El Magazín Cultural

Receta para hacer una sala de cine en un tiempo récord

Potocine. Así se denomina la sala de cine y vídeo comunitario de la organización cultural Ojo al Sancocho.

Óscar Emilio Bustos B
08 de junio de 2017 - 04:46 p. m.
Sala de cine independiente. / Colectivo Arquitectura Expandida
Sala de cine independiente. / Colectivo Arquitectura Expandida

“Recuerden que las cosas de este mundo, desde los trasplantes de

corazón hasta los cuartetos de Beethoven, existieron en la mente de

sus creadores antes de que se convirtieran en realidad”. 

Gabriel García Márquez.

 

Para hacer una sala de cine con capacidad para ochenta asistentes se necesita que diez personas la sueñen durante nueve años; que la imaginen de todas las formas, con vistas frontal, lateral y superior; e incluso que cerrando los dedos índice y pulgar, y acercando el cuadro al ojo, le puedan hacer planos picado y contrapicado, unas veces en pleno día, con las casitas de Ciudad Bolívar de fondo, y otras en contraste con una luna llena en una noche de octubre; se requiere despertarse en pleno sueño, como de una pesadilla, cuando se cae abruptamente de su techo en construcción, porque tal vez un tornillo quedó mal  ajustado, un tornillo que nos duele y nos incomoda como una piedra en la almohada.

Para hacer una sala de cine hay que agregar cien cañas de guadua, que serán cortadas a la altura del canuto, en varios trozos de todos los tamaños, por chicos y chicas que no pasen de los diecisiete años y que sean músicos al ritmo del hip hop, o activistas de la Casa Cultural Airu Bain y la Escuela Ambiental, y que tarareen sus versos mientras deslizan la cuchilla para un corte certero. Entre tanto, otro grupo habrá desarmado la primera caseta prefabricada que fue escenario de la primera clase del primer curso que tuvo el ICES (Instituto Cerros del Sur, en cuyo terreno se construyó la sala de cine) por allá en 1983, cuando el viento no bufaba como hoy en los patios del colegio, sino que estremecía con ímpetus bíblicos, como si la loma de Potosí fuera un volcán dormido que despertara, cuando en realidad era la fuerza del coraje y de la solidaridad de la gente que lo habita la que se estaba manifestando.

También, imaginarla 999 veces el día de su estreno, con la proyección de un documental en el que se sientan reconocidos los vecinos del entorno, que entonces estallan en aplausos que suenan como los triquitraques de un cohete lanzado a esa luna llena; verla tan pronto ponemos la cabeza en la cabecera de la cama, única imagen onírica, visitada por directores, productores, guionistas, sonidistas y luminotécnicos formados en Ciudad Bolívar, pero también procedentes del País Vasco, Madrid, Paris, Berlín, La Paz, Quito, Río de Janeiro, Los Ángeles o Sao Paulo, o Caracas, La Habana, Lima, Buenos Aires o Montevideo; visualizar a esos visitantes en el sueño con trajes de verano, cuando aquí hace un frío que cala hasta los huesos y el viento da vueltas en redondo como ventarrones que juegan a las escondidas y chiflan de contento; ver en el sueño a esos extranjeros –que fueron invitados como talleristas del video comunitario-, respondiendo con sonrisas los saludos siempre respetuosos, aunque con una risita de fondo. Esa risita es el orgullo de tenerlos en esta loma, así sea en sueños. Verlos a ellos, y a los demás colaboradores voluntarios, entre las sombras de un sol de mediodía, en una mañana esplendorosa, haciendo una fila para recibir de manos de Yaneth, Angie o Carolina el sancocho del día, con un arroz que tal vez no secó lo suficiente y un trozo de aguacate que rememora la tierra caliente de Colombia, como si los aguacates siempre estuvieran en cosecha.

