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Profesión: septuagenario

El poeta antioqueño dice que es viejo pero no se da cuenta.

Óscar Domínguez G. / Especial para El Espectador
02 de abril de 2014 - 02:16 a. m.
Eduardo Escobar, bautizado como “el Diosecito” por   Fernando González , el Brujo de Otraparte.   / Federico Bayona
Eduardo Escobar, bautizado como “el Diosecito” por Fernando González , el Brujo de Otraparte. / Federico Bayona

Su paisano y gurú, Fernando González, el Brujo de Otraparte, de Envigado, lo bautizó “el Diosecito”. Los de la banda nadaísta y su club de fans le siguen diciendo “Eduardito”. También lo apodaban “el Nieto”, por su casta inocencia. “La vida lo castigó con la poesía”, escribió de él Gonzaloarango, quien lo reclutó para la causa. Desde siempre ha tenido la literatura, la desmesura, el periodismo, la soledad, los amores y desamores por cárcel perpetua. Tal vez por todo lo anterior sigue celebrando sus primeros setenta años. Escobar habló sobre su vida y milagros.

Como en el tango de Gardel, ¿setenta años no son nada?

Los setenta años le llegan a todo el mundo con un poco de suerte. Yo llegué a los míos sin darme mucha cuenta, salvado de mis propios desórdenes. Y escribiendo, que fue a lo que me mandaron aquí. No me pregunte quiénes. Y además me regalé un libro, Cuando nada concuerda, una serie de ensayos sobre mi vida de lector a partir de mi encuentro con los nadaístas. A propósito: está a punto de agotarse.

¿Está de acuerdo con lo que dice el español Julio Camba: septuagenario, palabra terrible tanto por su forma como por su contenido?

Ese Camba es un desagradecido. Toda edad es un don. Muchos se quedan haciendo caras a nuestras espaldas, antes de aprender a saber a qué sabe esto, como dijo un poeta amigo, lógico como un tornillo.

¿Siente nostalgia de haber abandonado el 69? (Me refiero al año, claro).

La nostalgia es una perdedera de tiempo, hombre. Y nunca fui una estrella para las matemáticas. La aritmética fue para mí un verdadero kamasutra.

¿Cuál es el primer recuerdo que tiene de niño en su Envigado natal?

Me acuerdo, primero que todo, del día de mi nacimiento: un lamparazo de luz encarnada. Y me acuerdo también cómo, muchos días más tarde, seiscientos o setecientos, quizás, caí en mí, desde los zarzos de la inconsciencia original, separado del paisaje, mientras trataba de mecerme en el pedal de una máquina de escribir Singer, en una casa de pisos de ladrillos de un rojo desgastado. Y nada se sorprendió, en mí, de mí. La aparición del yo es uno de los más grandes misterios de la antropología.

¿Por qué habla mal de papacito y mamacita, como en su casa les decían a don Germán y a doña Elisa?

Yo jamás me he referido de mala manera a mis padres, a pesar de las dificultades de nuestras relaciones. Para mí son dos presencias entrañables y buenas. Y heroicas. Pues fueron capaces de la desmesura de engendrar nueve hijos más o menos normales y yo, y de vestirlos y comerlos y educarlos lo mejor que se pudo, de ciudad en ciudad y de esperanza en esperanza.

¿Con qué amigo o amiga de infancia le gustaría reencontrarse?

No tuve amigos en la infancia. Fui un perfecto solitario siempre. Crecí en casas con las ventanas siempre cerradas. Sin contactos. A veces me les acercaba a los otros niños de mi edad, pero siempre me parecieron vulgares, crueles y torpes, lo cual me convirtió en un lector precoz. Estrené el corazón en los afectos cuando ya estaba crecidito. Y preferiría no encontrarme con ninguno especialmente. Además, los reencuentros son imposibles. Los amigos también se gastan. Y pasan de moda.

¿Está preparado para envejecer?

Eso de envejecer es muy relativo. Yo conozco personajes de treinta años que se me quedan caminando, que no me dan el ritmo, y de veinte que ya parecen muertos que todavía hablan a veces. Yo debo estar muy viejo pero no me doy cuenta.

Si envejecer es cambiar de médicos y de verbos, ¿qué médicos lo miman ahora?

Hace bastante que no voy a los consultorios de los brujos de hoy que son los médicos. No me siento con derecho para hacerles gastar el tiempo que deben dedicar a los enfermos.

¿Cómo se siente ennieteciendo?

Mi nieta es una hermosa criatura. Inteligente y bella. Pero prefiero no hacerle propaganda a la familia. Casi nunca la veo.

