El Magazín Cultural

Ser mujer y participar en una guerra del siglo XIX: ¿desacato o sumisión?

Entre 1839 y 1841 se libró la primera guerra civil tras la disolución de la Gran Colombia, más conocida como la guerra de los Supremos. En las tropas oficiales, en Antioquia, se distinguió María Martínez de Nisser, vencedora y condecorada. En los ejércitos rebeldes, en Cauca, María Manuela Daza, procesada por rebelión. Las mujeres que batallaron en una guerra que las excluía

Cindy Bautista
14 de julio de 2019 - 04:00 p. m.
María Martínez de Nisser nació en Sonsón (Antioquia) en 1812.  / Archivo partícular
María Martínez de Nisser nació en Sonsón (Antioquia) en 1812. / Archivo partícular

En enero de 1841, María Martínez de Nisser escribió en su diario: “¿quién no desea el bien de su patria y quién no solamente aspira al exterminio de los males, sino que también contribuye gustosamente en todo lo que está a su alcance?”. En ese momento llevaba cuatro meses narrando los levantamientos políticos que asediaban a la provincia de Antioquia. Al final, transgrediendo el orden social establecido, se embarcó en uno de los pelotones del gobierno.

A kilómetros de distancia, en la provincia del Cauca, María Manuela Daza colaboró con las huestes rebeldes en la guerra de Los Supremos que había estallado en la región dos años antes. Daza no solo dio refugio a los insurrectos, sino que se enamoró de uno de los líderes de la facción rebelde. Por esta razón terminó acusada de complicidad en la rebelión y obligada a marcharse del Cauca, uno de los ejes geográficos de la confrontación. 

Desde frentes distintos, ambas mujeres se atrevieron a luchar por sus ideales e intervinieron directamente en el desarrollo de la guerra. Aunque figuras masculinas como Pedro Alcántara Herrán, Tomás Cipriano de Mosquera o José María Obando sobresalieron durante las hostilidades, eso no significa que las mujeres no concurrieran a ella desde los campos de batalla, la escritura o la plaza pública, rompiendo el hábito común de la dedicación exclusiva a los hogares.

Convendría comenzar por el tiempo que ellas habitaban. María Teresa Uribe y Liliana López explican en Las palabras de la guerra que los enfrentamientos empezaron, en apariencia, por una ley que ordenaba cerrar cuatro conventos en Pasto. Sin embargo, esto solo fue una reiteración legal, la ley existía desde 1821. Realmente lo que exacerbó las molestias de las élites regionales y los sectores populares fue que al cerrar los conventos se quedaban sin la asistencia económica y sanitaria que les brindaban.

Cuando estalló la guerra gobernaba José Ignacio de Márquez y sus decisiones empezaron a ser refutadas por sus opositores y derrotados en las urnas, José María Obando y Vicente Azuero. Como lo recalca Fernán González en su obra Partidos, guerras e iglesia en la construcción del Estado-nación, las decisiones del gobierno desconocieron la intermediación que ejercían los poderes locales y los líderes regionales terminaron declarándose “jefes supremos”.

En Antioquia prevaleció el interés por declarar la separación del gobierno de Santa Fe, y quienes dirigieron la insurrección pertenecían a sectores populares o estudiantiles liderados por personajes de las élites sociales y económicas. En contraste, en el Cauca intervinieron los indígenas y los afrodescendientes, respaldando a los sectores adinerados. En común, también incidió la profunda crisis económica originada desde la guerra de la independencia.

 La heroína de Salamina

María Martínez de Nisser nació en Sonsón (Antioquia) en 1812. Su padre era pedagogo y se encargó de su educación. Sus progresos fueron tan notorios que, a los 13 años, comenzó a dirigir una escuela femenina. Además, su familia pertenecía a la élite provincial y, por supuesto, apoyaba al gobierno. Según Asunción Lavrin, en Spanish American Women 1790-1850, creía que simpatizando con el “orden social” era garantía de una vida pacífica.

Hacia octubre de 1840, cuando se produjo el levantamiento de Salvador Córdova en Medellín, Martínez de Nisser escribió en su diario: “Si me pongo a reflexionar sobre la conducta de Córdova y sobre los motivos que ha tenido para armarse contra el poder actual, el poder que es legítimo, (...) digo que ingratitud más grande no se verá nunca en el mundo, pues se le pudiera perdonar si se quedaba en inactitud contra o a favor de un gobierno; (...) pero ¡haciéndose cabecilla para destruirlo..!”.

Ella tenía un agudo sentido patriótico, al que se sumó el hecho de que su esposo, el topógrafo y comerciante Pedro Nisser fue puesto preso por los rebeldes. Aunque la autora Carolina Alzate recalca que, “a pesar de que su esposo ronda el relato”, no la movieron sentimientos personales. Lo cierto es que, en contravía a los protocolos de la época, en 1841 se enroló en las tropas gobiernistas y anotó en su diario: “no hay vida que yo no expusiera, por ver restablecido el orden público. (...) mi familia se opone a que yo tome las armas”.

Sin embargo, a finales de abril de 1841, junto a sus hermanos, María Martínez engrosó las huestes oficiales que orientaba el mayor Braulio Henao. Además, su decisión pasó por la aprobación de sus padres, que le reconocieron que su resolución era “heroica y virtuosa”, así no quedara resguardardada del peligro. El momento cumbre llegó a las pocas semanas, cuando intervino directamente en la guerra de Salamina que terminó con la victoria.

