Alejo Durán: un rey que se podía tocar con la mano

Este año se celebran 100 años del natalicio del juglar vallenato y 30 de haber fallecido. Durán dejó un valioso legado musical y cultural.

José Luis Garcés González / Especial para El Espectador
10 de febrero de 2019 - 03:00 p. m.
Alejo Durán dijo en alguna oportunidad: “La vida del músico en esa época era: trago, comida y mujeres y decidí que estas dos últimas hacían más bien que la primera”. / Cortesía
Alejo Durán dijo en alguna oportunidad: “La vida del músico en esa época era: trago, comida y mujeres y decidí que estas dos últimas hacían más bien que la primera”. / Cortesía

Por Jose Luís Garcés Gonzáles*

Ahora, en este 2019,  el Maestro Alejo Durán cumple cien años de haber nacido y treinta años de haber fallecido. En cuanto a los ajetreos de la muerte, murió como tenía que morir: murió del corazón. Lo había dividido, tajantemente, en dos: entre las mujeres y la música. Era un corazón que había amado, que había sufrido, que había creado. El de él fue un solo corazón para muchos corazones. Era una mañana de sol del mes de las ánimas, y el río Sinú, que serpenteaba entre arenas y barrancas, le quedaba a la derecha.  Los ojos de Alejo lo miraron por última vez. Quizá por ese río se le escapó el amor de Sielva María.  

Murió de un infarto un miércoles  de sol del 15 de noviembre de 1989 en la pieza 204 de la Clínica Unión de Montería. Doce horas antes, cuando algunos periodistas se colaron en su habitación, había dicho en tono lento, pero algo jocoso: “Se morirán los pollos, nosotros los gallos no nos morimos”. Luego, sonrió con desgano. 

Alejo Durán había sido traído desde Planeta Rica el viernes 10 en la mañana. En la madrugada le habían reaparecido la asfixia y el dolor en el pecho. Entonces Gloria Dussán, su mujer, lo llevó donde el médico Óscar Díaz. El médico se percató de que lo de Alejo era serio y ordenó su traslado a Montería. La noticia encendió la pólvora que guarda la lengua de la gente. Todo Córdoba, todo el país supo inmediatamente que el corazón de ese viejo, presencia, símbolo y leyenda de la música popular en Colombia, tenía ganas de finalizar la jornada. 

Ahora ha muerto. Pero ya, desde antes, desde mucho antes había entrado vivo a la inmortalidad. Como García Márquez, para poner un solo ejemplo.  O como muy pocos. Había nacido en El Paso, hoy perteneciente al departamento del César, un 9 de febrero de 1919 cuando en Europa había finalizado la Primera Guerra Mundial y Colombia no había despegado hacia la modernidad. Lo del acordeón lo llevaba en la sangre, y aunque campesino por extracción, era músico por vocación, decisión y corazón. Eso de estar metido en una hacienda, enlazando novillos, castrando cerdos, arreglando cercas o llevando mandados, no era lo de él. Y fue sincero consigo mismo, que es el primer deber de todo hombre. Y se marchó de la hacienda Las Cabezas dispuesto a enmancornarse con la música de acordeón, pasara lo que pasara, listo a caminar y residir en las regiones más distantes, a conocer la gente más diversa, decidido a hacer de la mujer su diosa, su pasión y su fe. Fue un empedernido enamorado, prudente por fuera, volcánico por dentro. 

Dicen que en sus 70 años cumplidos más de doscientas mujeres conocieron de sus amores. Cuando llegó a Planeta Rica, hace 28 años, había vivido en ese transcurrir existencial y había engendrado 25 hijos. En Planeta bebió agua del Pital y allí finalizó su periplo. El agua, según la leyenda, y Gloria Dussán, por mandatos del sentimiento, fueron su muralla de amor. 

“Entonces, Alejo, tú dijiste, contradiciéndote un poco,  que no querías morirte, que todavía tenías mucho que dar en la música, no importa que hubieras compuesto más de 500 canciones, grabado más de 200 larga duración y te hayas paseado por muchos países de América llevando esa música que tú, como los clásicos, denominabas “un periódico”, un llevar información untada de alegría o de tristeza: no importa el agua, importa el río. 

Querías volver a la música, aunque, desde el desvanecimiento de Cartagena, te tenían prohibidas las emociones fuertes. Pero prohibirte a ti la música, era como prohibirte la vida. Por eso aceptaste ser jurado en el Festival de Compositores y Acordeoneros de Chinú, a principios del noviembre  fatal. Cumpliste tu trabajo y la gente, esa cosa veleidosa que hoy llora tal como lo había hecho el año pasado con el portentoso ciego Leandro Díaz, te pidió que tocaras “Mi pedazo de acordeón”. Era mucha carga: no debías hacerlo. Insistió la muchedumbre. No aceptó explicaciones. Quería al héroe, y el héroe estaba al alcance de los ojos. Y aceptaste. Y esa intervención te hizo daño, dijo absolutamente serio el galeno Omar González Anaya. Sí, Alejo murió de música, dirá años más tarde un joven poeta del siglo XXI; murió en lo suyo, en su genuina pasión indómita”. 

