El quehacer de la Universidad

Columnista invitado
22 de mayo de 2020 - 05:15 p. m.

Por: Padre Harold Castilla Devoz, rector de Uniminuto

Frente a la crisis que ha generado la presencia de la pandemia de la Covid-19 en nuestra sociedad global, me pregunto ¿Cuál debe ser el papel de la universidad como institución tradicional de ciencia, saberes, investigación y formación humana? ¿Cuáles son sus prácticas? ¿Cuáles son sus desarrollos? Independientemente de sus modelos educativos y misionales, la universidad carga sobre sus hombros una sola responsabilidad como ente corporativo y social: formar la cultura humana, y posibilitar un desarrollo integral en todas sus dimensiones. Hoy, más que ayer, es un tiempo oportuno para volver a pensar, con amplia visión de futuro, sobre lo que se espera y que a la vez nos desafía, en la misión de las universidades llamadas a hacer posible las realizaciones humanas superiores.

Este concepto de formación y desarrollo humano y social integral, inherente a la función de la universidad, posee un carácter “vital” que se actualiza en cada momento de la historia; por eso, lo que se pone en su centro no son teorías científicas y especulativas, sino la persona humana como actor de transformación de su realidad, que se recrea con los saberes y conocimientos aportados por la ciencia. Este papel fundamental no cambiará ni antes, ni después de la pandemia, lo que si cambiará son las formas metodológicas, los dispositivos, las lógicas pedagógicas, las modalidades, los ambientes de aprendizaje, los contextos, pero su función esencial y su razón de ser en el mundo y en nuestra nación será la misma; como decía Michael Gazzaniga: “lo que cambiará y está cambiando, es nuestra idea de lo que somos” (Cantera, 2019, 160).

Es un hecho que la universidad en este contexto de la emergencia sanitaria aprenderá sobre la recesión económica y la crisis financiera, y el impacto tecnológico, y hará desarrollos reflexicos, científicos e investigativos soportados en el análisis epidemiológico, pero como dice Jhon Naisbitt: “el avance más apasionante del siglo XXI no se deberá a la tecnología, sino al concepto expandido de lo que significa el ser humano” (Stalman, 2018,13). Sabremos más sobre el hombre, ya que cualquier ciencia y disciplina se ponen al servicio de su desarrollo biológico, físico, social y espiritual.

El ser humano es el camino que la ciencia en general, la política, la economía, la sociología, la filosofía y la espiritualidad deben aprender a recorrer, para comprender cada vez más ese concepto de “integralidad” que muchas veces de manera grandilocuente las universidades profesan. La pandemia ha despertado aún más esta sensibilidad, y, en la ausencia del abrazo, del saludo de mano y del beso en la mejilla, del contacto social y de la importancia de la proximidad del otro, le ha recordado que su objetivo primordial no puede desaparecer y disiparse; esa condición humana que aprende a reconocerse en su singularidad y pluralidad. La mirada al pasado en la perspectiva del origen de la universidad nos coloca a recrear y valorar su misión como una institución que debe pensar en el ser humano, el conocimiento y la sociedad de modo dinámico.

Después de la Covid-19, las universidades reflexionarán de manera más detallada sobre los aprendizajes obtenidos, construirán conocimiento plasmado investigaciones, sustentadas en la vivencia actual, en la evidencia empírica que hoy vivimos, para luego, ser socializadas en escenarios de comunidades académicas, pero el mayor aprendizaje será formar profesionales líderes que aprendan a enfrentar la incertidumbre y promuevan una ética del cuidado en cada uno de los contextos donde se desenvuelvan. La invitación concreta es a ser conscientes de que la apuesta por el desarrollo del bienestar del hombre integrado al conocimiento, la ciencia y la tecnología será lo propio de nuestras universidades, que, aunque no piense que lo hacen todo, si creo que son insustituibles en ello, y es ahí donde cobran en su rol un mayor sentido y valor para la sociedad.

 

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