No es una regla, pero generalmente el público que va a las salas de cine para el estreno de una película entre semana es porque lleva esperando esa función desde hace tiempo. Fue mi caso, al ir a ver Babygirl, la nueva película de Halina Reijn, en su noche de estreno. Después de ver el trailer había una curiosidad; qué hace que esta película, aparentemente erótica, esté generando reconocimiento por parte de la comunidad cinéfila, dándole una nominación a los Globos de Oro a su protagonista.
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Lejos de aclarar la duda, a medida que avanza la película la confusión crece. No es la primera película de su estilo que llega a los teatros. ¿Por qué, entonces, tanta gente se salió en la función a la que fui en su noche de estreno?
Es un error asumir que se trate únicamente por la película en sí, puede haber un millón de factores en juego, pero es un caso de análisis interesante cuando se contextualiza con la película que estaba en pantalla. Si no vieron el trailer previamente, desde el primer plano queda claro la crudeza del tema erótico en la película. Empezamos con un plano de Romy, interpretada por Nicole Kidman, fingiendo un orgasmo mientras tiene relaciones con su esposo Jacob, interpretado por Antonio Banderas. Minutos después nos damos cuenta de que la razón por la cual Romy no llegó a un orgasmo con su esposo es porque se deleita con fantasías de dominancia y control. En teoría, paradójico, teniendo en cuenta de que se trata de una reconocida y exitosa empresaria. En la práctica, trillado, no es nueva la historia de la mujer exitosa con deseos sexuales de sumisión. Pero está bien, es un error ir al cine a buscar nuevas historias, hay quienes aseguran que todas las historias ya están inventadas. Lo importante es cómo se cuenta la historia, para que su audiencia la sienta como nueva.
Hay esperanza y emoción, porque no es cualquier mujer la que está masturbándose mientras ve pornografía de sumisión, es Nicole Kidman, y gracias a Ojos bien cerrados, de 1999, sabemos que si hay alguien capaz de elevar una historia erótica es ella. Seguimos adentrándonos en la cotidianeidad de esta mujer llena de lujos y éxitos, mientras que le hace desayuno a su familia en una mañana de un diciembre eterno (con decoraciones navideñas presentes en cada plano de la película). Vamos entonces a una de las escenas más interesantes de la película, en el momento en que una perra furiosa intenta arremeter contra Romy en la calle. Es detenida por el llamado autoritario y misterioso de Samuel, a quien todavía no conocemos. No es casualidad de que esta escena haya sido repetida en todas las versiones de los trailers y avances de la película. Genera esa intriga mezclada con deseo que una película de este tipo debe generar.
Cuando vemos que Samuel no será simplemente un extra más en la calle, sino que se volverá parte de esta nueva cotidianeidad de Romy, aumenta nuestra expectativa. Pero luego esa expectativa se convierte en decepción. Es difícil saber si es a propósito o no, pero puede ser que la razón por la cual Samuel termina siendo un personaje tan unidimensional es porque las fantasías siempre son mejores en la mente que cuando se materializan. El juego que empieza entre los dos crece rápidamente, y deja confundido al público que intenta encontrar verosimilitud en esa atracción y consenso repentino, ajeno a cualquier resquicio de razón que una mujer con la vida a la que fuimos presentados antes debería tener.
Fue en ese momento en el cual los asistentes empezaron a abandonar la sala. La relación entre Romy y Samuel es atropellada, no alcanza a ser tan real que nos genere empatía, ni tan sensual que nos genere excitación, y curiosamente tampoco llega a ser tan perturbadora que nos genere morbo. Nicole Kidman es sin duda magnífica, y lleva este personaje tan lejos como el guion se lo permite, pero aún así no es suficiente. Entonces ese sexo que siempre hemos tomado como la clave para el éxito, el deseo de lo tabú, se vuelve entorpecedor. No importa qué tan retorcido sea, hay una razón por la cual la pornografía nunca ha llegado a tener reconocimiento en la industria, no es solo porque sea moralmente cuestionada, es porque si no hay una historia que conecte a la audiencia con los personajes, hasta la relación más salvaje se vuelve aburrida.
Hay más tensión y erotismo en los breves diálogos que comparten Antonio Banderas y Nicole Kidman que en los largos minutos en que vemos a Romy y Samuel escabullirse para deleitarse en sus deseos más oscuros. Cuando Romy se permite revelar el origen de sus fantasías, y vislumbramos un ápice de la complejidad que tanto deseamos, es demasiado tarde. Ya queremos que se acabe ese diciembre, y no nos importa realmente lo que pase después. Es una lástima, porque cuando Romy por fin llega a ese orgasmo tan deseado con su esposo, lo justo es que la audiencia celebre con ella en la culminación de esa narrativa circular. El problema es que el trazo de ese círculo es demasiado débil y la realidad es que los pocos que quedábamos en la sala simplemente esperábamos a que acabara para poder levantarnos e irnos, en la misma confusión en la que llegamos.