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Eddie Palmieri: adiós al sol de la música latina

Un historiador y melómano hace una semblanza de la vida y obra del músico que murió el pasado 6 de agosto.

Petrit Baquero * / Especial para El Espectador

24 de agosto de 2025 - 11:00 a. m.
Fotografía de archivo del 22 de mayo de 2015 del pianista Eddie Palmieri en un concierto en Cancún (México). El reconocido pianista y compositor salsero de origen puertorriqueño Eddie Palmieri falleció el pasado 6 de agosto a los 88 años de edad.
Foto: EFE - Alonso Cupul
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Este mundo está travieso, y aunque eso me importa a míYo no puedo controlarlo, sigo contento y feliz(Vámonos pa’l monte, pa’l monte pa’ guarachar)(Vámonos pa’l monte, que el monte me gusta más)

A Eddie Palmieri le encantaba el stickball, y le encantaba tanto, que de pronto le gustaba más que la música. O, bueno, seguro estoy exagerando, pero es que más de una vez, en las calles del South Bronx, en Nueva York, el niño y después adolescente Eduardo Palmieri Morales, conocido por todos en el barrio como “Eddie”, se quedaba embelesado, como muchos de sus amigos, con este juego que simplificaba al béisbol (así como en Colombia los futboleros jugamos “banquitas” en la calle) hasta bien entrada la tarde que, en los veranos newyorkinos, se alarga hasta las más altas horas. Y, además, lo hacía mientras se reunía a verlo gran parte de la gente del barrio, pues seguramente era una forma también de escapar mentalmente de la dureza de la vida cotidiana en un contexto de trabajos duros, exclusión, delincuencia, no poca violencia y lejanía de la cálida “isla del encanto”. Total, sin mayores complicaciones, era claro que el juego le fascinaba y que, por eso mismo, podía pasar horas ahí en la calle tratando de batear, al punto de llegar a olvidarse, más de una vez, de las lecciones de piano que tenía que tomar y que, primero su madre y luego su hermano mayor, le pagaban teniendo claro que el pequeño “Eddie” tenía todo para convertirse en un artista poderoso. (Lea la elegía a Egidio Cuadrado de Petrit Baquero).

Todo esto ocurría en los tiempos —años cincuenta del siglo XX— en que la gran migración boricua a las calles de Nueva York, sobre todo en el East Harlem, en Manhattan; el South Bronx, en el Bronx, y Atlantic Street, en Brooklyn; estaba manifestando una de sus nuevas oleadas —tal vez la segunda— que fueron transformando las caras, dinámicas, expresiones y manifestaciones de unos lugares que, pocas décadas atrás, habían sido habitados principalmente por irlandeses, judíos de todas partes e italianos que también tenían su estilo, y que, por eso mismo y en poco tiempo, agarraron otro swing, otro tumbao, otro olor, otro sabor y otra manera de ser, pues el montón de gente del Caribe que llegaba —la mayoría de Puerto Rico— era definitivamente “otra cosa”, y muchas veces una muy chévere. En ese contexto, muchos boricuas arribaban a la selva de cemento por las ventajas que les daba provenir de un “Estado libre asociado” (declarado así en 1952), empleándose en fábricas y negocios varios, y, por supuesto, siendo materia prima para pelear en todas las guerras —Primera Guerra Mundial, Segunda Guerra Mundial, Corea, Vietnam…— en las que Estados Unidos, por razones obvias de su lógica imperial, resulto involucrándose.

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Si bien la mayoría de los que se asentaban en estos lugares, que empezaron a ser llamados coloquialmente “barrios”, eran fundamentalmente puertorriqueños (y posteriormente, los descendientes de estos, denominados nuyoricans), de igual manera, más pronto que tarde, empezaron a llegar allí cubanos, dominicanos, panameños, venezolanos, colombianos, centroamericanos y muchos más. Con esto, los antiguamente orgullosos boricuas adoptaron otros referentes de identidad, al ser vistos, y verse a sí mismos también, dada esa mucho más amplia y diversa migración, como “latinos” en general, por cuenta de hablar español (o spanglish), tener costumbres más o menos similares, bailar, oír y hasta hacer música parecida, y porque había más cosas en común que las que había con esas otras gentes que se veían diferente, actuaban distinto y hablaban otras lenguas. Total, la mayoría de los que llegaban a esos barrios provenía del Caribe, ese espacio territorial, pero también sustrato cultural —y mental— que cada vez se fue haciendo más grande hasta conquistar, a pesar de sus frías estaciones, “edificios cancerosos” y corazones de oropel, la ciudad de Nueva York y de ahí en adelante el resto del mundo.

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Al otro lado —no hay que olvidarlo—, muy cerquita también, se encontraban las comunidades afroamericanas, las cuales, si bien manifestaban serias diferencias con los “latinos”, principalmente caribeños, compartían muchas cosas, como la discriminación que, antes de las leyes de derechos civiles (proclamadas en 1964), sufrían por parte de la población “blanca” dominante; la persecución, devenida de lo anterior, de la Policía que, muchas veces arbitrariamente, hacía requisas y detenciones; los ataques de las pandillas de italianos, judíos e irlandeses que veían cómo su mundo iba desapareciendo y se resistían a ello; las vivencias en zonas específicas, que muchos denominaban, como en los tiempos de la Segunda Guerra Mundial, ghettos (que después muchos, como el propio Palmieri, reivindicarían) y, por supuesto, el hecho de que muchos “latinos” fueran también afrodescendientes.

El caso es que, en ese complejo, extenso, heterogéneo y mezclado (a veces sí, a veces no) crisol de culturas, el muy joven Palmieri se quedaba hasta tarde practicando el stickball, y lo hacía, así tuviera ensayo o clases de música, porque había que jugar el juego y, obviamente, ganarlo a como diera lugar.

Sin embargo, una de esas tardes en las que el juego se alargó más de la cuenta, Eddie, que siempre estaba pendiente de todo lo que pasaba, vio a lo lejos la figura voluminosa de quien consideraba, tal vez, el ser humano más importante de su vida, el cual, a diferencia suya, no era visto como un rebelde, ni alguien agresivo, ni mucho menos un peleador si las cosas no se hacían como él quería. Más bien, el aura que este hombre transmitía expresaba todo lo contrario, pues, mientras se acercaba, caminando lentamente, se veía afable, sonriente y amable, saludando y recibiendo el cariño y la admiración de todo el mundo. Ese era Charlie, su hermano mayor, quien, al llevarle 9 años, era considerado también como otro padre al que Eddie no solo respetaba sino veneraba, pues representaba todo lo que quería ser, ya que este se había enfrentado al mundo —ese mundo teso, complicado y tantas veces cruel—, mucho tiempo antes de que él intentara hacerlo, además, haciéndose, desde muy joven, tremendamente conocido como uno de los grandes representantes de una movida artística que, al menos desde los años treinta y, sobre todo, los cuarenta y cincuenta, estaba transformando la música del Caribe en español con nuevas influencias, hibridaciones y tendencias que contrastaban con lo que pasaba en también poderosos epicentros de la música del Caribe como Cuba, Puerto Rico y, en menor medida, República Dominicana.

Así que Eddie, al ver a su hermano, se alegró, aunque también se sorprendió al darse cuenta de que este había cambiado la expresión de su rostro, pues se veía tremendamente serio e incluso enojado.

— Agarra tus cosas y vámonos que tienes “moña”, dijo con voz de mando.

Eddie asintió, no preguntó nada y, a pesar de que el juego no había terminado, se marchó casi sin despedirse de sus compañeros, pues tenía claro que si Charlie decía algo había que obedecer. Total, todavía no sabía que ese día su vida iba a cambiar radicalmente, aunque estaba seguro de que tarde o temprano eso pasaría.

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(¡Que lindo mi día, mi día bonito!)

Le canto de corazón a mi fuente

donde está mi familia

Eduardo Palmieri Morales, o simplemente “Eddie Palmieri”, era hijo de Isabel Morales y Carlos Manuel Palmieri, dos puertorriqueños oriundos de la ciudad de Ponce que llegaron a Nueva York en 1925 y 1926, respectivamente, y que se casaron cuando se volvieron a encontrar. La historia de Isabel, que era costurera, y Carlos, electricista y técnico de radios, era similar a la de muchos boricuas que, por diferentes razones, como las mejores ofertas labores y un estatus de ciudadanía que los habitantes de la isla tenían desde 1917, resultaron en la inmensa babel de acero y cemento, tremendamente diferente a todo lo que había en su tierra natal. Y se asentaron, primero en el East Harlem, que ya empezaba a ser conocido como Spanish Harlem o “Barrio”, donde nació Eddie el 15 de diciembre de 1936, y luego, 5 años después, en el South Bronx, donde pasaron mucho más tiempo, mientras los hijos crecían, dado el más fácil acceso a viviendas de bajo costo que ayudó a conformar una comunidad que poco a poco se fue tornando mayoritaria, compartiendo también con otros inmigrantes latinoamericanos y caribeños que, por supuesto, traían consigo sus tradiciones y expresiones culturales.

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Como todos estos procesos de migración, los latinoamericanos recordaban en esos lugares los “viejos tiempos”, recreando la idea de un pasado idílico en un lugar paradisiaco (su país de origen) al que habría algún día que volver, aunque muchos no consiguieran —o, incluso, no quisieran— hacerlo. Y si bien la música “americana”, es decir, la hecha en Estados Unidos por sectores dominantes (o minoritarios, pero presentes en estos lugares desde mucho tiempo atrás, como es el caso de los afroamericanos), marcó un influjo fundamental, pues, de hecho, grandes músicos latinoamericanos empezaron a formar parte de importantes orquestas de jazz de la época (como las de Duke Ellington o Dizzy Gillespie, entre otras), la música en español representó un poderoso factor que hermanaba e identificaba a las diferentes comunidades que se iban mezclando poco a poco, al tiempo que inevitablemente se influía también en la música que se hacía para otros públicos.

Esta fue la música con la que crecieron los hermanos Palmieri, que podían pasar de un son bien elegante de Arsenio Rodríguez a una pieza mucho más sofisticada de Machito & His Afrocubans, y de ahí a los temas de Rafael Hernández, Noro Morales, Daniel Santos, Vicentico Valdés, Pedro Flórez y más adelante Tito Puente y Tito Rodríguez. Y no faltaban los tangos, las rancheras, las bombas, las plenas y demás músicas que, en diferentes momentos se transmitían por las radios que acompañaban, en las fábricas, casas e incluso los juegos de stickball, la vida, los sueños y las ilusiones de todas estas personas.

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De hecho, el padre de Eddie, el afable y conversador Carlos Palmieri, descendiente lejano de italianos que se asentaron en Ponce, Puerto Rico, a comienzos del siglo XIX, fundó una tienda de dulces y heladería llamada “El Mambo” o “The Mambo Candy Store”, que se convirtió en un lugar de encuentro y socialización para muchas personas, de diferentes edades, donde, con evidentes expresiones de camaradería, los ritmos afrocaribeños —de Machito, Vitín Avilés, José Curbelo y Noro Morales— mandaban la parada, calando tanto en el pequeño Eddie, que incluso resultó convertido en el programador musical no oficial de la tienda.

En este contexto, y pese a las dificultades de la cotidianidad o precisamente por esto, “El Barrio” se hizo un territorio dotado de sentido por estas poblaciones de inmigrantes que ya podían tener varias generaciones, convirtiéndose, tanto en refugio como en lugar de escape para las personas que allí convivían. Con el tiempo, en medio de estas situaciones sociales complejas, las poblaciones se fueron asimilando a los nuevos contextos con hijos y nietos que, si bien crecieron escuchando a los más viejos recordar a su lugar de origen, también contaban con valores, realidades y expectativas acordes con las de las nuevas realidades sociales, culturales y políticas de la gran ciudad y, por supuesto, su generación. Con esto, los “latinos” ya nacidos en las ciudades norteamericanas (o llegados desde muy pequeños) miraron a ese pasado del que hablaban sus antepasados, a veces con curiosidad, a veces con rebeldía o a veces con desdén, pero siempre con los ojos puestos en los contextos urbanos de los que ya formaban parte como nuyoricans, es decir, como individuos nacidos y criados en Estados Unidos. A la vez, en muchos casos, el idioma ya no fue el español, sino el inglés o, sobre todo, numerosas adaptaciones híbridas, como el spanglish, que era también, y en cierta forma, una expresión de resistencia, no solo hacia la cultura “blanca” y a otros grupos poblacionales, sino también hacia los mayores que en “El Barrio” solo hablaban español.

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Fotografía de archivo del 26 de junio de 2013 del pianista neoyorquino de ascendencia puertorriqueña Eddie Palmieri hablando durante una entrevista con EFE en Madrid (España). Palmieri ha sido reconocido como uno de los artistas más innovadores de la música latina.
Foto: EFE - Kote Rodrigo

Es en ese escenario rico, diverso, complejo, rebelde, violento y caótico que fue creciendo Eddie Palmieri, como parte de los jóvenes que, nacidos en Estados Unidos, estaban influenciados por todas las expresiones sociales, culturales y políticas que se presentaban, pero a la vez, sabían que pertenecían a unas comunidades que les hacía desarrollar un sentimiento de “otredad” que generaban una fuerte identidad, mecanismos de resistencia y, sobre todo, formas de expresión que, en la música, encontraron todo el sentido del mundo.

Justicia tendránJusticia verán en el mundolos desafortunadosCon el canto del tambo’Del tambo’, la justicia yo reclamo

Justicia tendrán, Justicia veránel mundo y los discriminadosRecompensa ellos tendránNo serán, no serán perjudicados

Ese día que su hermano le dijo que se fuera con él, Eddie sabía que estaba preparado para lo que fuera. Total, no era para nada un improvisado en las lides musicales, pues llevaba varios años tomando clases con distintos profesores, como la concertista Margaret Bonds, quien le enseñó sólidos fundamentos musicales; su propio hermano Charlie, quien lo llevaba continuamente a ensayos y toques con músicos que ya eran figurones, al menos en el contexto de la música “latina” (que era, más bien, afrocaribeña), y, sobre todo, lo instruía en los tumbaos, contratiempos, las síncopas y claves tan presentes en la música que él hacía por tradición y convicción. Y estuvo, aunque por breve tiempo, en la muy reconocida escuela Julliard, convirtiéndose, así todavía muchos no lo supieran, en un intérprete competente, al punto de hacer, a los 11 años, un pequeño recital en el legendario teatro Carnegie Hall que se complementó con su afición a varios de los grandes pianistas de jazz, como Thelonious Monk, Bud Powell, Bill Evans y McCoy Tyner.

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En esas, desde los 13 años, también estaba curtido al tocar el timbal en la agrupación de su tío Chino y sus Almas Tropicales, aunque después, por consejo de su madre, que le dijo que cargar ese instrumento por toda la ciudad resultaría siendo bastante engorroso, y de su propio hermano Charlie, que le veía mucho potencial para seguirlo en su camino, regresó al piano, aunque sin perder el estilo de percusionista que tanto le encantaba, tal vez por su admiración al muy prestigioso, y después amigo cercano, Tito Puente (con quien grabaría años después el disco Masterpiece firmado por los dos). Es por eso, seguramente, que muchos, incluyéndolo a él, afirmaron que su manera de tocar el piano era percutiva, a tal punto de que se hizo famoso por romper literalmente pianos en diferentes lugares, ya que la potencia que generaba, acompañada de golpes con los codos, antebrazos, las palmas y los puños, no era resistida por los, a veces, viejos instrumentos. Si bien ese estilo le causó el despido de algunos grupos en los que el novato Eddie tocaba, al final se convirtió en una característica que le hizo marcar la pauta en la música que, a partir de los años sesenta, pero con una larga tradición, emergería con fuerza en Nueva York y después se regaría por todo el mundo, primero en los países de habla hispana del Caribe, luego un poco más abajo y después en gran parte del mundo.