Se necesita,  además, que desde la mañana de un sábado de marzo de 2016, a punta de picas y machetes, varios jóvenes desbrocen el terreno y, sembrando luego las primeras guaduas, la salita se levante cada día a razón de tres sueños por minuto, izándose como la arboladura de un barco que desde lejos se vea anclado en la parte más alta de la loma. Desde allí, solo será necesario dejar rodar la mirada, como quien echa una piedra cuesta abajo, para descubrir el mar de piedras y ladrillos que es la ciudad de día, como un infinito mapa cuadriculado, y de noche como otro mar de estrellas titilantes. Esa distancia de la ciudad también será inspiradora, pues alguien puede pensar que así como fuimos capaces de soñar una sala de exhibición de nuestras propias películas, seremos capaces de defenderla y de mantenerla libre de cánones y reglas, libre como el viento que no deja de soplar en Potosí.

Para hacer una sala de cine se necesitan veinticuatro sancochos, cocinados en una olla grande, honda como un aljibe, puesta sobre un fogón de piedras en un terreno inclinado a 45 grados, al lado de un árbol mediano de eucalipto, en cuyas ramas más bajas los voluntarios cuelgan los bolsos, las chaquetas y los sacos de lana; mientras  la mamá de Yaneth, Rubialba Betancur, Carolina Dorado o la misma Yaneth bautizan la olla con cilantro, apio, cebolla, ajo y sal al gusto, y luego echan las papas, las yucas, las ahuyamas, las arracachas y los plátanos, y al lado hierve otra olleta mediana con agua de panela, lista para echarle el café. El pollo se echa después, cuando la olla mayor comience a expeler los primeros efluvios.

Para hacer una sala de cine se necesita que don Reynaldo o don Miguel, o Julio, los eternos guardianes del colegio ICES, alimenten el fogón con los desechos del cuarto de San Alejo, puertas de maderas viejas, ventanas obsoletas, pupitres ya inservibles, viejos trabajos escolares de cartón, canastos rancios y palos que no tuvieron mejor suerte.

Para hacer una sala de cine se necesita que el profesor Evaristo Bernate se levante eufórico y ponga en práctica todo el carisma de que es capaz, dé órdenes inapelables, organice a su gente y sea él quien vaya hasta el micrófono a proyectar su poderosa voz por el altoparlante, que será escuchada en cada uno de los hogares del barrio Potosí, tal como habitualmente lo hacía antes de que lo asesinaran en 1991. Pero como su memoria está vivita y coleando después de veinticinco años de haber sido asesinado, y la gente todavía lo recuerda con un proyector de 16 mm al hombro, serán los profesores Mauricio, Héctor o Leonidas, sus compañeros y los sucesores de su obra, quienes anuncien el sancocho y hagan la convocatoria por el altoparlante.

Para hacer una sala de cine en un tiempo record de cuatro meses, en la parte más alta de la localidad de Ciudad Bolívar, se necesita ubicarla en el radio de una circunferencia trazada alrededor del Árbol del Ahorcado –hoy, el más emblemático símbolo de paz de esta localidad-, con el reguero de luces de la ciudad allá abajo, titilando en la noche, como si las estrellas del cielo se hubieran precipitado en un gran hueco. La salita estará situada muy cerca de la memoria más antigua y más vigente de la localidad –memoria de luchas, reivindicaciones y reclamos colectivos-, para que las voces de los vivos recuerden a sus muertos y reclamen justicia a sus vidas, que fueron arrebatadas por los violentos.

Para hacer una sala de cine se necesita que doña Dora escuche a los profes Héctor, Mauricio o Leonidas por el altoparlante, se traslade inmediatamente a 1983, como si entrara en un trance, crea que es Evaristo quien está convocando a la comunidad y acuda al colegio ICES, presta a unirse al grupo de colaboradores voluntarios y a ponerse a las órdenes del responsable, sean Viviana con su abrazo abierto, o Ana con su voz de trueno, o cualquiera otro de Arquitectura Expandida, que le dan la pintura y una brocha para que pinte, o un villamarquín para que taladre, o le piden que traiga de la antigua ludoteca una broca Dremel 692, como si ella fuera diestra en todo; pero luego se sorprende de que hizo todo lo que le pidieron y de que aún le queden fuerzas para que en los ratos de descanso saque todo su ímpetu y cante a voz en cuello sus bambucos y guabinas, tal como lo ha hecho siempre y como lo hacía en vida del finado Evaristo.

