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Tic-tac (Cuentos de sábado en la tarde)

Esto de ser un fantasma es nuevo para mí. No sé cómo narrarlo porque no sé cómo se comunican los fantasmas. Para ser uno verdadero, reconocido por la Asociación Interespectral de Fantasmas (AIF), quizás lo primero que deba aprender sea que los fantasmas no hablamos. Pienso, y pienso sintácticamente, pero ya no tengo aparato fonatorio; además, habito en el vacío, donde no se pueden propagar las ondas sonoras.

Hernando Escobar
22 de enero de 2022 - 08:56 p. m.
"La carta más difícil de redactar es la que debo dejarle a mi exnovio. Aunque han pasado cuatro años, es tan egocéntrico que asumirá que me mato por él, por nuestra ruptura. Le escribo que no, que ese hilo se cortó con la precisión de una espada antigua, que no hay rencores, que me alegra que le vaya bien (y me es indiferente si le va mal, pero esto no lo escribo) y que no me mato un domingo para arruinarle su concierto, sino porque odio los domingos".
"La carta más difícil de redactar es la que debo dejarle a mi exnovio. Aunque han pasado cuatro años, es tan egocéntrico que asumirá que me mato por él, por nuestra ruptura. Le escribo que no, que ese hilo se cortó con la precisión de una espada antigua, que no hay rencores, que me alegra que le vaya bien (y me es indiferente si le va mal, pero esto no lo escribo) y que no me mato un domingo para arruinarle su concierto, sino porque odio los domingos".
Foto: Hernando Escobar

Como esto es nuevo para mí, asumo que pronto se me notificará cuál es el modo fantasmalmente aceptado de ser uno de nosotros. Es fácil suponer que la primera regla sea dejar de recordar y, tal vez, con los recuerdos, se vayan disipando el deseo de comunicarlos y el impulso de pensar. Ahora se me ocurre otra cosa: de pronto soy un fantasma precisamente porque pienso y dudo, y dejar de hacerlo es lo que realmente significa descansar en paz. Por ahora, no hay remedio: dudo y pienso en el ritual que me ha convertido en fantasma.

5.35 Despierto sin que suene la alarma; 5:45 le pongo la comida a Miaulena –ella lo agradece con un maullido suave que parece una pregunta–; 5.50 pico papaya y melón; 5.55 pongo a calentar agua para el té; 5.58 frito un huevo; 6.05 desayuno; 6.30 llamo a mi madre, que invariablemente me habla de dinero, o de sus dolencias, o de las dos cosas, invariablemente no escucha que me estoy despidiendo, invariablemente tengo que colgarle con un poco de hastío; 6.55 me baño; 7.20 respondo correos del trabajo.

Esto es todos los días, también los domingos. Pero los domingos introduzco algunos cambios: 5.45 le pongo comida para tres días a la gata y le cambio la arena; 7.05 me esmero en el arreglo personal; 7.50 me siento en el estudio a escribir a mano una carta que he redactado mentalmente la noche anterior; 8.25 me encierro en mi cuarto; 8.28 agito el frasco de pastillas; 8.30 activo el temporizador de la cámara, le conecto el obturador a distancia y la apunto hacia la cama; 8.32 me tiro en ella; 8.34 vacío el frasco en mi boca     –unas cuantas pastillas deben rodar por camisa y sábanas–; 8.36 dejo caer mi brazo a un costado y suelto el frasco con unas pocas pastillas sobrantes; 8.37 oprimo el obturador        –tengo cinco segundos para cerrar los ojos y dejarme morir: 5, 4, 3, 2, 1, clic–; 8.43 quedo en coma y muero.

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En la carta de hoy le digo a mi madre que no se aflija, que no siempre los hijos entierran a los padres y que por favor consuele al resto de la familia. Le digo otras cosas, que no son sino argumentos en torno a esas tres ideas.