¿Es cierto, como decía Álvaro Gómez, que uno se casa para tener con quién hablar?

Uno se casa cuando el dios interior lo decide. No creo que el matrimonio tenga que ver con la conversación. Al contrario. Me parecen hermosos esos matrimonios de viejos que se soportan los silencios. Y los gozan. Otra cosa es aquello que está solo en nosotros. Esa soledad de la cual nadie puede encargarse, por esfuerzos que hagamos para endilgarle la responsabilidad del monstruo al otro. O a la otra.

Si cambiara de profesión, ¿cuál le gustaría asumir?

Músico. Director de orquesta. Me gusta la contradicción que encierra el director, el único músico de la orquesta que no suena...

En la operación que le hicieron en la unidad sellada (cabeza), ¿vio la tal luz?

Los japoneses, me dijo alguien estos días, no ven la luz, como nosotros los occidentales, sino que cruzan un río. Sólo recuerdo que el quirófano tenía un aire de nevera. Y pensé que la asepsia, incluida la del virtuoso, sin color ni olor, sólo puede designarse con el adjetivo insulso. Que además es el más insulso de los adjetivos.

¿Es muy distinto a aquel que le habría gustado ser?

Yo viví siempre, creo, como dijo el filósofo de Envigado que sabemos, cagajón aguas abajo, y nunca cometí el sacrilegio conmigo de pensar que mis cosas pudieron ser distintas porque no soy responsable de mí. Esa es la gracia de viajar. Yo no sé cómo haría para asomarme al espejo y ver la cara de Shakespeare o la de Homero, que era ciego.

¿El periodismo y la literatura para qué?

El periodismo como poder es una cosa que sucedió muy brevemente a mediados del siglo pasado. Hoy la profesión de periodista no existe. En su brutal sinceridad, el mundo moderno llama al antiguo periodista un comunicador. El periodismo implicaba una militancia, una misión superlativa. El comunicador cumple una función subalterna. Y su éxito depende de su suerte, no del talento. Escribir, por lo pronto, para la eternidad, qué risa, es una de las cosas más interesantes que se pueden hacer con el tiempo que nos dieron. Con el tiempo, que es lo único que tenemos en últimas.

¿Mientras más conoce a los hombres (o a las mujeres) más quiere a su mascota?

Los hombres y las mujeres no son más que formas de un arquetipo. Nada en sí mismos. Sin embargo, hay algunas personas que uno podría tildar de interesantes, porque lo son, o por benevolencia consigo mismo, quizá. Para evitarse el sentimiento orgulloso del segregado. Que suele ser patético. Las personas más interesantes para mí son aquellas con las que puedo reírme de mí mismo. No hay nada más parecido al orgasmo que la risa.

¿Objetos que siempre lleva encima?

El teléfono de bolsillo, primero que todo, y la plata, que es el salvoconducto desde que uno pone el pie en la calle, ese alpiste sin el cual hoy no contamos, en el mejor sentido y en el peor. Y la cédula de ciudadanía de mostrar a los policías que se aburren y en los bancos y las porterías. Por extraño que parezca en un grafómano como yo, siempre olvido en la casa el lápiz y la libreta de anotar los fogonazos del genio que nunca se sabe cuándo disparan el flash.

¿Le ha pasado algo que le cambió la vida?

Una sola cosa, que además solo sé de oídas. Me pasó que cambió todo: me dijeron que nací el 20 de diciembre de 1943. Eso debió ser decisivo para mí, supongo. Nada más del carajo. Después, todo fue a tumbos, por decir alguna cosa, pero al mismo tiempo puedo decir, como dijo el otro mientras caía del décimo piso, todo bien por ahora.

¿La virtud y el defecto que le gustaría tener?

Supongo que ya estoy bien aperado de virtudes y defectos. Cualquiera otra cosa sólo alteraría el equilibrio. Y sería espantoso. Además, no aspiro a la perfección, ni como virtuoso ni como malparido.

¿El fracaso más creativo que ha tenido?

No hay éxito ni fracaso. Las cosas son como son. Me gusta, para curarme de la tentación del lamento, que es la más triste de las debilidades, pensar que coincido con Spinoza, para quien la vida no tiene causas finales. Una cosa que le gustaba repetir a Fernando González. Siempre estamos en tablas mientras estamos. Y lo digo por vos, que sos ajedrecista. Desnudo nací, desnudo me hallo: ni pierdo ni gano. Decía el sabio español Sancho, el de Teresa.