Después del reencuentro con su esposo Pedro Nisser que fue liberado, la gesta de María Martínez fue objeto de múltiples homenajes y recibimientos hasta el ingreso triunfal de las tropas del gobierno a Medellín. Cuando terminó la guerra, siguieron los homenajes y, a través de una ley de 1841, fue exaltada como “vencedora de Salamina”. Eso sí, no faltaron los detractores que calificaron de repulsivo su comportamiento y exageradas las condecoraciones.

Al margen de los aplausos o de los ataques, ella aportó su testimonio, convirtiéndose en una de las primeras escritoras e historiadoras del siglo XIX. En su obra, Diario de los sucesos de la Revolución en la Provincia de Antioquia en los años de 1840-1841, así explicó su decisión: “(...) atenderé desde ahora, con algún cuidado, los sucesos de la facción, cuyo desenlace espero sea protegido por la providencia, que dará amparo a la causa justa, que he abrazado, con el gran sentimiento de que, como débil mujer, poca esperanza tengo de poder desplegar mis ardientes deseos por el bien de mi desgraciada patria”.

Al autocalificarse como “débil mujer”, no menoscabó su condición. Por el contrario, de acuerdo con Flor Rodríguez Arenas, lo escribió porque sabía que, para no ser censurada, debía narrar con cierto recato y distanciamiento. En palabras de Rodríguez: “estructuró el mensaje aprovechando no solo figuras de distancia enunciativa, sino recursos gramaticales con función moderadora que la lengua le ofrecía para suavizar el contenido de lo enunciado y restar fuerza a sus propios actos sociales (...)”.

En otro apartado del ensayo Mujeres, tradición y novela en el siglo XIX, Rodríguez recalca que: “[esas] estrategias le permitieron hacer entender lo que no dijo o dejar abierta la posibilidad de retractarse de lo afirmado”. Las palabras de María Martínez de Nisser quedaron también como una táctica de defensa: “soy mujer, pero tengo firmeza, (...) y las ideas que alimentaron mi patriotismo no han variado, y si mi presencia y mi ejemplo pueden alcanzar algún fruto, es hoy, y es en estos precisos momentos que espero alcanzarlo”.

En las filas rebeldes

María Manuela Daza fue hija de Fermín Daza y Lucía Galíndez, una pareja de afrodescendientes proveniente del Valle del Patía. Cuando Fermín Daza murió en 1819, Lucía Galíndez se encargó de los prósperos negocios de la familia y logró triplicar la fortuna. De acuerdo con Luis Ervin Prado en su texto«Seductoras», «corruptoras» y «desmoralizantes. Las representaciones sobre las mujeres rebeldes, eso la llevó a relacionarse con figuras prestigiosas de la región.

“Sin embargo, Lucía Galíndez nunca logró capitalizar su riqueza en capital político, a pesar de contar con todas las condiciones estructurales, pues su condición de mujer indudablemente se lo impidió”, advierte Luis Ervin Prado. Tiempo después cuando Manuela Daza y sus cinco hermanos recibieron la herencia de sus padres, el encargado de administrarla fue Manuel Vargas, quien lideraba una parte de los rebeldes durante la guerra de Los Supremos.

Existen indicios de que María Manuela Daza y Manuel Vargas, además de compartir filiación política, mantuvieron un amorío. En casa de Manuela Daza, durante un allanamiento militar fue encontrado Domingo Gil, un esclavo rebelde, que confesó haber visto a otros dos oficiales sediciosos hospedados en el mismo lugar. En 1841, cuando empezaron los juicios después de la guerra, entre los procesados por rebelión estuvo María Manuela Daza.

El autor Luis Ervin Prado resalta que muchas mujeres fueron expulsadas de sus regiones sin recibir juicio. Las que intervinieron en política en el bando de los insurrectos recibieron duras condenas. En la mayoría de los casos, quienes las sancionaron argumentaron “una supuesta capacidad de corromper y desmoralizar a la población”. Se trató de una táctica propagada desde tiempo atrás, aunque resultó idónea para los líderes oficialistas en 1841.

De acuerdo con Luis Ervin Prado, el ejemplo claro fue la actitud asumida por el jefe gobiernista Tomás Cipriano de Mosquera cuando reportó una lista nominal de mujeres que fueron calificadas como “perjudicialísimas”, y agregó que, “por su conducta política, debían salir de esta ciudad dentro de 24 horas, por convenir así a la conservación del orden y el buen éxito para las operaciones que debían comprender”.

Uno de los asuntos que fue considerado reprochable fue la práctica de hacer comentarios sobre la guerra, es decir, se restringió que las mujeres compartieran algún rumor o juicio, al considerarlo nocivo para la estabilidad de los soldados. En particular, quedaron registros de los casos de María Manuela Quijano y Ana María Bueno, quienes fueron enjuiciadas por “chisperas”, lo que en lenguaje de la época significaba mujeres que difundían “chispas” o rumores.

Aunque no existieron casos de fusilamiento, pocas veces las mujeres fueron indultadas. Incluso, en ocasiones, lo paradójico era que “sus esposos habían luchado a favor de los rebeldes en 1841 y (sí) habían sido indultados por el gobierno” señala Prado. En tal sentido, se refuerza la intención de vetar la participación de las mujeres en escenarios públicos y políticos. Se prefería que estuvieran al servicio del hogar y la familia, exaltando la función materna en la formación de futuros ciudadanos.

Esta fue la vida de Martínez de Nisser y Manuela Daza. Ellas asumieron frentes distintos de batallas en el siglo XIX. Subvertir los códigos de la participación femenina a través de una profunda devoción por el orden institucional, llevó a Martínez de Nisser a abrirse un camino en las huestes oficialistas. Combatir contra los preceptos institucionales, en cambio, le acarreó a Manuela Daza duros castigos.

Por Cindy Bautista

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