El Magazín Cultural

Una voz potente y fuerte

María de los Ángeles Cano Márquez (1887-1967) fue la Flor del Trabajo de Medellín y una de las poquísimas mujeres votadas por asambleas generales para ocupar cargos directivos, al lado de hombres duros, en medio de asociaciones sindicales o incluso en los cuadros del primer partido socialista

Myriam Bautista / Especial para El Espectador
10 de agosto de 2019 - 01:00 p. m.
María Cano era conocida como la Flor del trabajo, pues durante toda su carrera luchó por la defensa de los derechos de los trabajadores.  / Archivo El Espectador
María Cano era conocida como la Flor del trabajo, pues durante toda su carrera luchó por la defensa de los derechos de los trabajadores. / Archivo El Espectador

En el libro Rebeldes, Intermedio Editores 2018, escribí el perfil de seis potentes mujeres colombianas, una de ellas la lideresa más connotada de nuestra historia republicana, así su liderazgo haya sido muy corto.

La escogí no solo por haber sido la primera mujer, en una sociedad sorda a la voz femenina, que en repetidas oportunidades habló de la inequidad económica y alentó la lucha de cientos de trabajadores por un mejor estar, sin importarle que su vida corriera peligro y que podría ser encarcelada como de hecho ocurrió; sino, además, porque que nunca nadie la llamó compañera, apelativo que uso con frecuencia y con el que se me denomina, por mi paso por el sector sindical bancario.

María de los Ángeles Cano Márquez (1887-1967), fue Flor del Trabajo de Medellín y una de las poquísimas mujeres votadas por las asambleas generales para ocupar cargo directivo, al lado de hombres duros, en asociaciones sindicales y en el primer partido socialista. Su vida de lucha, reuniones, intervenciones públicas fue rauda y veloz, como fueron rápidas sus respuestas a demandas y situaciones que así lo ameritaban. A pesar de algunos sinsabores, fue muy afortunada porque, en general, hizo lo que quiso y fue reconocida, querida y admirada así haya sido en un período corto de su existencia. La gloria y fama le vinieron en la posteridad.

Tuve el gratísimo honor y la feliz oportunidad de haber conocido varias intimidades de su vida que me compartió la escritora y dirigente social Tila Uribe Jiménez, 86 años, emparentada con María Cano y a quien conoció cuando era una niña. Los padres de Tila fueron Enriqueta Jiménez, gran amiga de María y Tomás Uribe Márquez, primo de María.

Tila me contó que Mariacano, así con un solo golpe de voz, como la llamaban extraños y conocidos, era una mujer nerviosa, que caminaba con brío, haciendo sonar los tacones de los zapatos que siempre usó, hasta cuando le tocó hacer largas travesías a pie por caminos destapados; que hablaba moviendo sus manos con fuerza, intentando que su mensaje oral se reforzará en el imaginario de sus oyentes con movimientos difíciles de olvidar.

Del mismo modo, no quise dejar de contar que Ignacio Torres Giraldo, rancio y dogmático socialista, que la acompañó en seis de las siete giras que hizo Mariacano, por poblaciones con grupos significativos de trabajadores y en los últimos años de su vida, no mereció el cariño ni el amor, pasión o capricho que despertó en ella.

Torres Giraldo, narra en primera persona, sin sonrojo alguno, en una biografía que escribió de ella, que la criticaba por usar un lenguaje lírico en sus intervenciones políticas, por no dejar la bandera de los tres ochos (ocho horas de trabajo, ocho de recreación y ocho de descanso) y por vestir de manera “desabrida”, calificativo que unido al de su “piel marchita” dan buena cuenta de un mal compañero que abandonó

a su esposa para vivir al lado de María, más por la notoriedad que ella logró en solitario y por la influencia que ejerció sobre las masas trabajadoras que comenzaban a aglutinarse alrededor de los sindicatos, que por haberle despertado alguna pasión. Muy interesado y machista Torres Giraldo.