¿Lo que detesta que le regalen en su cumpleaños?

Para detestar un regalo tendría que aprender primero a ser feliz con los regalos. Un hombre, a quien saqué de la esquizofrenia, me dijo hace años que yo tenía la serenidad superior. Y me dio pena decepcionarlo explicándole que había confundido la serenidad con la indiferencia. Uno ama en el regalo al que le regala. Y en fondo, también, todos los regalos abochornan.

¿Libro que desearía haber escrito?

Todos los libros ideales de mi bibliomanía incurable están en el porvenir todavía.

¿Sigue a pie juntillas las sugerencias de su horóscopo?

Hace muchísimo tiempo no leo el horóscopo. En la red me persigue una mona con cara de domadora de tigres ofreciéndose para adivinarme el futuro. Y la rehúyo. La mujer de un amigo que se las daba de atisbadora una vez me arrebató el cigarrillo, dizque para leerme la ceniza. Y la mandé a comer con aquella palabra francesa que en mi francés se parece tanto a mar. Asomarse al futuro es una impudicia. Es mejor entrar en nuestras cosas con inocencia.

¿Es más lo que sabe o lo que desconoce de usted?

Uno sólo sabe lo que debería saber del nudo gordiano de uno mismo, cuando cortan el nudo. Supongo. Mientras tanto todo es enigma. Y no hay certeza. Por dentro todos somos un ejército de locos.

¿La habilidad manual que le gustaría tener?

Creo que me entiendo con la carpintería. Mi padre fue carpintero. Y me gusta la madera, y los instrumentos del carpintero tienen una seriedad muy atractiva como promesa. Pero, sobre todo, envidio a los deportistas del mar, que saben de qué hablan cuando dicen la palabra catamarán, por ejemplo, y que saben aprovechar las gracias del viento y las colas de las olas: los de las tablas de surf, los submarinistas, los que conducen los veleros. Ahora mismo estoy jugando religiosamente el Baloto para comprarme el velero que yo necesito.

¿Persona que más admira?

Uy, un montón. Admiro montones de personas y me rodean ahora sus espíritus en esta biblioteca. Ahora estoy admirando a Tolstoi, mientras paseo su “Guerra y paz”. La primera parte es la excelsitud del realismo, una demostración del poder de las palabras para transmitir la sombra de la vida. Y de los vivos… supongo que están demasiado cerca para valer alguna cosa, paz merecer alguna clase de asombro.

¿En quién le gustaría reencarnar?

¿Otra vez? No, hombre. Creo que esta vez paso directo al cielo, con una visa Schengen timbrada con vibraciones de duchas de violonchelos.

¿Se sometería al detector de mentiras?

Sería muy interesante engañar al detector de mentiras. Siempre pensé que podría ponerlo en vergüenza. Si engañé a un jesuita, soy capaz de engañar al detector de mentiras. 

¿En qué consistió el engaño al pupilo de Ignacio de Loyola?

Cuando el sacrilegio de Medellín, me mandaron donde el padre Huelín, director de la Gran Misión que saboteamos sin querer… y casi lo hago llorar… con mi papel de desamparado que bien me hubiera valido un Óscar… Incluso dijo que iba a tomarme bajo su protección y que me llevaría a estudiar en uno de sus colegios en Europa… Pero me negué… Y preferí quedarme en Medellín haciendo de las mías…

¿De qué se arrepiente?

Arrepentirme, arrepentirme, de nada. Algunas cosas hice que me apenan. Pero fueron más bien deslices de la pendejada que me concierne. Me consuelo diciéndome que no se podía pedir algo mejor de mí. Yo no tengo la culpa de lo que me sucede.

¿De qué le gustaría morir?

Y quién dijo que uno se muere. Todo lo que sucede, está sucediendo desde antes de que sucediera realmente, desde siempre, y seguirá sucediendo para siempre, siempre, siempre. En la multidimensión. Estamos metidos en un entramado que nos supera.

¿Cosas que se le han quedado entre el tintero?

Hombre, las mejores cosas son las que se ahogan en los tinteros, chapaleando como las moscas. Tengo unas pinzas de oro que a veces me sirven para salvarlas y ponerlas a reflotar. Pero es imposible a veces rescatarlas en las marañas de los discos duros colapsados. Hace días oí, a propósito de esto, a un muchacho que se lamentaba con unos amigos, en un parque cerca de mi casa, mientras se bajaba de la asmática motocicleta: maldita sea. Se me olvidó la memoria.

Por Óscar Domínguez G. / Especial para El Espectador

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