Para hacer una sala de cine se necesita que el equipo de Arquitectura Expandida llegue a Potosí a las nueve de la mañana y regrese al centro de Bogotá a las doce de la noche, después de una extenuante pero satisfactoria jornada en la que hombres y mujeres jóvenes de España, Francia, Brasil y Colombia, y algunos pasantes de programas de comunicación de las universidades bogotanas, siempre alegres y entusiastas, repartan herramientas con abrazos y sonrisas (¡así quién puede negarse!), diseñen, construyan, metan fuerza al trabajo y a ratos se detengan un instante y sean conscientes de que están viendo elevarse los sueños de la gente que están bien cimentados.

En el sueño aparecerá y desaparecerá como un fantasma la figura robusta de Luz Marina Ramírez, quien ha llegado a la loma montada en una bicicleta de carreras y ha sacado de la caramañola que aparece en sus manos cientos de fotografías en blanco y negro, fotos que serán arrebatadas por el viento brioso que sopla en Potosí  y que las arma como un rompecabezas en el cielo del barrio para que aparezca la historia local, con voz en off incluida, que dice:  “Desde que el barrio era solo potreros…”, “Desde que llegó el M-19 a fundar Santo Domingo…”, “Desde que el primer muerto cayó una noche cuando fue señalado por una luz roja que lanzaban los militares que estaban instalados en la loma del otro lado…”.

En el sueño colectivo que todos sueñan a la vez, los niños siempre estarán cantando, o haciendo artesanías fotográficas con sus manos en los talleres de otra soñada y realizada Escuela Popular de Cine, o actuando como jinetes en sus caballos de palo, o haciendo de mafiosos que lucen gafas oscuras y trajes a rayas, y que se meten sinuosas las manos en la pretina detrás del pantalón, de donde extraen grandes pistolas de agua que al disparar explotan en lluvias de papeletas de colores, mientras estallan en risas de verdad.

Se verá entonces que en el mismo sitio donde el profesor Evaristo proyectó la primera película en 16 mm (que pudo ser un documental de Carlos Álvarez), se levanta hoy la salita de cine, igual como ayer los vecinos levantaron la primera iglesia, ya no para adorar a los ídolos del celuloide sino para dialogar con ellos, para aterrizarlos y para que nos aterricen, o los aterroricemos con nuestros dramas audiovisuales, mientras atesoramos nuestras mejores historias de terror y de esperanza.

Entonces, a pesar de ese viento frío de las tardes, que ya hemos dicho que aquí es una presencia ineludible, se sentirá el calorcito que da la satisfacción de haber aportado un granito de arena en la construcción de algo que fue un sueño, un simple sueño, inasible como todos los sueños, hasta verlo convertido en una realidad palpable, que nos trascenderá por lo menos durante la próxima generación.

Y cuando la salita se haya hecho una realidad y sea lo que hoy estamos viendo y sintiendo con toda nuestra piel; y al cabo de nueve años de soñarla lleguen de verdad las diecisiete delegaciones internacionales de jóvenes que son como nosotros, pues se parecen a todos los mestizos colombianos, jóvenes de todos los colores y todos los matices de voz, expresándose y haciéndose entender en sus lenguas, que al cabo de oírlos durante varios días ya no nos suenan tan extrañas, comprobando que no era cierta la confusión de lenguas al construir la torre de Babel; y veamos que en realidad esos jóvenes extranjeros se sientan en las sillas de lona, al lado de los estudiantes de nuestra Escuela Popular de Cine; y todos se sientan como dentro de una cápsula viajera, disfrutando de los videos, cortos y pelis del cine y video comunitario, al lado de otros jóvenes colombianos Wayuu (Guajira), y de otros originarios de Montes de María (Bolívar), Libertad (Cesar), San Basilio de Palenque (Bolívar), Buenaventura y Cali (Valle), Belén de los Andaquíes y Ríonegro (Caquetá); y al cabo de muchas conversaciones, antes y después de los sancochos, ellos regresen a sus territorios contagiados del sueño de construir en sus países y en sus localidades salas como ésta, para seguir soñando en la producción continental de narrativas audiovisuales propias y en una red que nos permita vernos como hermanos de una patria grande, compartiendo alegrías, esperanzas y oportunidades, entonces habremos construido de verdad una sala de cine.

 

Por Óscar Emilio Bustos B

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar