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Peripecias para sonar en el Petronio

Para llegar al Festival de Música del Pacífico, muchos de los artistas que vienen de los municipios deben realizar toda una odisea, pero ni las doce horas de recorrido en barco logran opacar la alegría de llegar al encuentro.

Lina María Álvarez
10 de agosto de 2016 - 02:00 a. m.
Peripecias para sonar en el Petronio

 

Todo estaba en su contra: el clima, la hora y la capacidad del barco. Ya eran las 6:00 p.m. y ni el Andrés Paola, ni el Cindy Mar habían llegado al muelle. La gente en Guapi empezaba a desesperarse. Los músicos, las cantadoras, las vicheras y las cocineras sabían bien que si no conseguían un espacio en los camarotes les tocaría dormir en cubierta, nada que hacer. Del municipio de Guapi, un punto perdido entre las aguas del río y del mar, sólo se puede salir vía área o marítima.

“La primera vez que fui a un Petronio fue toda una travesía. Un viaje muy embolatado. El barco llegó tarde, no alcanzamos a agarrar cama, nos tocó dormir en el suelo y, pa más piedra, se vino severendo aguacero. Duramos tres horas mojándonos y veníamos como sardina en lata. ¡Una locura!”, cuenta Armando Mancilla, recordando su primer viaje a Cali en el 2014, con el grupo Amanecer Guapireño.

Mientras dejaba su cununo al lado de la cama de Paola Ponce, una de las cantadoras, Armando comprendía y aceptaba que así debía ser: “A veces es duro, pero así es más chévere porque uno aprende. Cuando uno se la suda es cuando más la goza”.

Llegar desde los municipios aledaños hasta el Petronio Álvarez no es fácil. Para los guapireños este viaje se traduce en doce o catorce horas en barco hasta el puerto de Buenaventura, agarrar un bus y rezar para que la vía no esté taponada. “Uno va preparado para demorarse lo que dicen, pero a veces nos echamos todo un día en llegar”, asegura Armando.

Desde Quibdó, los músicos se transportan en un bus que tarda entre diez y once horas hasta Cali. Desde Nariño llegan en lancha hasta Tumaco, para abordar un carro que los deja en el hotel. Desde las veredas aledañas a Guapi abordan una lancha hasta el muelle y lograr tener un espacio en el barco de turno que sale con sobrecupo con toda la gente que asiste al Festival.

Aunque los participantes cuentan con el apoyo económico, la alimentación y el hospedaje en Cali, deben buscar en la administración de turno los recursos para poder gestionar su transporte hasta la ciudad. En caso de que no, cada grupo debe ingeniárselas para conseguir los $70.000 que cuesta el cupo en barco por persona y los $23.500 del transporte terrestre.

“Lo más tenaz del viaje no fue tener que salir del barco empapados, cansados y vueltos nada, no. El despelote fue cuando nos montamos al bus y el destartalado este nos dejaba botados a cada rato. ¡Nos demoramos siete horas en llegar a Cali! Y no llegamos a descansar, no señor, tuvimos que ponernos a ensayar. Pero todo el esfuerzo valió la pena porque llegamos bien, gracias a Dios”, dice el cununero.

Para los músicos, el evento es mucho más que sólo cinco días de pura fiesta. Ellos se preparan durante todo el año para lograr clasificar y conocer qué hay más allá de su región. Muchos de ellos son jóvenes que se animan a nutrir sus raíces y el orgullo por el color de su piel, gracias a las historias que escuchan de los que han logrado llegar hasta la tarima del evento.

Yamilé Cortés, cantadora del grupo Semblanza del Río Guapi, cree en la importancia del Festival para dar a conocer su cultura en otros lugares: “Yo no pensé que la música nos fuera a llevar tan lejos. No sólo nos abrió muchas puertas, sino también los ojos. Aquí nunca nos enseñaron a soñar, a ver más allá de estas cuatro paredes”.

“Lo más bonito de participar no es sólo subirse al escenario, sino recordar todo el esfuerzo que nos cuesta llegar hasta ahí”, afirma Paola Ponce, cantadora del grupo Amanecer Guapireño. De sus 21 años, dice que, además de su hija Lia Leony, lo que más le da alegría es recordar la odisea de llegar a Cali y el sentimiento de felicidad que la invade cuando entre las montañas de la cordillera Occidental se logra divisar la ciudad.

Durante el trayecto, que empieza para algunos músicos desde sus veredas en lancha, hay algo que no puede faltar: el corrinche. “Aunque el viaje es duro, nosotros siempre vamos felices y cantando. Las cantadoras empezamos a entonar, los músicos tocan hasta en las paredes, y a veces destapan una bebida y la empiezan a rotar”, cuenta Paola.

Los arrullos son los protagonistas. Si bien canciones como La tormenta y Kilele no se despegan de sus instrumentos y sus voces, los arrullos callejeros, la música de barrio, es la que más les gusta entornar. “Viene la balsada, no llevamos remos. Con esta vaciante, ¡dónde arrimaremos!”, cantan todos al son del mismo compás.

Los barcos que se animan a hacer la travesía con los músicos ya saben cómo organizarse. Las tripulaciones del Andrés Paola y el Cindy Mar comprenden bien que todo debe ir perfectamente empacado en bolsas plásticas para que, en medio de la algarabía y la alegría de la gente, los instrumentos no sufran ningún accidente.

Si bien al Festival Petronio Álvarez llegan músicos de diferentes puntos estratégicos del Pacífico, Guapi es un municipio especial. No sólo porque la gasolina cuesta $4.000 más y el 80 % de la población pertenece al estrato uno, sino porque la música ha logrado callar a la violencia y hacerse oír. En la actualidad cuenta con aproximadamente doce agrupaciones musicales, que se reúnen y se preparan para conservar la tradición.

La música para ellos es una bendición. Es la puerta de salida, una salida de emergencia que le muestra a jóvenes y niños nuevos caminos por recorrer. El futuro, más azul que gris, ondea sobre sus cabezas y les recuerda que para llegar al cielo deben aferrarse a sus raíces. A su música. A su sabiduría, a la popular.

Este año, de Guapi sólo logró clasificar el grupo Camarón de Playa. Marien Valencia, o Nani, como la llaman todos, sabe que aunque el grupo Amanecer Guapireño, del que es directora, no logró pasar la audición, el proceso con los chicos es un trabajo constante y aún queda mucho por hacer. “Lo que queremos con todo nuestro trabajo, además de apostarle a la música que llevamos en la sangre, es rescatar lo nuestro. Que la gente de aquí entienda que somos ricos. Sólo basta con abrir los ojos, mirar el río y dejarse llevar por los ritmos que habitan en sus profundidades y tocan nuestro corazón”.

Por Lina María Álvarez

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