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Por eso, el día en que Charlie sacó a su hermano de aquel juego de la calle, y pese a haber tocado previamente en orquestas como las de Johnny Segui y Vicentico Valdés, la vida de Eddie cambió porque llegó a un ensayo con el, ya por ese entonces legendario, Tito Rodríguez, el mayor ejemplo de elegancia y estilo que había en la música afrocaribeña de los años cincuenta en Nueva York que le permitió, en 1958, ingresar a su agrupación y consolidar un estilo armónico, pero agresivo; sobrio, pero rebelde; rítmico, pero sofisticado, y tradicional, pero innovador. De ahí en adelante, los juegos de stickball se espaciarían cada vez más, porque los compromisos musicales le exigieron mayor seriedad y disciplina.

En ese camino, Palmieri pasó de acompañar bandas de otros líderes a muy pronto —ya en 1961— armar su propia agrupación (que grabó su primer álbum Eddie Palmieri and his conjunto La Perfecta en 1962), a las que dotó siempre de un estilo propio, innovador, rebelde y que nunca se quedó atrás, a pesar de las modas, tendencias y presiones que siempre se manifiestan en una industria musical que generalmente busca lo más fácil o, al menos, repetir una formulita que por eso mismo se desgasta bien rápido. Por el contrario, Eddie se caracterizó por estar siempre a la vanguardia, no quedarse en las glorias del pasado, mirar al futuro y mantener su independencia, incluso de la propia Fania Records, esa empresa que, poquito a poco, fue cuasimonopolizando la producción y el mercado de lo que se conocería en poco tiempo como “salsa”. A pesar de esto, y que de todas formas resultó grabando con Fania, no sin pocos desacuerdos, a comienzos de los ochenta, consiguió, en un entorno en el que muy pocos sobreviven, permanecer arriba, siempre con actitud, calidad, grandes músicos y el reconocimiento del público y, por supuesto, sus colegas.

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En algunas de esas cosas, por ejemplo, se diferenció de su hermano Charlie, a quien Eddie definió como un verdadero pianista, mientras él se veía como un simple “tocador de piano” que, valga decirlo, tocó bastante bien al punto de ser toda una influencia para los que vinieron después. Pero es que Charlie, a pesar de ser un pianista excepcional y tremendamente técnico, tenía un estilo más bien convencional, mientras Eddie, que tal vez no se atenía a los mismos recursos técnicos de su hermano, era mucho más experimental, “volado” musicalmente y a tono con esos tiempos de cambio, rebeldía y transformación de los años sesenta y setenta. A pesar de tener, tal vez, esas visiones distintas sobre la música, ambos tocaron juntos muchas veces, ya fuera en vivo o grabaciones discográficas, siendo frecuente que el mayor de los Palmieri agarrara un órgano y acompañara a su hermano con unos solos exuberantes que se convirtieron en clásicos al poco tiempo de grabarse (solo basta escuchar el de “Vámonos pa´l monte”), lo cual se repitió constantemente hasta la prematura muerte de Charlie en 1988 a los 60 años de edad, que fue, sin duda, un fortísimo golpe, tanto para Eddie, como para los salsómanos y músicos en particular, y la comunidad latinoamericana de Nueva York y todas partes.