Alejo, desde la 204, a su lado izquierdo un tanque de oxígeno, acompañado de Gloria y su pequeño hijo Darío Alberto, seguramente escuchaba a la multitud que indagaba por él y que abajo rugía de amor. Que quería, como muchas veces lo hizo, tocarlo con las manos.  Estaba en su última batalla, a la que no le tenía miedo. Ya él lo había repetido muchas veces: “Si la muerte me quiere, que me busque”. Y la muerte estaba rondando desde seis meses atrás, confabulada con la hiperglicemia y la dolencia cardiaca. En la mañana de este 15 de noviembre, cuando el calor del Sinú empezaba a tomarse por asalto las llanuras y los vaivenes del cielo, miró profundamente a su mujer y le dijo en voz baja: “mija, te quiero”. Gloria, conmovida, le agarró una mano y le respondió: “yo también a ti”. Él lo sabía. Estaba lúcido y no se echaba mentiras. Le retornó la asfixia. Sintió una puñalada cerca del esternón.   El final se aproximaba. Y lo asumió como un hombre. De pronto el coletazo de un huracán hizo estropicio en su pecho. Allí quedó, quieto pero solemne, indefenso pero inmenso este hijo de Juana Francisca Díaz que se lanzó al camino del vallenato tradicional en Mompox un octubre de 1948. Los ojos entrecerrados, oteando los viejos caminos de la vida. 

Alejo Durán, el inmortal que había creado e interpretado el 039, Fidelina, El Verano, La Perra, La Cachucha  Bacana, Mi Pedazo de Acordeón y centenares más, se murió ocho días antes de que se lanzara la segunda edición de su biografía. Vea cómo es la muerte de imprudente. Su biógrafo, el poeta José Manuel Vergara, había programado la presentación del libro, que es el estudio más completo que existe sobre Alejo, y ya no contaría con el maestro el día de su lanzamiento. Pero el acto se hizo,  más perentorio que nunca. “Alejo Durán”, tal es el nombre del texto, está ocupado a llamar puesto predilecto entre los libros colombianos de todos los años. 

Y el biografiado, tipo duro de sonrisa blanca en piel negra; el mismo que le hizo competencia a Francisco El Hombre; el que dijo que “morirse es una obligación con uno mismo”; ese que nunca se ensució los labios con un trago de ron; el que miraba con picardía y franqueza lanzando los ojos de abajo hacia arriba; el que no envidió la gloria porque era la gloria misma; ese que alguna emisora anunció muerto en julio de 1975; ese que hace cincuenta años abandonó su trabajo en la finca decidido a conquistar el mundo a fuerza de canciones y acordeón, no pudo estar en la mesa directiva del día de los fulgores. 

Cuando se presentó la primera edición de “Alejo Durán”, en una noche de agosto de 1981 en Planeta Rica, el maestro se levantó de su puesto, abrazó a José Manuel, uno de sus grandes amigos, y le dijo con ese estilo tan suyo: “Doctor Vergara, ahora yo con libro a cuestas, usted si me ha metido en un compromiso muy grande”. 

Como artista que era tenía muy afilado el animal de la intuición. En su último larga duración incluyó un paseo titulado “Estoy enfermo”, en donde medio en burla y medio en serio dice: 

 

Yo estoy enfermo, 

yo estoy enfermo, 

yo estoy enfermo de gravedad. 

Porque el remedio lo tiene ella, 

lo tiene ella, 

lo tiene ella 

y no me lo da. 

 

Todo estaba consumado. Alejo había muerto y había que llevarlo a su ciudad de adopción. Sacaron el ataúd; una muchedumbre impedía el paso. Al fin se despidió de Montería y emprendió viaje.  Planeta Rica salió a la carretera a esperar el féretro que llegó el mismo 15 de noviembre a las cuatro de la tarde. Miles de personas, venidas de todas las latitudes del país,  lo aguardaban antes del retén, en la carretera cercada por matarratones, robles, totumos, ñipiñipis y abetos. Todos agitaban los pañuelos. El  corazón se estremecía. Acompañado de centenares de vehículos, el cadáver de Alejo produjo verdadera conmoción. Paralizó la vida. La gente gritaba, lloraba, sonaban los pitos y bocinas; ponían sus discos a alto volumen. Era la gran locura causada por el amor y el dolor. Era un héroe auténtico, que comía panela y andaba en bicicleta. Nada de invención del marketing. 

Era planetero. Se consideraba planetero. “Uno es de donde lo traten bien”, había dicho. Ahora entraba en su ciudad definitiva, al reino sin polémica. Allí estaba, cargado otra vez en hombros como lo hicieron en 1987 cuando le dieron el título que Valledupar le negó: “Rey de Reyes”. Silencioso pero formidable, Alejo con su muerte, había causado estragos en el alma buena de la patria. Allí estaba como gran jefe, como gran ídolo, como gran Dios, ese de quien Alfredo Gutiérrez dijo: “El maestro hacía el verso bello y fácil. No se complicaba. Era como Pelé”.

*Escritor y catedrático universitario. Director del periódico cultural El Túnel, de Montería, Colombia. Cuentos suyos han sido traducidos al alemán, francés, inglés y eslovaco. Sus dos obras más recientes son: Los trabajos del insomnio (Cuentos reunidos) y la analecta erótica "Banquete sagrado". Correo electrónico: jlgarces2@yahoo.es

 

Por José Luis Garcés González / Especial para El Espectador

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