Las comedias románticas han sido tildadas por años de banales, cursis, inverosímiles, y en general ridículas. Quienes las disfrutan se refieren a ellas como un placer culposo, y aquellos que se consideran verdaderos cinfélos suelen menospreciarlas. Pero las comedias románticas, y el romance en general, es uno de los géneros más comunes no solo en el cine, sino en el arte. El amor es aspiracional, y el “y vivieron felices por siempre” está grabado en nuestra memoria cultural cómo sinónimo de éxito. Es un género que se ha deconstruido, analizado, criticado, y reinventado. Y aunque sabemos que va a estar siempre presente, a veces parece que nunca va a volver a brillar como lo hizo con las grandes divas de Hollywood. Pero Sean Baker claramente diere en esta opinión, y con “Anora” nos demuestra que el romance es un género resiliente, y los cuentos de hadas no son solo para niños. La cinta no podría tener un mejor título.
En su personaje principal se encapsula toda la magia, contradicción, inocencia, y vulnerabilidad de la historia. “Anora” es la muestra de un personaje femenino construido como si se tratara de una escultura. Baker se fijó en todos los detalles, es sólido como una piedra, pero su presencia es delicada. Es una joya coronada por un diamante, Mikey Madison. La actriz toma el personaje y lo vuelve una mujer de carne y hueso frente a nuestros ojos. Desde el primer instante es arrolladora. Los matices que imprime en su actuación logran que cada persona en la sala de cine se identifique con una bailarina exótica enamorada de la posibilidad de un final feliz.
“Anora” es fuerte, tiene que serlo. Una mujer con su trabajo debe estar preparada para todo. Pero eso no signica que no crea en el amor. Se casa con Vanya, quien le paga por tener sexo con ella, para que se pueda convertir en ciudadano estadounidense y quedarse con ella. Quiere tener su luna de miel en Disney World, y hospedarse en el cuarto de la Cenicienta. Esto no es gratuito, “Anora” es una Cenicienta moderna, puede que la princesa no se desnudara por dinero, pero su labor se consideraba tan baja como la de la stripper. Las dos son rebeldes y románticas, de una forma complementaria, no contradictoria. “Anora” se enamora de su príncipe azul al poco tiempo de conocerlo. Parece inverosímil, pero no lo es. Porque ella no se enamora de Vanya, sino de la idea de Vanya, su príncipe azul, la posibilidad de ser más que una bailarina, la promesa de un futuro. No conoce al ruso, pero sabe lo que representa.
En los últimos años, la pantalla grande ha sido escenario para historias de mujeres poderosas. Heroínas aspiracionales que desean los estereotipos de género. Sus historias hacían falta, y son importantes. Pero hemos llegado a caer en el error de creer que las mujeres que escogen encajar en esos estereotipos de género son menos poderosas que las que los retan. Esto no es del todo cierto, y es caer en la trampa del ideal de la mujer perfecta. “Anora” es hermosa, trabaja bailando desnuda para complacer a hombres que pagan por sus servicios, le gusta lucir joyas costosas y vestir con vestidos y tacones. Y aun así, es una mujer poderosa, con una fortaleza que emana de su inocencia y feminidad.
En el punto de quiebre de la historia, cuando Vanya huye y la deja sola, ella lucha por defender su matrimonio. Un matrimonio que lleva en vigencia pocos días, con un hombre que no conoce hace más de un mes. Parece ridículo, todos los hombres a su alrededor le dicen que es patético, y la miran con pesar, como aquellos críticos de las comedias románticas miran a quienes lloran con sus finales. Pero lo que hace “Anora” no tiene nada de patético, se está aferrando, como tanta gente lo hace día a día, a la esperanza de algo mejor. Baker cuestiona entonces ese final feliz y nos muestra la otra cara. Vanya no defiende ese matrimonio, al igual que los otros personajes, prioriza su propia realidad sobre la fantasía.
Este no es un giro nuevo en el género. Pero es en su final que el director muestra su maestría, y Mikey Madison destella más que nunca. “Anora” recibe un atisbo de empatía de Igor, uno de los hombres que trabajan para los padres de Vanya, y vuelve a creer. Justo antes de verse obligada a volver a su realidad, se aferra a la nada. Se entrega a Igor creyendo que su sueño sigue vivo. En esa vulnerabilidad, en ese momento de consciencia corporal, como no la hemos visto en ningún otro momento de la cinta, se desploma cuando Igor intenta besarla. No quiere, no está lista. Lo que pasó fue real después de todo. Su llanto lo comprueba. La imagen corta abruptamente a negro, y quedamos con los créditos de la película, sin música que los acompañe. Hay incertidumbre, no sabemos que va a pasar con “Anora”, y no tenemos por qué saberlo. El silencio nos incomoda, la realidad no está acompañada de una banda sonora. Pero aun así nos quedamos preguntándonos por ella, esperando que ojalá encuentre lo que busca y consiga su final feliz. Y es esa esperanza la que nos muestra, una vez más, que el romance es un género vivo, y hasta apenas está empezando a ser explorado.