Yo estuve en Bogotá con Oliver Stone

El ganador de tres premios Óscar de la Academia fue invitado por SmartFilms para ser parte del jurado del evento y ofrecer una charla sobre su actividad cinematográfica. “El niño terrible de Hollywood” pasó de no querer ser retratado a pedir una foto con una llama.

Mauricio Navas Talero
30 de diciembre de 2018 - 02:00 a. m.
Mauricio Navas Talero brinda con Oliver Stone después de las extensas jornadas que tanto invitado como anfitrión vivieron en Bogotá.  / Archivo particular
Mauricio Navas Talero brinda con Oliver Stone después de las extensas jornadas que tanto invitado como anfitrión vivieron en Bogotá. / Archivo particular

El equipo de SmartFilms lo había logrado, era 13 de septiembre y la costosa y difícil gestión de traer a Oliver Stone llegaba a su fin, o su principio, depende de cómo se mire. El comité de recepción estaba en el espacio de espera de El Dorado expectante a que apareciera el autor de Platoon, JFK y Nacido el 4 de julio.

Yesenia Valencia, mi esposa, me había confiado la tarea de conducir una clase magistral con “el niño terrible de Hollywood” y por ahí de pasada que lo recibiera a nombre de SmartFilms a su llegada a Bogotá. Es pertinente revelar que son Oliver Stone y Paul McCartney los ídolos que reemplazaron en mi vida adulta a Batman y Supermán y la idea de tener a uno de ellos en carne y hueso al frente mío me tenía como quinceañera neoyorquina a la espera de Los Beatles.

—Ahí viene —reporta un miembro de la avanzada que fisgoneaba por la vidriera que deja ver a los pasajeros esperando las maletas.

Preparé mi sonrisa y forcé al software de mi cabeza para encontrar el mejor saludo posible: “Hello Oliver”, “Oliver, Hi”, ”Mister Stone, welcome to Bogotá, hello”, “Mister Oliver”, “Mr. Stone, nice to meet you” y otras 43 posibles formas de aproximar al hombre que se incrustó como mi paradigma desde la universidad, me veía a mí mismo en un estrecho cruce de manos “para la foto” de la prensa y mi deseo secreto de que mi mamá desde el más allá me viera triunfando.

En ese momento, aparece en el borde que separa el más allá del aeropuerto, de la calle y los taxis del reino de Peñalosa, un señor de gafas guasquiladeadas que cruza el umbral con paso apurado y gesto de dolor de estómago, que detecta por mi cara de “Welcome” que yo debo ser el de SmartFilms y sin mediar más de un segundo me dice imperativamente que lo saque de allí y que evite tajantemente que le tomen fotografías. En medio de este giro en “u” y despidiendo con nostalgia mis escenas de “mamá estoy triunfando” paso a comandante de una operación vertiginosa para sacar al dueño de tres premios Óscar del aeropuerto y casi “teletransportarlo” al Mercedes-Benz que lo esperaba para llevarlo al hotel. Contrastaba con él la presencia de Chong, su silenciosa y gentil esposa, que se acomodaba con precisión a los movimientos del director de Entre el cielo y la tierra, llegamos al vehículo y comenzó la visita.

Su fastidio por las fotografías, su impaciencia y su rechazo a Álvaro Uribe Vélez fueron constantes en los tres días que estuvimos juntos. Obedeciendo a sus deseos de conocer Bogotá fuimos a pasear por La Candelaria, en donde me sometió a un interrogatorio agudo acerca de los indigentes que dormían a la entrada de la Catedral. Tuve que aclararle que no se los había inventado “iuribe” como él lo llamaba, que esos ya estaban desde antes del dueño del Ubérrimo.

Subiendo por la calle de la Casa del Florero, súbitamente, se transformó en un niño de once años al toparse con una llama que una señora ofrecía a los turistas para “la foto”, detuvo la siempre apurada marcha e invitó a Chong a que tocara al animal y, ¡sorprendente!, me pidió que le tomara una fotografía. Si me piden que les diga cuál fue el mejor momento de Oliver Stone en Bogotá les diría que fue ese instante con la llama, la señora que la sostenía y su esposa tomándose la foto.

Caminando por la calle Décima hacia el oriente le atrajo una vitrina llena de golosinas y me pidió que entráramos a la cafetería, porque quería probar lo que veía detrás del vidrio y así, de la nada, me vi a mí mismo sentado con el hombre que escribió Expreso de medianoche, tomando tinto con cocada en un sitio propio de mi infancia.

Su carácter se fue ablandando con la conversación y me preguntaba mucho por el proceso de paz, el conflicto colombiano y cuáles eran las probabilidades de que nos deshiciéramos de “iuribe”. Lo llevé a Cucunubá y en ese largo viaje durmió, estiró las piernas en un parador de camiones y me hizo muchas preguntas sobre la vida de los campesinos que veíamos a lo largo del camino. Sobre los cortos que tuvo que evaluar observó que los colombianos llevamos una turbulencia en el alma que transportamos con urgencia a la estética.

Ese domingo cualquiera, en el Teatro Cafam de Bellas Artes, la clase magistral discurrió cálida y divertida acerca de sus metodologías como director, fue presenciada por 900 personas que lo aplaudieron de pie durante cerca de un minuto cuando terminó de leer en voz alta un diálogo del guion de Platoon, que revela el sinsentido de la guerra y que no está en el corte final de la película.

“Eres un romántico” me dijo al dejar el gran pasillo de El Dorado para irse a su casa, no sé si fue un elogio o una advertencia. Dos días después, en un afectuoso mail de agradecimiento, cierra el mensaje preguntándome si habrá algo que podamos hacer para salir de “iuribe”.

 

Por Mauricio Navas Talero

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