
Pedro Claver Téllez fue, al parecer, uno de los últimos de su especie. De esos que parecieron educados por la misma madre y los mismos libros.
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