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Sebastián Lozano: 1,60 metros de ritmo endiablado

¿Se puede ser campeón mundial de salsa sin ser alto y esbelto?

William Martínez
26 de diciembre de 2015 - 12:25 a. m.

Es como si odiaran bailar, pero amaran haber bailado, pensé cuando vi un show de Swing Latino una madrugada de noviembre en Cali. Uno llega a creer que los bailarines no disfrutan estar en tarima: los rostros son furia impetuosa, un grito de guerra. El dominio del cuerpo sólo llega hasta los hombros. Cuesta unir ritmo y sonrisa. Sebastián Lozano, sin embargo, sonríe. El bailarín de 21 años —campeón mundial individual en 2011, campeón mundial en grupo en 2013 y campeón mundial en pareja cabaré con Eliana Feijo en 2013— es uno de los más bajitos de la agrupación de 60 bailarines: un metro y sesenta centímetros.

Si se trata de ballet contemporáneo, la estatura no influye demasiado: la variedad de estilos no exige uniformidad en los cuerpos. Pero si hablamos de un ballet clásico o de un show de salsa como Swing Latino, el metro y setenta y cinco centímetros, como mínimo, resulta definitivo. Hace una década, el bailarín español Goyo Montero fue rechazado del Staatsballett Berlín por no cumplir con el canon. “No es buen bailarín. Es muy bajito y queda pequeño entre mis chicos. Simplemente, no encaja”, dijo el entonces director de la compañía Vladimir Malakov. Además de buscar armonía en las tablas, los coreógrafos fijan la mirada en hombres con una medida superior a las mujeres. Para hacer acrobacias en dúos o grupos ese factor les facilita la tarea, sobre todo cuando las mujeres llevan las puntas. Así y con todo, Goyo es ahora director artístico del Ballet de la Ópera de Nuremberg. Otro ejemplo es Daniil Simkin, que con 1,65 m es bailarín principal del American Ballet de Broadway.

Hace 10 días Lozano arribó al país, después de pasar el verano en Turquía bailando. Sin importar la coreografía, el bailarín aparece en primera fila: debe sobresalir en medio de cuerpos esbeltos y atléticos que le aventajan 15 o 20 centímetros de altura. Después de una hora de zapateo y acrobacias en el intermedio del show, nos reunimos en un salón oscuro junto a la recepción de la Escuela de Baile Swing Latino, ubicada al occidente de Cali, en el barrio El Cedro. Es medianoche. Las gotas de sudor corren a cántaros por su rostro alargado, de aire sereno. Su copete engominado, de mechones amarillos, pierde forma.

—A los bajitos nos toca hacer el doble de lo que hace un alto.

—¿Qué hace para paliarlo?

—En el escenario, usted se tiene que ver grande. Uno, de pequeño, tiene que exagerar más, estirarse más. Y eso pasa cuenta de cobro cuando trasnochamos días seguidos. En diciembre, son cinco días de salsa cabaré. O sea: cinco días de trasnocho.

—¿Qué secuelas físicas le ha dejado el baile?

—De tanto apoyar los dedos gordos de los pies –uno tiene que hacer peso en los dedos para que los pasos se entiendan– se me inflaman. Voy seguido a la farmacia.

—¿Se ha sentido en desventaja por su estatura?

—En Swing Latino, no. Pero pasa mucho que las compañías en el exterior que trabajan con el grupo piden gente alta. A veces no interesa que uno sea buen bailarín porque la coreografía es básica. Necesitan, simplemente, cuerpos altos y delgados para que el show se vea uniforme o para ambientar las esquinas.

—¿El baile lo ha salvado de algo?

—Recuerdo dos cosas. La primera es la cara de felicidad de mi mamá cuando la llevé a la Alameda a pegarnos tremendo almuerzo, una cazuela de camarones. Lo segundo es que siempre he sido amiguero, pero cuando me metí al cuento del baile, acabó mi vida social. Me alejé de mis amigos y cuando volví a buscarlos, algunos se habían dañado, cogieron vicios. También me pudo haber pasado.

De repente, Sebastián Lozano se queda paralizado; flota el silencio por unos segundos. Mira a la puerta del salón, susurra: “Están en show”. “Me cogió la tarde. Chao y gracias”. Sale disparado.

Por William Martínez

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