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Los cuerpos del paraíso

El documental ‘Don Ca’ es la ópera prima de Patricia Ayala Ruiz y relata la historia de Camilo Arroyo, un hombre que se sale de las líneas trazadas, de los caminos vendidos como correctos.

Hugo Chaparro Valderrama
12 de enero de 2013 - 09:00 p. m.
Don Ca y sus ‘muchachos’:  los que viven en su casa, bajo su tutela directa, y los que van y vienen, los hijos por extensión. / Archivo particular
Don Ca y sus ‘muchachos’: los que viven en su casa, bajo su tutela directa, y los que van y vienen, los hijos por extensión. / Archivo particular

“¡Entre negros morirás porque tenés condición de negro!”, le gritó su abuela a Camilo Arroyo después de que la golpeó en la boca para defender a la criada negra que trabajaba en su casa de Popayán y estaba siendo humillada por la matrona.

Arroyo era entonces un niño que empezaba a conocer el mundo. No podía imaginar que la supuesta maldición de su abuela —que para él sería una bendición— describía el rumbo que tendría su vida. Cuando los años harían de él un viajero hacia el paraíso de Guapi, en el departamento del Cauca, sur de Colombia, ganándose a través de los años el derecho a ser considerado como una parte esencial del paisaje.

Una recompensa visible en la primera secuencia de Don Ca (2012), ópera prima de Patricia Ayala Ruiz, cuando vemos el río Guapi desde una lancha y, tras un movimiento de cámara, el rostro de Camilo Arroyo en un primer plano, con su barba de patriarca bíblico y una mica sentada sobre sus hombros, componiendo con el entorno una imagen clásica de registros diversos: la imagen del blanco que vive como un expedicionario en la selva; la imagen del aventurero que se marcha del mundo urbano y asume el exotismo como una forma de vida; la imagen de un ser humano buscando el sitio apropiado para celebrar lo que se parezca a la realidad de un sueño.

35 años después de llegar, acostumbrarse y aprender a nadar en la corriente de la región, Arroyo puede explicar, con base en su biografía, cuál es su concepto de la felicidad: la menor distancia entre lo que se tiene y lo que se quiere; cuando el ser humano que no quiere nada, lo tiene todo.

Patricia Ayala traduce a las imágenes de su documental esta idea de la felicidad, reconstruyendo la historia de Arroyo con el ritmo pausado de un tiempo que avanza sin prisa en secuencias que permiten observar con detenimiento el lugar donde sucede el milagro. Alternando el plano general del paisaje con su intimidad, representada en los detalles mínimos pero elocuentes del viento, la lluvia, los insectos o los animales, el contraste entre la visión panorámica y los secretos de Guapi permite viajar también alrededor de la biografía de Arroyo y de los muchachos que trabajan con él.

Sus cuerpos en movimiento son la versión de Adán negro en contraste con el cuerpo de Arroyo, un Moisés salvado por el Nilo del Cauca que es el río Guapi. Historias cruzadas por la bondad del azar, sin que la piel importe tanto como la actitud para comprender y conciliar el encuentro de dos mundos. La geografía de Don Ca es un escenario visto a través de los cuerpos. La pelea de gallos al inicio del documental enseña el despliegue físico y el enfrentamiento de dos animales que luchan a muerte, contrarios a la armonía que se busca en términos humanos para disfrutar del edén —hasta que el paraíso descubre a sus serpientes, representadas por los paramilitares como emblemas de la amenaza que intoxica el ambiente—.

A pesar de que asome la violencia, los cuerpos desfilan con la belleza de su atletismo nadando en el río, jugando, trabajando en la finca de Arroyo, disfrutando de la piel al aire libre, vistiéndose de una manera ritual cuando Arroyo visita Popayán y participa en una de sus legendarias procesiones de Semana Santa, llevando el traje solemne de su aristocracia religiosa, descubriendo en las fotografías de los fantasmas que estuvieron antes que él una semblanza del pasado que moldeó su historia.

Vemos al joven expedicionario que llegó a la región de 19 años de edad en películas maltratadas por el tiempo, donde su aspecto —sombrero, botas, barba poblada— recuerda las leyendas del colono que explora el mundo, aunque en el caso del joven que era entonces Arroyo, el explorador tuviera que ser cargado por los guías que lo acompañaban y le demostraron que no era el dueño del mundo y, en caso de que quisiera serlo, tenía que ganarse el derecho aprendiendo con humildad de la fortaleza y el coraje de los que podían enseñarle a vivir.

Su cuerpo asmático se moldeó con los años. Vive con los muchachos que trabajan con él —durante los créditos finales de la película, Arroyo asegura que ha criado a más de 40—. Cuando un joven bañado por el sudor camina frente a los cuerpos uniformados de los soldados que patrullan la zona, la metáfora es posible: el cuerpo siniestro de una Colombia violenta se ha echado encima, según Arroyo, sobre lo que fue la felicidad en Guapi, evidente en las escenas de carnaval y en la angustia que agobia a Don Ca por los enfrentamientos entre la guerrilla y los paramilitares que lo empiezan a cercar —tanto así que consigue un arma para defenderse y asumir una situación que nunca había imaginado—.

El descenso de la situación hacia el peligro enseña que un hombre no es invulnerable y aunque trate de ser una isla, tarde o temprano el mundo llega hasta sus orillas. Arroyo piensa entonces en el regreso a Popayán. En dejar su vida en Guapi. Abandonando la región de la que se enamoró y en la que Patricia Ayala construye la imagen de una leyenda en tres momentos del documental, cuando lo hace posar con el aura del hombre que adopta la actitud de una estatua: junto a unos gallos de pelea; sentado con una postura solemne; con el traje que lleva para participar en los rituales de Semana Santa.

Don Ca hace posible la evocación de otros viajeros que hicieron de su vida un relato de aventuras. El más obvio podría ser Hemingway —físicamente, pues Arroyo no expresa el mismo temperamento del escritor/cazador—. También podría ser el Marlow de Conrad viajando en El corazón de las tinieblas al encuentro de Kurtz en el Congo —encajando el rostro de Don Ca en el rostro de Conrad como si fuera su doble polaco—. Robert Louis Stevenson podría ser el pariente más cercano de Arroyo por el tono de su historia: vivió en Samoa los últimos años de su vida, disfrutó de una felicidad fugitiva pero radiante, y estuvo enfrentado a los poderes políticos que intentaban hacer de la región un botín para los piratas coloniales de Alemania, Gran Bretaña y Estados Unidos. El sentido de la justicia de Stevenson, hijo de Escocia radicado al otro lado del mundo, es semejante al sentido ético de Arroyo: mientras Stevenson denunció la voracidad colonial, Don Ca intenta prolongar su vida en Guapi en contra de la voluntad del canibalismo que define a la violencia en Colombia.

Cuando termina el documental, Arroyo avanza por un camino en el que se pierde con la mica sobre sus hombros y unos perros. El patriarca continúa en el paraíso. Como la vegetación del Cauca, devastada por la planta hidroeléctrica que se empieza a construir en Guapi: quizás recupere sus dominios con la fertilidad que puede invadir los edificios de una arquitectura ajena a su entorno.

Don Ca fue seleccionado para el Festival de cine Visions du Réel que se realiza en Suiza en abril.

Por Hugo Chaparro Valderrama

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