La muerte de un torero

Me calcé los tenis rojos con los que voy a toros y las medias negras con las que voy a los entierros. Un toro mató a Iván Fandiño en una plaza sin importancia en el sur de Francia. En un quite se tropezó con la capa, el toro hizo por el torero en la arena y le destrozó el hígado y los pulmones. Toreaba con el corazón en la mano.

Alfredo Molano
23 de junio de 2017 - 04:30 a. m.
El diestro español Iván Fandiño falleció esta semana tras recibir una cornada en una plaza de Francia. / Nelson Sierra G.
El diestro español Iván Fandiño falleció esta semana tras recibir una cornada en una plaza de Francia. / Nelson Sierra G.
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Lo vi por primera vez en Cali en diciembre del 2014, cuando entró a la arena para comérsela. Así lo escribí: “Derechazos suaves, dulces, sin enmienda, lentos, lentos, lentos. Remata con el pecho. Repite, no atropella, invita, se da al ritmo del toro. Música. Nueva serie. Molinete para cambiar de mano. Cita de frente y saca al toro por donde entra, hace tres naturales apretados y remata su faena con un insolente pase de pecho. Fulminante con la espada, corta una oreja”. Ya había salido por la puerta grande de Madrid al entrar a matar con la mera espada, sin muleta. El toro lo acunó entre los pitones y Fandiño salió hacia la gloria. En marzo del año siguiente se encerró solo con seis toros de las ganaderías más temidas. Salió por sus propios pies hacia el hotel, pero había llenado la plaza de Las Ventas hasta las banderas. Era un torero solitario, que se había hecho camino contra el viento.

Como César Rincón, Fandiño devolvió a los ruedos la verdad del toreo. No aceptó entrar al mundo del negocio, tuvo un solo apoderado: “Yo soy el único dueño de mi carrera, de mi libertad. Quiero gobernar mi vida. Sé muy bien lo que es sentirse en la soledad. Voy a la guerra todos los días. Busco hacer el toreo puro. Intento torear con cercanía, con pureza, aunque eso suponga que, alguna vez, se produzca algún enganche. Me refiero al sentimiento, al alma que entrego cada día. Si he de morir, seré libre”. No era sólo un torero, o mejor: era un torero.

Lo entrevisté en la bella placita de la hacienda La Holanda, donde tentó vaquillas de Mondoñedo en la época del exilio. Nacido en Orduña, Vizcaya, se aficionó a los toros sin antecedentes familiares: “Tenía 14 años cuando en un encierro cogí por primera vez mi capote, hice unas chicuelinas no sé ni cómo y aquello me embelesó, y así hasta hoy”. El valor era para Fandiño la conciencia “de lo que estás dispuesto a perder y aun así, saber lo que tienes que arriesgar para conseguirlo”. Le pregunté sobre la muerte: “No me he sentido aún frente a la muerte. Esos momentos todavía no me han llegado. He sentido el dolor, he sentido la incertidumbre de lo que podría pasar, pero algo tan drástico como verme frente a ella, no. Y sé que ando con ella. Que está ahí, palpable, que puede llevarme en cualquier instante”.

El instante llegó. “El toreo es la verdad pura y dura contra la muerte; es una forma de explicar sin palabras el sentimiento. Es algo bello y a la vez feroz. El corazón late a mil velocidades cuando se siente pasar la muerte por el costado”. Y fue por el costado y dando una chicuelina cuando Provechito –toro de Baltasar Ibán– lo enganchó, lo levantó y lo lanzó al cielo.

Por Alfredo Molano

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