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“Felices para siempre”

Entre tul, seda, organza, encaje, piedras y colores, los vestidos de novia se han transformado desde la antigua Roma hasta nuestros tiempos. Mujeres diversas, plebeyas, reinas, esclavas y princesas, han caminado hacia el altar.

Jessica Leguizamón
05 de septiembre de 2015 - 03:23 a. m.

Las novias romanas se casaban con la misma túnica blanca que usaban a diario y el día de su boda sólo las distinguía un velo de color púrpura adornado con una corona de flores. Los griegos usaban el color amarillo y los tonos pastel. Más tarde los pueblos germánicos vistieron a sus novias con una túnica negra larga y un manto rojo.

La Edad Media trajo consigo vestidos rojos con apliques dorados que representaban la realeza y el poder.

La importancia del color del vestido prácticamente desapareció durante el Renacimiento, centrando toda la atención en los detalles elaborados a mano, bordados de piedras preciosas, perlas y diamantes.

El Barroco llenó de lujo la historia en todos los ámbitos. El exceso y una estética brillante y sofisticada inundaron el arte, la arquitectura y, por su puesto, la moda. Los vestidos de novia barrocos marcaron un hito e hicieron de un accesorio tradicional un elemento de alta costura, recargándolo de detalles suntuosos, largas colas, velos bordados, flores doradas y plateadas sobre telas delicadas que formaban en la novia una figura amplia, llamativa y lujosa.

El ajuar nupcial ha tenido múltiples transformaciones a lo largo de la historia, pero ¿qué convirtió el blanco en el color tradicional de la novia occidental?

La respuesta es una majestuosa boda. En 1840, perdidamente enamorada, la reina Victoria de Inglaterra le pidió matrimonio a su primo, el príncipe Alberto de Sajonia-Coburgo-Gotha, y en la ceremonia nupcial lució un impactante vestido blanco que marcó la tendencia. La fotografía oficial del retrato de boda fue extensamente difundida y muchas novias optaron por un atuendo similar en honor a esa elección. La reina de Inglaterra no sólo decidió usar un vestido blanco en su boda, sino que vistió la historia del luminoso y destellante color.

Probablemente, este hecho fue el inicio de la era Victoriana, un largo reinado de una mujer que, según describían los textos, era dueña de una gran intuición, compasión, excelentes modales y una inocencia típica de un alma romántica y quien gobernó durante 63 años el reino de Gran Bretaña. Afirmaban que “el sol nunca se ponía sobre su imperio”. Tal vez por eso el color blanco luminoso era su favorito.

La reina Victoria, o la Emperatriz, como fue apodada por la historia, gobernó este inmenso reino desde los 18 años y se mantuvo en el trono más que ningún otro soberano de Europa. Su era se caracterizó por cambios industriales, culturales, políticos, científicos y militares en el Reino Unido y estuvo marcada por la expansión del Imperio británico.

Tras la muerte de su esposo, “mi ángel”, como ella lo llamaba, el mundo de la moda tuvo que retratar a una nueva reina Victoria, esta vez muy distante del majestuoso vestido de novia blanco que lució en su boda. La emperatriz vistió durante 40 años, el resto de su vida, de luto. Grandes y acampanados vestidos negros con detalles en encaje, capas, velos y sólo algo de pedrería necesaria para una reina acompañaron el dolor de la partida del que fue, según sus cartas, su amigo, su esposo, su compañero y su más importante consejero.

No sólo el destino de la soberana estuvo marcado por el amor, también el de toda una nación. Siempre dicen que detrás de un gran hombre hay una gran mujer, pero en este caso, detrás de una gran mujer había un gran hombre, quien era la mano derecha de la reina y asumía las funciones reales durante los períodos de maternidad de la Emperatriz, especialmente complicados por su rechazo a los embarazos. Cada vez que estaba encinta decía que se sentía “como un conejo o una cobaya”. Su repudio por la lactancia —la consideraba una práctica repugnante— y sus bruscos cambios de humor eran indicios de que había heredado la locura de su abuelo paterno, el rey Jorge III.

Cuando estaba en sus peores momentos, el príncipe Alberto se limitaba a dejarle notas bajo la puerta. Ella escribía constantemente sobre él.