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Y el tiempo siguió avanzando para Eddie Palmieri, con muchas cosas chéveres, presentes en grabaciones y conciertos, que fueron parte del camino de casi 70 años de carrera, pues, desde el comienzo, su propuesta (según el mito, por falta de presupuesto) de armar una banda con solo dos trombones agresivos, violentos, como el pito de un camión, a cargo de Barry Rogers y José Rodrigues (así con “s”); un poderoso timbal a cargo de Manny Oquendo y la voz característica de quien pudo ser su mejor cantante, Ismael “Pat” Quintana (con el perdón de Cheo Feliciano, Lalo Rodríguez y Herman Olivera); marcó la pauta con su banda “La Perfecta” (toda una “trombanga”, según su hermano, aludiendo al nombre de charanga para otro formato sonoro) y, sobre todo para lo que después se conocería como el “sonido de Nueva York” que relevantes músicos como Willie Colón, Mon Rivera (este en paralelo con Eddie), la Orquesta Narváez, La Dimensión Latina en Venezuela y hasta The Latin Brothers en Colombia, continuaron. De hecho, si bien muchos dicen que la salsa nació, más o menos, en 1965 o 66, solo basta escuchar a “La Perfecta” en 1962, para darse cuenta de que esta ya existía, con su sonido, actitud y aguaje callejero, así todavía, por razones comerciales, pero también culturales y sonoras, no se le llamara así.

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Esto se vio después, cuando siguió experimentando con otros formatos, a veces con violines (sin necesidad de charanguear), flauta, trombones y trompetas e incluso toda una big-band. También, cuando abrazó al latin jazz, con álbumes maravillosos que, en los años noventa y un contexto en que la salsa rosa que se promocionaba hasta la saciedad por todas partes, le permitieron seguir explorando posibilidades que nunca había dejado de buscar. Igualmente, lo hizo con su regreso al formato de su agrupación original, con “La Perfecta II”, además de sus mezclas potentes en diferentes momentos de son, bolero, guaracha, cha cha chá, bomba, plena, cumbia, tango, jazz, blues, funk, música barroca y hasta música académica contemporánea (y solo basta escuchar la introducción de casi 7 minutos del tema “Un día bonito”), entre muchas otras cosas que, al menos a mí, siguieron sorprendiendo (y que chévere que la música sorprenda). Por eso, así yo no crea que los premios (y menos en los que entregan gringos a estas expresiones latinoamericanas) definen quién es quién en determinadas músicas, Palmieri obtuvo numerosos premios de la industria, incluyendo ocho premios Grammy del que ganó, por cierto, el primero en categoría “latina”, con el álbum The Sun of the Latin Music en 1976.

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Pero Palmieri no estaba solamente involucrado con la música, o sí, pero la hizo parte de su firme compromiso con los movimientos políticos y sociales de los años sesenta, por ejemplo en la lucha por los derechos civiles, como se manifestó con su apoyo al partido político de orgullo boricua y nuyorican de los “Young Lords”; sus protestas por los cambios urbanísticos que fragmentaban comunidades enteras, por medio de agrupaciones —y grabaciones— como “Harlem River Drive”; sus pintas modernas y deshilachadas, además con una barba larga y medio descuidada, que marcaban también una posición frente al mundo, y, sobre todo, su valor para no venderse ante tantos cantos de sirena que comprometen la integridad personal y artística de muchos, y que le causaron tantos problemas en varios momentos. De hecho, su temperamento apasionado y sus firmes convicciones, no pocas veces le generaron choques, no solo con empresarios, arreglistas, músicos y productores, sino con otras personas de su vida cotidiana que llegaron a amenazarlo con vetarlo, aunque él sabía que no había con qué, pues había logrado un altísimo prestigio estando muchas veces en el margen y haciendo lo que quería, pensaba y, sobre todo, sentía.

