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Chocquibtown: de donde vengo yo

En 2015 consolidó su propuesta musical siendo fiel a sus raíces y acaba de ganar un Grammy Latino en la categoría Mejor Álbum de Fusión Tropical.

Javier Ortiz Cassiani, Especial para El Espectador
06 de diciembre de 2015 - 11:32 p. m.

Que la operación por apendicitis de Goyo (Gloria Martínez), la hospitalización de Slow Mike (Miguel Martínez) por estrés y la detención de Tostao (Carlos Valencia) por un mal entendido con la policía, sean noticia nacional, dice mucho del éxito alcanzado por la agrupación musical colombiana Choquibtown. Desde hace algunos años están en el radar de los medios nacionales.

Pero lo verdaderamente importante del trabajo de este grupo, que nació en la ciudad de Cali en el año 2000, es que en ellos, el uso de los ritmos tradicionales del Pacífico colombiano, combinados con los beats, las músicas mundiales y la estética del hip hop, no es una apuesta forzada. No necesitan del empeño que tiene que ponerle un joven clasemediero de una de las principales ciudades de Colombia tratando de encontrar las claves para lograr una sensibilidad por los ritmos tradicionales. Tampoco necesitan de la etnografía sensible de ir cada tanto a comer a los restaurantes y pescaderías del Pacífico en la capital. Para Choquibtown, es lo que hay. Desde que nacieron en Condoto y Quibdó (Chocó), los arrullaron las chirimías, bundes, currulaos, bambazú, abozaos y aguabajos.

En Pogue, un pequeño caserío del municipio de Bojayá, en el Chocó profundo, justo en el punto donde se unen los ríos Bojayá y Pogue, están las cantadoras de alabaos. Al lado de ellas, a escasos metros, sus hijos y nietos hacen rap. En el techo de casi todos los humildes ranchos de este pequeño pueblo se puede ver una antena de televisión por cable. Los jóvenes están conectados a la estética mundial e improvisan con los recursos que tienen para hacer música. Allí, en plena selva, llegan aires de lugares lejanos, representaciones estéticas que parecen de otros mundos –y lo son–, narraciones en otros lenguajes.

Cuando uno de estos jóvenes talentosos abandone el lugar y se aleje de los cantos de su abuela, se conectará fácilmente a las estéticas de otras músicas. No le son ajenas. La fortuna estará en que no se le olvide de que anduvo en piangua, se bañó en el río, aprendió a cortar madera con la luna buena, creció con voces de alabaos para despedir a sus muertos, supo de familiares que a diario se metían en el barro de las minas sin que la vida les cambiara, del abandono estatal y de la corrupción galopante en la región.

Quizá esto fue lo que pasó con Choquibtown, jóvenes en diáspora a las grandes ciudades con sus enseres musicales al hombro. Apenas tuvieron oportunidad, sacaron los corotos y empezaron a hacer música. Con lo suyo, lo tradicional, y con esas otras narrativas, esas otras maneras de hacer las cosas, que no tienen nada que ver con esa idea esencialista de lo que se supone que es un joven chocoano, pero que también es de ellos, porque la imaginaron, la incorporaron y la reinterpretaron.

Su música, que quizá se recibe con el exotismo de lo que poco se conoce, su música que parece nueva, no es otra cosa que los sonidos de siempre, los sonidos con los que crecieron. Las tradiciones, la selva, los cantos, y el resto del mundo, el resto del mundo que también es de ellos.

“Racismo inminente / mucha corrupción / Monte culebra / Máquina de guerra / Desplazamientos por intereses en la tierra”, dicen en la canción De donde vengo yo. “No me gusta tu tumbao, mucho menos tu pescao / A mí no me lo des que ya te tengo pillao / Cada cuatro años se ve venta de bacalao / Menos mal que mantengo los bolsillos apretaos”, rapean en Pescao envenenao contra los políticos abusadores.

En las letras de Choquibtown radica su otra fuerza. No niegan de dónde vienen, no ocultan, no pretenden ser otra cosa. Son capaces de insertarse en la versatilidad de la música ligera sin sacrificar su valor político. Choquibtown sabe denunciar sin perder la gracia, saben exigir reivindicación sin dejar de ser divertidos, saben ponerse serios y trascendentes sin olvidar que esta música la hacen para gozar.

Como si reconocieran el riesgo que existe de que el voraz consumo lo domestique todo, incluso las letras más agresivas y las propuestas más rebeldes, Choquibtown sigue fiel a sí mismo. No se sabe si tienen absoluta consciencia de que enfrentan todos los días la posibilidad de diluirse en las perversas estrategias de un mercado inestable en el que ya nada permanece. Pero por ahora siguen creciendo sin angustias, delineando su propio sello, contando “de donde vengo yo”.

 

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Por Javier Ortiz Cassiani, Especial para El Espectador

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