“Nunca, nunca he pasado una noche así. Mi querido, querido, querido Alberto, con su gran amor y afecto, me ha hecho sentir que estoy en un paraíso de amor y felicidad, algo que nunca esperaba sentir. Me cogió en sus brazos y nos besamos una y otra vez. Su belleza, su dulzura y su amabilidad. Nunca podré agradecer suficientes veces tener un marido así, que me llama con nombres tiernos como nunca antes me han llamado. Ha sido una increíble bendición. Este ha sido el día más feliz de mi vida”.

El amor nunca fue un factor común en los matrimonios legendarios de la realeza. Prueba de ello es la desdichada unión entre Diana Spencer y el príncipe Carlos de Gales, heredero de la corona Británica.

El 29 de julio de 1981, Lady Diana contrajo matrimonio en la catedral de San Pablo de Londres con el príncipe Carlos de Gales, trece años mayor que ella. Todas las casas reales asistieron al enlace, pues tras el matrimonio Lady Diana se convertiría en Su Alteza Real, la princesa de Gales. A partir de entonces se volvió muy popular, tanto por su colaboración en obras humanitarias como por su carisma. Fue acosada por la prensa, su estilo de vestir y peinados marcaron tendencia, siendo muy imitados. Diana de Gales se había convertido en una princesa glamurosa, un ícono de la moda y elegancia a nivel internacional.

A mediados de los años noventa saltó el escándalo. Se hizo público el romance de su marido, el príncipe de Gales, con Camila Parker Bowles. A partir de entonces sus faldas se acortaron un poco, sus vestidos o trajes sastres se ajustaron y, para las fiestas, comenzó a escoger brillos y escotes pronunciados. Había nacido una nueva mujer y empezaba a forjarse su nuevo estatus de rutilante estrella global, según la revista Vogue España.

El vestido de novia que lució en su boda, diseñado por David y Elizabeth Emanuel, conocidos como los Emanueles, era de corte romántico, de mangas afaroladas, confeccionado en seda de color marfil, una larga cola en tafetán de seda y encaje antiguo de 7,62 metros de largo, con escote en pico, grandes volantes, de inspiración victoriana y bordado con cerca de diez mil madreperlas incrustadas. Sus zapatos estaban decorados con 150 perlas, una aplicación de corazón y suelas pintadas a mano en oro. Además lució una tiara de oro con diamantes que pertenecía a su familia.

Este espléndido vestido incluso inspiró un libro. Transcurridos 26 años, los diseñadores de la celebrada prenda publicaron A Dress for Diana (Un vestido para Diana), un fugaz vistazo a la elaboración del traje que también a ellos les cambió la vida. Cada ejemplar tiene un trozo de tela del estampado original de seda del que se cortó el vestido. Pero el majestuoso atuendo no trajo consigo el “felices para siempre”. Tras divorciarse del flamante príncipe de Gales, Lady Di murió en un trágico accidente en los brazos de su novio, el multimillonario Dodi Al Fayed.

Lejos de vivir en un cuento de hadas, la princesa de Gales, quien dijo: “Me creía la chica más afortunada del mundo”, refiriéndose a su boda, estaba atrapada en un matrimonio insulso y decadente.

Imitados desde entonces por tantas novias dentro y fuera de las fronteras de los reinos y vigentes a través del tiempo, los vestidos de novia siguen transformándose hasta nuestros días. Lo clásico no pasa de moda, aunque se transforme constantemente. De dicha transformación hacen parte diseños como el tattoo, encaje sobre tul cristal que permite ver la piel con una textura que simula un tatuaje, espaldas descubiertas o con transparencias, cortes sirena y princesa con telas vaporosas y largas colas, de tres metros, de 50 centímetros, o velos tipo catedral de cinco o tres metros, que pueden reemplazar la cola y se retiran al terminar la ceremonia. Antiguamente existía la creencia de que el velo servía para proteger a la novia del mal de ojo y las envidias.

La cola es una tradición proveniente de la realeza, asegura Dyanne Peña. Tiempo atrás se creía que entre más metros tuviera la cola del vestido, de mejor familia era la novia, por eso Lady Di tenía una cola tan ostentosa. La evolución en los trajes de novia va de la mano de la moda en general. Mangas largas, cuellos, velos sobre el rostro y tiaras han hecho parte del ajuar nupcial desde la época Victoriana, pero la mujer de ahora hace una mezcla entre lo clásico y lo moderno. Probablemente, el amor se ha transformado a la par de la moda y cada vez resulta más revelador, aunque siga siendo un clásico, tanto casarse como usar vestido de novia y velo, o esperar ser felices para siempre.

Por Jessica Leguizamón

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