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Resulta siempre una tarea difícil argumentar de manera convincente acerca de la calidad, positiva o negativa, de una muestra artística. En nuestros días, dicha tarea se hace colosal a la luz de la evidente relativización que ha traído consigo la llamada posmodernidad.
Digamos entonces que una crítica ‘objetiva’—más allá de la relativa objetividad que brinda un acuerdo sobre X o Y entre miembros de una comunidad—se ha convertido hoy casi en una categoría de ficción; o, en términos más cercanos al ambiente intelectual imperante, en una construcción discursiva inconsciente de las ideologías que la alimentan. Plasmo acá estas ideas a raíz de la tarea de escribir un comentario sobre el concierto que ofreció el pianista francés, Alexandre Tharaud, el pasado miércoles 19 de junio en la Sala de Conciertos de la Biblioteca Luis Ángel Arango de Bogotá.
Teniendo en mente esta tarea, durante los días sucesivos al concierto me preguntaba constantemente por las razones por las cuales me había parecido tan bueno aquel concierto. ¿Qué tan “objetiva” podía ser esa percepción? ¿Qué tan de acuerdo estarían conmigo los asistentes al concierto? Y, si en efecto compartíamos la sensación de haber presenciado un gran concierto, ¿qué argumentos—aquellos que juntos construirían un discurso de relativa objetividad—podrían explicar dicha sensación? Al plantearme estas preguntas como preámbulo al presente comentario, apelo a la deconstrucción como método de construcción, en aras de buscar los elementos que alimentan mi sensación.
Primero, pienso en cómo la reputación que acompañaba a Tharaud de cara a su presentación probablemente influiría sobre los juicios que pudieran ir emanando, ya racionalizados, de las sensaciones experimentadas en el concierto. Podría esto implicar un sesgo a interpretar lo escuchado como una corroboración natural de la grandiosidad del artista, o a emitir juicios en extremo severos alimentados por elevadas expectativas.
En este respecto, recuerdo mis primeras sensaciones mientras Tharaud navegaba por la suite de danzas de Jean-Philippe Rameau que abría el concierto. Notaba, sin duda, la enorme facilidad con que Tharaud deslizaba sus manos sobre el teclado. Era tal la levedad, que parecían ausentes los efectos físicos de la fricción y la gravitación. Aun así, se me antojaba un tanto meliflua su interpretación, a razón, quizás—y aquí otra deconstrucción—de mi hábito de buscar escuchar este tipo de repertorio en instrumentos de época que tienden a producir una articulación más marcada, en opinión de algunos tal vez más tosca que la de un piano moderno.
Los trinos, mordentes, y demás ornamentaciones de la pieza barroca inundaban de manera virtuosa su interpretación, de tal modo que, en conjunción con las insinuaciones polifónicas de las danzas y el manejo articulatorio del instrumento, generaban un aura musical de un barroco con aires de nueva era.
Luego de ese primer leve desencuentro con Tharaud y su versión de Rameau, mis dudas desaparecieron. Con Debussy pareció emerger toda su magia, consolidada luego en finísimas interpretaciones de Beethoven, Ravel, y el compositor franco-venezolano Reynaldo Hahn. Pero, ¿y cuál fue exactamente esa magia? Deconstruyamos: argumentos comunes apuntarían a su virtuosismo—algo extraordinariamente evidente en La Valse de Ravel, apoteosis final del concierto—; o a su presencia escénica y la exquisita coreografía corporal con que acompañaba de manera perfectamente armónica la intención musical; o a su enorme competencia y dominio sobre los estilos interpretados, evidentes, por ejemplo, en la asombrosa naturalidad con que pasaba de las evocadoras imágenes sonoras de los impresionistas franceses a la música onírica del Beethoven tardío.
Pero había algo más, algo que realmente hacía de este concierto y de este pianista algo especial. Posibilitadas sin duda por una perfección técnica, emergen en las interpretaciones de Tharaud una exquisitez y variedad de colores sonoros difícilmente logrables en este instrumento, una apoteósica síntesis entre la ejecución limpia y precisa de alturas, ritmos, curvas dinámicas y fraseos, y la proeza técnica que permite imprimir pesos y ángulos variados a diferentes partes de la textura musical para hacer imaginar al oyente que hay colores diferentes para cada motivo, para cada voz, para cada plano. Para usar una metáfora visual moderna, Tharaud logra que escuchemos las intrincadas piezas que toca como en HD y abarrotadas de píxeles, incluso en momentos de intensa velocidad. Y esto es algo realmente fenomenal.
Podrán los asistentes de aquella noche compartir o no la breve deconstrucción que aquí presento de mis sensaciones posconcierto. Lo cierto es que, en mi propia experiencia, esta cualidad es una joya, un importante ‘plus’, digamos, que hace grande a Tharaud. Para mí, allí está la esencia de lo que es capaz de expresar este artista con su música: exquisitez pura. Merci, Tharaud.
* PhD en Musicología, Profesor Pontificia Universidad Javeriana