Soy un fantasma no reconocido por la AIF, huérfano de cofradía fantasmal, sujeto paciente de las burocracias celestepurgatorioinfernales que determinarán mi lugar en el más allá –si no es que mi lugar definitivo será este «ni aquí ni allá»–. Entre tanto, a falta de instrucciones para no pensar y no dudar, dudo, pienso y, además, recuerdo e imagino. Me dedico a contemplar mi velorio, lleno de rezos porque, aunque soy ateo, el cuerpo le pertenece a la familia. Hay tres fotos ampliadas a tamaño carta distribuidas por la sala: en una tengo 4 años, poso sentado en la silla del peinador como un señorito del siglo xix, visto un traje color zapote, con pantalón corto y una camisa en la que los encajes se abren en mi pecho como lechuga crespa; en la segunda tengo 11 años, sostengo la medalla de mejor estudiante de primaria; en la tercera, el diploma de ingeniero. Hay otra foto, nueve veces más grande que las demás, gobernando el salón: soy un bebé que apenas se sostiene sentado y tiene la raíz de la mirada familiar, sin nada propio en ella aún. Hay llantos, hay tintos, hay miradas, hay silencios, hay amigos que salen a reírse, a llorar, a conversar, a decirse que mejor después se cuentan los detalles y a lamentarse por no verse con más frecuencia. Sobre todo, hay llantos y hay tintos.

Despierto, puntualmente, sin que suene la alarma, todos los días siguientes hasta que vuelve a ser domingo. Hoy la gran novedad es el tremendo aguacero. Las canales han de haberse rebosado; el agua se filtra y resbala por un muro del estudio. Me toca alejar las bibliotecas del muro. La jornada se retrasa 43 minutos.

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La carta más difícil de redactar es la que debo dejarle a mi exnovio. Aunque han pasado cuatro años, es tan egocéntrico que asumirá que me mato por él, por nuestra ruptura. Le escribo que no, que ese hilo se cortó con la precisión de una espada antigua, que no hay rencores, que me alegra que le vaya bien (y me es indiferente si le va mal, pero esto no lo escribo) y que no me mato un domingo para arruinarle su concierto, sino porque odio los domingos. Debo cuidar las palabras, imaginarme sus interpretaciones ricardocentristas y asegurarme de que quede explícita su inaplicabilidad. La redacción debe ser precisa, como en un documento legal, blindado contra ricardoleguleyadas. En esa tarea me retraso otra media hora. Baño, arena, carta, encierro, cámara, cama, frasco de píldoras, pose dramática, foto, quedo en coma y, con una hora y trece minutos de retraso, muero.

Soy un fantasma. Hoy me llega un mensaje telepático. De la AIF, asumo. Que «ya casi», susurra el mensaje, que no me preocupe, en tanto «lo que tiene la eternidad es justamente que no importa el tiempo». Me siento extrañamente menos huérfano y más esperanzado. Con más coraje para afrontar la vida de fantasma. Mientras llega el momento, me dedico a espiar a mi ex. Cuando salíamos había un hombre que siempre le mandaba flores. Un hombre de maneras excesivamente afectadas para el gusto de Ricardo, que no tolera las plumas, ni siquiera las suyas. Hoy no veo flores en su camerino. Se ve cansado. Los integrantes del coro seguramente han decidido destinar el domingo a sus familias. No tardará en abrir Grindr y buscar plan para esta tarde. No le bastará un polvo; buscará una cita que le permita brillar, cantar un fragmento, ver cómo se deslumbra su acompañante, así sea solo para ser él, Ricardo, el que le diga que no busca una relación. No abre Grindr. Mira el reloj –eso teníamos en común–. Pronostico que esperará que sean las y quince, las y treinta, las y cuarentaicinco o la hora en punto para levantarse. Exactamente cuando la manecilla marque una raya más larga que las otras, se activará el resorte que lo lance a la siguiente actividad. No atino. Hoy no. Solamente se queda tirado en el sofá, con la mirada perdida. Me dan ganas de estar vivo, aunque sea un ratico, para pedirle que cante para mí, y verle ese brillo narcisista en los ojos que lo hace verse tan bello.

