Alejo Durán, el rey bañado en oro olímpico

Era tan grande, que al aterrizar en el aeropuerto de México, cuando los Juegos Olímpicos de 1968, le tenían preparado un homenaje de bienvenida, y hasta regalías,  por lo pegadas que estaban algunas de sus canciones, como el 039.

César Muñoz Vargas
16 de febrero de 2019 - 04:42 p. m.
Alejo Durán. / Cortesía
Alejo Durán. / Cortesía

Un redactor deportivo, confundido, o queriendo impresionar, relataba un día la experiencia que para él significó ver a Alejo Durán presentarse en la plaza Alfonso López de Valledupar. Hablaba de un Festival de la Leyenda Vallenata de la década de los noventa, es decir, de una edición posterior a la muerte del acordeonista y a la que, según dijo, llegó como enviado especial de un tabloide bogotano.

Al ver el hecho en retrospectiva, tal vez el periodista tenía razón, y sin que fuera su propósito, terminó develando una verdad innegable que hace parte de lo que es la leyenda y la realidad de quien fuera  hoy un músico centenario: El Negro Alejo ha sido tan grande, que muchos, más allá de reproducir los sonidos de su acordeón, viven viendo su espectro; y otros, como cierta dependiente de un ventorrillo de Rincón Hondo, no soportaban que nadie, ni el mismo Alejandro Durán Díaz, se atreviera a suplantarlo.

Era tan grande, que al aterrizar en el aeropuerto de México, cuando los Juegos Olímpicos de 1968, le tenían preparado un homenaje de bienvenida, y hasta regalías,  por lo pegadas que estaban algunas de sus canciones, como el 039. Los mexicanos sonaron mariachis, y esperaban que Durán, cuanto antes, abriera el fuelle.

El asunto de la presencia de Durán en México quedó registrado como un dato estadístico en las páginas de una rigurosa investigación de Ciro Quiroz Otero: Vallenato, hombre y canto, en el capítulo que hace referencia a la difusión de las melodías por fuera del Magdalena Grande. Allí el autor se refirió a la participación del grupo colombiano en un festival de músicas vernáculas.

Pero el tema era de dimensión superior. En octubre de 1968, por primera vez en la historia, y en sincronía con el máximo certamen deportivo, se llevaban a cabo las Olimpiadas Culturales, iniciativa del arquitecto mexicano Pedro Ramírez Vásquez, director de los juegos.

Hace unos años, José Tapia Fontalvo, el guacharaquero de siempre del rey Alejo, refería que después de ganar el primer Festival Vallenato, el gobernador del Cesar, Alfonso López Michelsen, los llamó para notificarles que el grupo, junto a Antún Castro, Los Gaiteros de San Jacinto y la Estudiantina de la Universidad Nacional haría parte de la comitiva musical.

José Tapia _fallecido en febrero de 2018_  y Pablo López, coincidieron en lo sustancial de la historia; por ejemplo, en que los primeros contendores que quedaron en el camino eran representantes de naciones africanas a los que encararon en inmediaciones del lago Chapultepec.

Al consultar de nuevo a Pablo López sobre sus memorias de aquellos olímpicos, vuelve a reírse con la anécdota del regaño que le propinó Durán. «A mí siempre me ha gustado el fútbol, pero el estadio quedaba lejos de donde  teníamos que tocar. Yo me escapé para ver un partido entre Colombia y México y casi no llego a la presentación».

Alejo, contrariado porque el cajero no aparecía, estaba listo en la tarima para una de las eliminatorias. Apenas lo vio venir, le reclamó: « ¿usted vino a tocá o a ver fútbol?». Acto seguido, comenzaron los conciertos de cumbia y vallenato, que eran al mismo tiempo competencias musicales con exponentes de cerca de cien países. Los veredictos de los jueces se conocían al día siguiente, cuando los publicaba el diario Excelsior, el mismo que después titularía: “Lo que Colombia no logró en el ámbito deportivo, lo consiguió en el musical”.

Abrigados en la euforia de la gente, los colombianos interpretaban un extenso repertorio dominado por la musa de Durán. El soncito, Pena y dolor, Entusiasmo a las mujeres, este último un merengue que alegraba también al rey negro, más si se sabía bien acompañado. “Cuando toca Pablo el merengue, Alejo se siente sabroso”, solía decir, con el recurso de nombrarse en tercera persona, muy propio de los juglares.

Dice Pablo López que en las últimas rondas dejaron sin opción a Japón y a Italia y describe, con total claridad, la noche de la final en el Teatro Hidalgo, a la que llegaron luego de eliminar a República Dominicana. Por su parte, los alemanes lograban el otro cupo luego de superar a la peruana Victoria Santa Cruz y su conjunto.

El auditorio entró en delirio tan pronto Alejo pisó pitos, pisó bajos. Tan pronto Pablo López con la caja, y José Tapia con su trinche y Pastor Arrieta con más percusión se sumaron a la fantástica sinfonía llegada del Caribe colombiano. Alicia adorada, 039 y La pollera colorá, canciones que causaban furor en México, retumbaron en el magno escenario, donde Mario Moreno Cantinflas era uno de los jurados.

La decisión última no fue sorpresa ni para los propios germanos –productores en serie de acordeones–, que, fascinados con la rutina de Alejandro Durán, señala Pablo López, terminaron bailando, aplaudiendo y abrazándolos, más cuando interpretaron la cumbia de Wilson Choperena y Alejó soltó unas interjecciones extrañas, que le valieron destierros de padres celosos en los pueblos de la costa, pero inevitables y que hacen parte de su impronta: ¡oa!, ¡apa!, ¡sabroso! Oro olímpico para Colombia, el primero en toda su historia.

 

Quién tiene la medalla olímpica


Durante mucho tiempo Pablo López estuvo convencido de que la medalla que le colgaron al rapsoda de El Paso se conservaba en los escaparates del Comité Olímpico Colombiano, sin embargo, allí desconocen tal logro y no cuentan con registros de la hazaña cultural.

En Planeta Rica, Alejandro Durán Chacón, operario en una planta de leche y el único de la veintena de hijos que heredó el gusto por la ejecución del arrugado, afirmó que la insignia dorada debía estar en poder de Joselina Salas, una de las primeras mujeres del rey, residenciada hoy en Barranquilla. Según Alejo Junior, Gloria Dussán, la última compañera de su padre, no podía tenerla, porque cada vez que este se arrejuntaba con una dama, lo hacía con trasteo nuevo.

Juana Francisca Durán Salas, hija de Joselina, y la mayor de la camada, constató que para el año 68 Alejo no vivía con su madre, sino con Guillermina, en Planeta Rica. Pero, hace algunos años, José Manuel Tapia pareció resolver el misterio: “Esa medalla la tiene el doctor Luis Hernández, un odontólogo muy especial para Durán”. De Hernández, se sabe que vivía en una finca cerca de Planeta.

Pablo López  certifica que, ciertamente Alejandro Durán era muy desprendido de las cosas, de un espíritu tan dadivoso que lo llevó a regalar un emblema de valor incalculable. Alejo era glorioso y modesto, como bien lo describió David Sánchez Juliao. No tenía más pretensión que alegrar los pueblos por donde iba y entusiasmar a las mujeres con el modo de tocar ese pedazo de acordeón, el mismo de su puya autobiográfica, que entonó su vida, que se fue con él a la tumba y que ambienta su espectro.

 

Por César Muñoz Vargas

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