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Las magias de la tinta

Los dibujos del maestro Fernando Molina.

Fernando Denis
13 de noviembre de 2012 - 08:43 p. m.
Las magias de la tinta

Quizá el dibujo sea una secuencia de la imaginación, una delirante suma de líneas que asoman en el vacío de la historia del arte, el proceso hacia su encuentro con los colores para luego ocultarse en la memoria.

Los dibujos en tinta del maestro Fernando Molina hieren los relieves de la blanca llanura donde retozan sus dragones, o la fabulación de otros animales fantásticos, ebrios algunas veces de un rojo que atraviesa la conciencia de un paisaje que mojan acuarelas, que advierten el viaje hacia alguna línea de Borges, hacia un desaforado libro de Tolkien; sus seres cuentan historias antiguas en blanco y negro; habitan en regiones aéreas, ensimismadas, y saltan sobre un lago de oro asombrados de su propia imagen; también se van a París a esconderse detrás de las esculturas de Jean Dubufett; hay quienes los han visto perderse en la abigarrada sombra de Gérard Garouste.

Sobrevive a los trazos de Molina una soledad inquietante, pero también una exacerbada emoción por lo mágico, juega con los esplendores de una nueva babel pictórica, deja imágenes memorables a la orilla de otros universos. Molina convive con su fabulación entre sus constantes luchas con la vida real. Sus animales vuelan sobre las más espléndidas metáforas, en paisajes que avivan en la piel laberintos, en la boca palabras enfatizadas por los ángeles, en la cabeza el lustroso rigor de una música o de un coro.

El diálogo entre los trazos y la memoria del dibujante, en el taller, en la trastienda kafkiana, en la lúgubre soledad de un mercado de duendes, en la torre de un suburbio, va despejándose a medida que los vientos del sur despejan la neblina del subconsciente colectivo, su smog urbano, y lentamente somos llevados, como en un poema de Browning o de Rossetti, a las inmediaciones de un paraíso reconquistado por las ideas, a la truculencia de las formas reclamando su espacio y su tiempo; entramos al claro de un mundo subterráneo, nuevo y antiguo a la vez, marcado por el síndrome de una belleza inaudita, provocadora.

En la agonía de la noche, antes del primer canto, el maestro que trafica con espátulas y pinceles guarda un verso para siempre: “Los barrenderos acumulan colores en los rincones de la madrugada”. Es de Vicente Gerbasi. Y mientras baja los escalones de la aurora guiado por el duende que apaga los faroles, recuerda que los pinceles también son escobas.

Esta serie de dibujos alucinantes gira bajo el mito de una atmósfera que se reinventa a sí misma, embriagada de su propia lucidez, enfebrecida, ardiendo en una ternura inusitada, una ternura tan frágil que hiere corporalmente, como el amor. La sinceridad en el pulso del dibujante hace que la tinta queme nuestra mente, la forma y el tiempo disgregado en el delgado hilo que la recorre permanecerá con nosotros, más allá de la vida y sus pormenores. Porque el verdadero arte no muere, ni su esencia que es la que sostiene el mundo.

Escribir sobre estos seres fantásticos es casi escribir sobre un universo paralelo, tentar el prodigio de una memoria distinta, nueva, o quizá demasiado antigua, anterior al género; escribo despacio y escruto con la lupa los movimientos, cada parpadeo de estas criaturas. Busco un idioma que me acerque al oído del tiempo, al oído del que sueña con ellas, su cómplice.

De la misma manera que en mis poemas escucho la voz de la piedra, la voz del relámpago, quiero escuchar lo que susurran estos dibujos en la penumbra del taller a su maestro, dialogar sobre sus tribus, sus visiones, qué cosa hay para ellos detrás de la belleza.

No basta el talento, lo sabemos, para moldear la arcilla que da vida a los colores, a la tinta, al poema; hay magia, un exacerbado esoterismo que se esconde en la mirada del artista. La elegancia de las líneas que van cobrando forma sobre el papel antes de convertirse en dibujo parece que viniera de algún lugar extraño, más allá de la mano, más allá de la mente. Esto conmueve y libera, permite esconder nuestra soledad en su magia y hacer que entre en nosotros ese halo de asombro de la infancia, esa luz que tanto nos habla de la magia y sus comportamientos, que nos ilumina a la hora de los inventarios.

Seres para llamar a la armonía del cosmos, para atiborrar de plasticidad el subconsciente colectivo, para volver a inventar la soledad de los colores, la soledad del viento, la soledad de la aurora.

Estas imágenes prometen la reconciliación de los afectos, el derecho a confiar en la fantasía y en los cuentos de hadas, renacer con la tinta china y crecer hacia adentro como los árboles.

Llega el otoño a estos paisajes, amanece. Aquí el sueño limita con la aurora. Se ven las sombras borrarse lentamente, caminar hacia el bosque, hacia el acantilado de mármol, hacia la fulgurante playa llena de monedas de plata.

El dibujo plasma sobre la blancura de la nieve, sobre pedazos de cartón como si fueran paredes o muros verticales de alguna frontera, en un trance puntiagudo: la simetría de cada gesto, sus esplendores, sus cabezas alegres, las alas, cada gesto del aire cuando se han apagado las llamas de la noche; la naturaleza sonríe, muestra sus dientes, mueve su cola, sale del laberinto, el tiempo deja caer sus plumas en el sueño del viajero, o del que huye, o del judío errante, o del abismo, o de una palabra. Busco la sombra del animal y no la encuentro, ni su huella, pero sí percibo la melodía que pasa bajo sus pies, leo su danza.

Estas palabras, plenas de sensibilidad, de esplendores, como un merecido homenaje al maestro tolimense, coinciden azarosamente con la exposición de más de cincuenta dibujos en tinta que podrá verse a mediados de noviembre en la galería de la librería de la Universidad Nacional de Colombia, esquina del parque Las Nieves.

lavozdelapoesia@hotmail.com

Por Fernando Denis

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