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Todo eso habla de un personaje singular, poderoso, genial y majestuoso que se manifiesta en más de 40 álbumes y temas como “Justicia”, “La libertad, lógico”, “Vámonos pa´l monte” (que se le pueden dar muchas interpretaciones); el instrumental “Condiciones que existen” y muchas más que, a pesar de no presentar letras extensas y sofisticadas (que gente como Willie Colón, Frankie Dante y, sobre todo, Rubén Blades posteriormente presentarían), tenían la contundencia, con tremendas descargas y arreglos buenísimos, para transmitir un espíritu rebelde, contestatario, agresivo y, a la vez, lleno de buena onda, creatividad y libertad (lógico, ¿cierto?).

De hecho, en todo el contexto de la salsa y la música afrocaribeña, puede que hubiera pianistas más técnicos y virtuosos que Palmieri, y ahí puedo mencionar a varios de sus “rivales” de los primeros años como su propio hermano Charlie, así como Ricardo Ray y Papo Lucca (con quien Eddie tuvo, más de una vez, cierto “pique”), pero nadie puede negar el talento, la visión, el concepto amplio, no solo musical y artístico, sino cultural, social y político de este majestuoso artista, quien siempre se mantuvo arriba, tocando con grandes músicos y dándole estilo, caché y elegancia, sin perder el flow callejero, a su música, logrando consolidarse como uno de los más grandes exponentes (y hasta de pronto el mayor de todos) de la salsa, además de un nombre fundamental en el denominado “latin jazz” (perdón a Mario Bauzá por usar el término) y, sin duda, la música en general. Es que Palmieri era una especie de hechicero, no solo de una música, sino de todo un entramado social, cultural y político que también es una forma de ser, actuar, pensar y hasta sentir que ha marcado profundamente a millones de personas, primero en América Latina, incluyendo a los de origen latinoamericano en Estados Unidos, y luego en el resto del mundo.

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Por eso, ese día en que su hermano lo sacó del juego de stickball para ponerlo a tocar con Tito Rodríguez (en medio de una historia —tengo que confesarlo— que tal vez no ocurrió de verdad), el joven Eduardo “Eddie” Palmieri, quien murió 67 años después, el 6 de agosto de 2025, a los 88 años de edad, tuvo claro que su vida iba a cambiar, pero que ese sería solamente un paso más para todo lo que vendría después. Claro que lo que Eddie, tal vez, no sabía es que también nos cambiaría, con su estilo, creatividad y actitud libre y contestataria, la vida a muchos de nosotros que sentimos que el también conocido como el “rompeteclas” o el “sol de la música latina”; el maestro de maestros, el figurón de toda esta música surgida en esa caótica, compleja, diversa y muy rica Nueva York, no solo tocaba el piano, sino que lo desafiaba a hablar, como él decía, “haciendo sonar el silencio”, acompañando armónica y rítmicamente a toda su banda; haciendo unos “solos” que podrían convertirse en una conversación apasionada, para bailar siempre hasta el cansancio recordándonos que la vida, a pesar de las dificultades y tantos sueños embolatados, también se baila con energía y pasión, sintiendo que la felicidad sí será posible o que será eterna, como el amor, mientras dure (¿cierto que sí?).

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Muchos lamentaremos esta mudanza, como dicen en la calle, “al otro barrio” (o más bien al monte), que se siente prematura, porque quisiéramos que gente como él sea eterna, aunque nos quedan su música, los gratos recuerdos y, sobre todo, la pasión frente a la vida que, de todas formas y afortunadamente, siempre estarán presentes, porque, por lo menos a mí, nunca dejará de llamarme la atención eso de irme (y hasta de pronto todo volver), al monte, lo cual, para alguien que siempre buscó permanentemente la libertad, nunca será imposible.

* Petrit Baquero (@petritbaquero) es historiador, politólogo, músico y melómano. Es autor de los libros El ABC de la Mafia. Radiografía del Cartel de Medellín (Planeta, 2012) y La Nueva Guerra Verde (Planeta, 2017).

Por Petrit Baquero * / Especial para El Espectador

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