María Cano nació, vivió su juventud y desarrolló su activismo político a la par que se consolidaba ese período histórico conocido como la Regeneración conservadora que duró 44 años, caracterizado no solo por autoritario sino por confesional y excluyente.

Medellín, donde nació Maria, era un pueblo lleno de gente que pedía limosna, analfabeta, descalza. Rezandero, mojigato y misógino. En todos los barrios proliferaban las cantinas y los prostíbulos, sin que nadie se inmutara, pero hay que una mujer usará pantalones, pintara desnudos o hiciera giras políticas, ahí los obispos y curas las descalificaban desde los pulpitos.

Sus padres fueron dos maestros que fundaron varios colegios laicos en sus propias casas de habitación y en donde educaron a sus tres hijas y a su hijo por igual.

María se inclinó desde niña por la lectura. Aborrecía las labores domésticas (ni por equivocación lavo, cocino o plancho) y las cuatro paredes de la casa (se caracterizó por desarrollar actividades fuera de su hogar hasta pasados los cuarenta años). Comenzó a escribir poesía que publicó primero en la revista Cyrano, de la que hizo parte, escribiendo bajo el seudónimo de Helena Castillo. Luego, en el periódico El Correo Liberal.

Su acercamiento a la clase obrera comenzó desde muy jovencita, a partir de lecturas que organizó en la Biblioteca Pública de Medellín. Repetía que la lectura era un placer exquisito que quería compartir, con ellos, a quienes admiraba y para hombres con escasa educación fraternizar con María, a través de la lectura, era un grato evento que pocas veces se perdían y al que asistían en nutridos grupos.

Ahí se interesó “Mariacano” por la situación social de esos hombres de manos callosas y voces débiles que le contaban que los iban a desalojar de su vivienda porque el sueldo no les alcanzaba para pagar el arriendo y ella los acompañaba a los desahucios y enfrentaba a las autoridades. En muchas oportunidades logró detener las acciones judiciales. Ahí comenzó su fama como defensora de los débiles.

Fue valiente, distinta, aguerrida, sufrió, cómo no, los embates del machismo y el patriarcalismo no solo por parte de sus contradictores políticos que la veían como un peligro social sino también el de Torres Giraldo y de algunos otros compañeros que resentían que ella tuviera tanto ascendente dentro de esa naciente y combativa clase obrera sin ser teórica marxista.

María logró lo que pocas mujeres han obtenido un siglo después: que los obreros persistieran en su lucha por los derechos laborales, por la libertad de sus compañeros encarcelados, cada vez que hacían huelga y por una vida más plena en la que la lectura y la tertulia literaria, eran bienvenidas.

Junto a Tomás Uribe Márquez, el fundador del primer Partido Socialista del país realizó siete giras por los primeros núcleos de trabajadores mineros, petroleros, bananeros y por las incipientes fábricas. Causaba sensación entre esos hombres que nunca pensaron que una mujer fuera capaz de hablar con voz segura y vigorosa sobre sus derechos laborales y vitales. Que se enfrentaba a los agentes de la policía y del ejército; que muchas veces las detuvieron y la llevaran a la cárcel, sin que ella dejara de protestar y les plantara cara, desarmada, a esos agentes represivos y atrabiliarios.

Despertaba admiración entre amas de casa, maestras, enfermeras, campesinas y mujeres en general que la ponían en un altar por hacer discursos entendibles para ellas, sin que la voz le temblara y en los hombres por la valentía de decir lo que ellos callaban (por no perder sus trabajos mal pago) de manera certera y radical.

Después de estos tres años de correrías se alejó de la vida pública. Trabajó como bibliotecaria y en los años cincuenta se enclaustró en su casa. Casi nunca salía. De esa parte de su vida poco se sabe.

La película de Camila Loboguerrero, en la que la interpreta la dulce María Eugenia Dávila, que se ve una y otra vez, se reconoce su fuerza y poderío. A María Cano se la identifica con la lucha y el combate político por un mejor bienestar social, que tanta falta hacía y hace en uno de los países más desiguales de este planeta.

Por Myriam Bautista / Especial para El Espectador

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