¡Ay, Ramón!, qué rápido pasó el tiempo en aquel café de Barranquilla. Fue en 2014 cuando nos conocimos -seguro no te acuerdas de mí, y está bien, así tiene que ser-. Recuerdo que estaba en quinto semestre de la carrera de periodismo y que tenía que hacer una entrevista acerca de un artista para una clase de redacción. Le pedí a una amiga, de un semestre más avanzado, que me regalara el número de teléfono de Illán Bacca para entrevistarlo. Después de varios días escuchando “sistema correo de voz”, por fin Ramón me contestó. Le comenté sobre mi tarea y aceptó verse conmigo un rato en un café.
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El samario -de alma barranquillera- me habló sobre sus creaciones literarias, sí, porque las preguntas que le hice eran sobre eso. Y aunque de las palabras del autor de Deborah Kruel siempre se aprende, hoy me arrepiento de no haber explorado más su mirada inquieta y desencriptado sus esporádicos silencios. Estoy arrepentida de no haberme aferrado a su aguda intuición y de no deleitarme un poquito más con sus diáfanos despistes.
Pero tengo la fe de encontrarme con Ramón una vez más. Para entonces, deseo que nada interrumpa el nacimiento de una charla y que el tiempo, ese falso compañero, nos deje tranquilos. Espero, solo espero, que su número de teléfono sea el mismo.
¿Cómo surgió ese vínculo con la lectura y la escritura en la infancia?
Era un niño al que le gustaba leer, a pesar de los problemas con la vista. Son de esas cosas paradójicas que suceden en la vida: tenía problemas con los ojos, sin embargo, me gustó leer desde pequeño. Cuando me operaron de la vista, a los cinco años, le pedí a una tía que me contara la historia de El príncipe feliz, un cuento de Oscar Wilde: el príncipe pierde la vista porque un ave le saca los ojos para repartírselos a los pobres. ¡Quedé fascinado con ese cuento!
Después estuve unos dos años en el seminario, pues no había mejores colegios en ese momento en Santa Marta. No estuve allí porque quería ser cura. Allá las lecturas eran obligatorias; libros sanos, por supuesto. Seguí en ese afán de leer, realmente fui un lector. Leo bastante, me gusta leer.
En cuanto a lo de escribir, siempre lo he dicho: empecé escribiendo las cartas en mi casa para pedir plata. Eran cartas que gustaban mucho; se las repartían y las leían entre todos. Les parecían muy divertidas. Pero eso no resultaba porque no me daban más plata. El primer intento fracasó.
¿Qué fue lo que lo motivó a añadirles la sátira, el humor y el misterio a sus textos?
Creo que eso sí ya es algo que sale, es decir, hay gente que escribe serio, es su modo de ser, es su temperamento. El temperamento mío, posiblemente, es un poco de lo que llamo “miradas bizcas”; veo siempre el lado jocoso de la realidad, el lado divertido, ese lado burlón. Con mucha frecuencia es lo que miro, es mi primer punto de vista. A veces la gente no nota el lado serio de lo que estoy diciendo con humor.
Nunca pensó en ser detective o policía en la vida real, porque sabía, quizá, que disfrutaría más inventar historias sobre dichos oficios…
Cuando uno es juez (estudié derecho) de todos modos le toca investigar, sobre todo cuando se es juez de instrucción municipal. Tenía que recabar las primeras pruebas para todo juicio que se tuviera. Uno ahí tiene una labor detectivesca.
Todo lo que tiene que ver con la indagación me ha servido para encontrar un mundo misterioso. Ni yo mismo sé por qué sucede así realmente, pero siempre sucede así.
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Es cierto que usted posee un gusto por el cine y la literatura, pero, ¿se trata de un gusto equilibrado o hay una inclinación?
Escribo, no hago cine, me hubiera gustado hacerlo. En aquella época, alguna vez, pretendí estudiar cine, pero rápidamente me di cuenta de que era imposible. Aquí no había escuelas de cine, me habría tocado ir al exterior y no tenía suficiente plata, no había becas para eso.
Trabajé en el Instituto Colombiano de la Reforma Agraria (Incora) y allí empecé a escribir en un periódico que trataba sobre temas campesinos. Me daban unos trabajos sobre los agrónomos y el cultivo de la ipecacuana en Manatí, después me tocaba leer todo eso y volverlo periodístico. Tenía que leer toda esa cosa llena de gráficos y de palabras muy técnicas. Así fue como empecé a escribir, a hacer periodismo. Más adelante, cuando estuve haciendo un suplemento literario en Barranquilla, de 1973 a 1979, empecé a escribir cuentos y me di cuenta de que había hallado mi camino.
