Benjamin Baker: el ejemplo a seguir

Reseña sobre la presentación de Benjamin Baker, violín; y Daniel Lebhhard, piano (Hungría) en la Sala de Conciertos de la Biblioteca Luis Ángel Arango, realizada el domingo 25 de febrero. Los músicos también visitaron Medellín, Santa Marta y Cartagena.

Alexander Klein*
08 de marzo de 2018 - 01:42 a. m.
Benjamin Baker, violín (Reino Unido / Nueva Zelanda) y Daniel Lebhhard, piano (Hungría) hicieron parte de la Temporada 2018 de la Sala de Conciertos de la Bibioteca Luis Ángel Arango.
Benjamin Baker, violín (Reino Unido / Nueva Zelanda) y Daniel Lebhhard, piano (Hungría) hicieron parte de la Temporada 2018 de la Sala de Conciertos de la Bibioteca Luis Ángel Arango.

El nombre de Benjamin Baker es bien conocido por amantes de la música académica a nivel mundial. Con una trayectoria que incluye el primer puesto en las Audiciones de Artistas Jóvenes de Concierto en Nueva York (2016) y recitales en eventos como el Festival de Mecklenburg-Vorpommern (Alemania), Baker se ha convertido, a pesar de su corta edad (27 años), en un prestigioso referente del violín.

Por este motivo, me causó poca sorpresa llegar a la Sala de Conciertos de la Biblioteca Luis Ángel Arango, el pasado domingo 25 de febrero, y toparme con una larga fila de automóviles que esperaban, con una paciencia sorprendente (sin el ruido de bocinas, nada menos), su turno para entrar al parqueadero. Las boletas para el evento, efectivamente, estaban completamente agotadas.

Con este excelente preámbulo, el concierto se inició puntualmente y Benjamin Baker –acompañado al piano por el húngaro Daniel Lebhardt– hizo gala de sus habilidades como intérprete: sin el uso de partitura, enteramente de memoria, ejecutó la Fantasía en do mayor de Schubert y le mostró al público lo que es ser un violinista enteramente profesional y experimentado.

Al decir esto, me refiero a todo su acto, desde la limpieza y claridad de su sonido hasta su presencia escénica, con una postura siempre alerta y a la vez relajada para interpretar –con la seguridad y tranquilidad que caracteriza al que sabe lo que hace– el discurso musical de su repertorio. ¡Cómo me habría encantado ver la Sala de Conciertos repleta de estudiantes de violín!

Concluida la primera obra, Baker y Lebhardt recurrieron al uso de la partitura para interpretar la Suite Op. 6 de Britten, pero la interpretación fue –de nuevo– toda una lección de profesionalismo. Músicos intérpretes, tomen nota: a pesar de que el atril estaba ahí, con la partitura abierta de par en par, Baker rara vez fijó sus ojos en ella e interpretó la obra de principio a fin como si se la supiera de memoria. Aquí debo resaltar la pureza de tono que Baker desplegó en la Canción de cuna, una pieza que requiere de notas prolongadas sin el uso de vibrato, toda una prueba para un instrumento que todavía hoy sufre del abuso de la ondulación. Baker, por supuesto, lidió con este reto situando sus dedos en el diapasón con la misma seguridad antes descrita, atacando las dinámicas piano y pianissimo con delicadez pero firmeza, y utilizando su arco con la tranquilidad del músico que se levanta, come y duerme con su instrumento.

Al concluir la primera parte del programa, parecería que Baker no tendría nada más que enseñarnos después de la maestría con que solucionó las dos primeras obras. Pero llegada la Sonata para piano violín y piano Op.82 de Elgar, el joven violinista sacó más trucos de su sombrero, aunque no propiamente planeados. Me refiero al primer movimiento de la obra, cuya música debe ser interpretada de manera ‘contundente’ según indicaciones del propio compositor. Aquí Baker se tomó tan en serio dichas indicaciones, que durante un pasaje de virtuosismo una de las cuerdas de su violín se reventó, interrumpiendo el concierto y causando risas en el público. Tras el imprevisto, el violinista rápidamente cambió la cuerda y continuó la obra con la misma serenidad y seguridad de siempre.

No obstante esta leve interrupción, parecía que esta última obra del programa le daría punto final con creces al recital. Este augurio favorable, sin embargo, fue sencillamente arruinado por el timbre de un celular que sonó a todo volumen justo cuando el segundo movimiento de la sonata de Elgar estaba concluyendo (con notas suaves, para colmo). ¿Por qué será tan difícil hacer que nuestro público cumpla el simple favor de apagar un celular durante un momento que precisamente está diseñado para proveernos un descanso de la vida ajetreada de la ciudad? Cero y van mil.

Para la fortuna del público, este otro imprevisto (aunque más previsto que imprevisto) fue casi borrado de nuestras mentes cuando Baker decidió deleitarnos con un bis que consistió en el Salut d’amour de Elgar, una obra corta con un discurso melódico sencillo y directo que le puso punto final a un recital verdaderamente inolvidable. En medio de estruendosos aplausos, y con los obligados ramos de flores en sus manos, el violinista hizo la venia y se despidió del público.

Salido del auditorio, no pude evitar sonreír y deleitarme con la sensación que causa haber asistido a un recital interpretado por un músico que ha dedicado toda su vida a perfeccionar un arte que, hay que decirlo, está en vía de extinción en un mundo que le rinde culto al dinero y al poder. Porque a través de Baker pude vislumbrar el que debe y debería ser nuestro ideal de vida como sociedad: el de cultivar aquellos campos de conocimiento que le rinden culto a la belleza, al intelecto y a la sensibilidad, y hacerlo todo no desde el cubículo de una oficina sino desde el espacio incluyente de una sala de conciertos que está abierta para todos.

* Profesor de cátedra de la Universidad de los Andes. Autor y editor de las obras completas de Oreste Sindici (1828–1904), trabajo de investigación publicado por Ediciones Uniandes.

 

Por Alexander Klein*

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