Despierto, puntualmente, sin que suene la alarma, todos los días siguientes hasta que, de nuevo, llega el domingo. Hoy la única novedad es que recibo el audio de un amigo. A veces canta canciones y me las envía. Me dice que esta la podríamos cantar a dúo en el próximo karaoke. Le respondo que su voz suena cada vez mejor y que me gusta el plan. Ni siquiera pienso en la voz de mi ex, sino hasta un rato después. Me gusta la falta de pretensiones de la voz de mi amigo: pequeña, dulce, imperfecta. Tenemos que cuadrar cuándo, le digo. El resto es igual: baño, arena, carta, encierro, cámara, cama, frasco de pastillas, pose dramática, foto, estado de coma y muero. Todo a tiempo.

La carta de hoy está sobre las de domingos anteriores –mi madre, mi padre, mi exnovio, mi exjefa, mis hermanos, mis amigos.

Querida Miaulena:

Perdón por cerrar la puerta. No ha sido por desconfianza. No me importaría que le dieras unos cuántos mordiscos a mi cadáver, así, aunque yo deje de ser, seguiría siendo a través de la «voluntad de vivir» que me haría inmortal por el tiempo que tú vivas. Nada mejor que hacerme parte de ti: mis átomos devendrían en átomos de gata. Quede claro: no te dejo afuera porque dude de tu lealtad o por temor a tu apetito; lo hago porque tal vez mi madre no lo tomaría bien si cedieras al hambre. Qué mejor final que ser tu alimento; pero para ella, que seguramente será quien encuentre mi cadáver, sería intolerable la visión. Cuando no la llame mañana ni pasado mañana, tomará la decisión de venir, y tu maullido, que parece una pregunta, llamándome desde el otro lado de la puerta, le hará sentir compasión por ti. Te dará una buena vida, mi adorada Miaulena. Y lo que quede de mí en ti —en el nivel espiritual y no en el digestivo— le dará consuelo a mi madre.

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Soy un fantasma, un fantasma ya en el radar de la Asociación Interespectral de Fantasmas (AIF), a la espera de algún carné o algún código o algún uniforme. Telepáticamente me confirman que la clave es dejar de pensar, dudar y recordar. Yo me propongo intentarlo, pero antes quiero echar un último vistazo. Me dedico a contemplar a mi gata. Levanta las orejas cuando el frasco de pastillas cae al suelo, luego sigue comiendo. Ya está habituada a la puerta cerrada. Cada tanto olisquea por debajo, restriega en ella su cuerpo, ronronea y maúlla como si preguntara «¿Podré verte cuando seas un fantasma?». «Ya lo soy», le digo; pero no me oye. No es verdad que los gatos puedan percibir a los fantasmas. Miaulena juega con su cola, se trepa a su gatigym y se recuesta a recibir el sol de la media mañana. Me quedo acariciándole el lomo como si mi mano fuera los rayos del sol. No se da cuenta de que estoy ahí.

Todos los días despierto, puntualmente, sin que suene la alarma, to-dos-los-dí-as, hasta que llega el domingo. Sigo siendo un fantasma bajo la observación de la AIF, en periodo de prueba. Trato de no pensar, no dudar y no recordar; pero pienso, recuerdo, dudo, insisto en el paso a paso cronometrado del ritual: 5.35, 5:45, 5.50, 5.58, 6.05, 6.30, 6.55, 7.05, 7.20, 7.50, 8.25, 8.28 agito pastillas, 8.30 cámara, 8.32 cama, 8.34 pastillas en la boca, 8.36 pose dramática, 8.37 foto, 8.43 caer en coma y morir. Todo a tiempo. Hoy también muero. Hoy también me levanto, fantasmalmente, a ver cómo quedó la foto. Cada vez sale mejor, cada vez son más dramáticos el disloque de mis hombros y el desmayo de mi brazo descolgado, cada vez dudo menos. Algún día usaré para mi ritual, en vez de pastillas Tic-tac de menta, los barbitúricos que he ido acumulando estos meses: ya casi completo las 90 pastillas de 100 mg que, según la AIF, se necesitan para matar a un fantasma.

Por Hernando Escobar

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