¿Qué significó ser parte del “Diario del Caribe”? ¿En su columna “Toque de conticinio” sentía esa misma libertad con la que concibe sus relatos literarios y libros?
La columna fue muy libre, no tuve ninguna censura. La verdad es que no escribo sobre la política, el deporte o sobre cosas cívicas, escribo sobre temáticas culturales, donde hay menos tropiezos en materia de las opiniones (aunque en el Diario del Caribe de vez en cuando había ciertos desacuerdos).
En mis libros es donde tengo plena libertad, puedo escribir lo que quiera, además no tengo que estar apegado a la historia ni a un hecho veraz; uno se inventa lo que uno quiera en la literatura. También he escrito crónicas: he escrito sobre cómo se ha desenvuelto la literatura en Barranquilla, pero en ese ámbito tiene uno que ajustarse al hecho cierto. Fui un buen investigador y buscaba los datos para que lo que estuviera diciendo sobre la literatura en Barranquilla se sintiera verdadero. Creo que ha sido una de las mejores cosas que he hecho.
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Usted redactó un breviario titulado De cómo no he conocido a Gabo, en el 2004, y resulta que en el 2006 tuvo un encuentro con García Márquez. ¿Cómo fue tal episodio? ¿Le contó a él sobre este breviario?
La verdad es que hacía mucho tiempo quería conocerlo, porque era gran amigo de Germán Vargas, que formaba parte del Grupo de Barranquilla. Y cuando llegaba Gabo, Germán me decía: “No puede atenderte”. Así pasaron varios años. Recuerdo que alguna vez me había dicho mi amigo José Rafael Hernández: “No te afanes por conocer a alguien que nunca llegará a ser tu amigo”, una frase muy inteligente.
Había perdido la esperanza, por eso mandé el artículo De cómo no he conocido a Gabo a El Malpensante, y lo publicaron. Dos años después, en un evento que organizó Alberto Abello Vives en Cartagena, conocí a Gabo. Jaime Abello Banfi le dijo a García Márquez: “Mira, este señor escribió un artículo sobre ti, dijo que no te había conocido”. Al pasar un rato, Gabo me dio un golpecito amistoso mientras me decía: “Bueno, ya te jodiste, ya me conociste”. Nos sentamos y conversamos acerca de la vida cotidiana y dejamos a un lado el tema de la literatura.
¿Cómo nació Deborah Kruel?
A mí me llama mucho la atención la Segunda Guerra Mundial, y este tema no se ha explotado casi en la literatura colombiana. En el interior del país no se tuvo nunca la vivencia, mientras que aquí en el Caribe colombiano, aunque muy esporádicamente, sí se sintió un poco la barbarie. En Santa Marta veíamos los dirigibles que salían del Canal de Panamá hasta La Guajira tratando de divisar la sombra de los submarinos para llamar a aviones que los bombardearan. En Riohacha hubo un combate entre submarinos nazis contra buques aliados.
Escribí esta novela pensando un poco en la Segunda Guerra Mundial. El pretexto para ello fue una mujer de costumbres adelantadas a su época. Ella se bronceaba. En esa época las mujeres tenían que ser pálidas, no debían asolearse nunca, ellas no iban al mar. Sin embargo, esta mujer marcaba la diferencia: pasaba por el palacio episcopal en bata de baño. Al obispo le daba un ataque cada vez que la veía y la gente en Santa Marta le ponía apodos. Me acordé mucho de ese personaje, recordé mi infancia, lo recordaba como insólito. Pero una novela sobre un personaje que se asoleaba no era un tema tan interesante, así que tuve que agregarle la complejidad de la Segunda Guerra Mundial y las crisis que evidenciaron las familias adineradas.
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En Deborah Kruel, la tía Dorita es una fusión de sus cinco tías. ¿Cómo logró tal hazaña?
¡Poniéndole las expresiones que les escuchaba decir a mis tías en la vida real!
¿El verdadero éxito es ganar un premio o que los lectores afirmen que usted le ha aportado bastante a la literatura de la región Caribe colombiana? ¿Qué lo gratifica más?
En el momento en el que me estaban dando el Premio Nacional Simón Bolívar tenía un dolor de muelas, así que no tuve la oportunidad de disfrutarlo; lo que quería era ir al dentista. Fue un bello momento, lo fue, pero no me lo gocé como quería.
Me gusta la opinión del lector. Ganando o no ganando premios, lo único que quiere un escritor es tener lectores y que se comente lo que escribe, que surjan conversaciones. La relación escritor-lector es la que realmente me gratifica.