El drama épico del Cuarteto Fauré

Reseña sobre la presentación ofrecida por el Cuarteto Fauré (Alemania) en la Sala de Conciertos de la Biblioteca Luis Ángel Arango. La agrupación también visitó Barranquilla y Cúcuta.

Luis Fernando Valencia*
16 de junio de 2018 - 04:18 p. m.
En los cuerpos del Cuarteto Fauré se materializaban las más trascendentales formas artísticas según el ideario europeo del XIX.   / Gabriel Rojas © Banco de la República
En los cuerpos del Cuarteto Fauré se materializaban las más trascendentales formas artísticas según el ideario europeo del XIX. / Gabriel Rojas © Banco de la República

Mucho se ha discutido sobre la capacidad que tiene la música, sobre todo la instrumental, para narrar y contar historias. Las disquisiciones más abstractas se han metido en el laberinto del estudio de los signos para elaborar sofisticados pero intrincados argumentos, casi todos encaminados a investigar la hipótesis de que el mundo de los sonidos instrumentales es un mundo dotado de un campo semántico, es decir, capaz de referenciar un significado más allá de los sonidos musicales. Si la música instrumental pudiera narrar historias, tal capacidad referencial tendría que existir. En este respecto, resulta notable que gran parte de la crítica musical occidental decimonónica solía describir a la música instrumental europea de ese y anteriores siglos en términos literarios, ora narrativos, ora dramáticos; y que la inspiración para ese tipo de comentario musical eran las formas musicales mismas del momento, inspiradas en parte por el embrujo poético y literario del Romanticismo europeo, y por las tradiciones dramáticas y literarias de esa cultura. Pensaba en todo esto mientras escuchaba el concierto que ofreció el Cuarteto Fauré en la Sala de Conciertos de la Biblioteca Luis Ángel Arango de Bogotá el pasado jueves 7 de junio.

Si bien las tres obras interpretadas por el fabuloso cuarteto aquella noche pertenecen a ese mundo musical instrumental decimonónico, tan épico en sus formas, y tan propenso por tanto a entenderse en términos narrativos, lo que me hacía así pensar no eran tanto las formas musicales imaginadas por Mahler, Fauré, y Brahms, sino la dramaturgia corporal que —acompañando cada sonido del entramado musical—disponía sobre el escenario cada uno de los miembros del cuarteto. Porque sí, cada altura, cada timbre, cada matiz, cada dinámica, cada contrapunto, cada ornamento ejecutados se acercaban a la perfección. Tanto desde el punto de vista sonoro, digamos acusmático, como desde el punto de vista estilístico, no parecía existir el más mínimo desliz que distrajera de una total inmersión musical. Pero este era un concierto, no una grabación sonora. Y tan aparentemente obvio hecho de repente no me lo pareció así. Por un momento recordé algo de lo especial que tiene la música en vivo, lo que no podría apreciar un crítico decimonónico sin acceso aún al registro sonoro. Allí, frente a mis ojos, los miembros del cuarteto —cada uno imbuido por su personalidad e historia propias— desplegaban toda la materialidad de sus cuerpos en una diversidad de movimientos, sutiles e íntimos, amplios e intempestivos, signos inequívocos de drama, pasión, melancolía, o gozo triunfal.

La perfección aparentemente inmaterial de lo que escuchaba aterrizaba sutil pero apasionadamente en la materia de los cuerpos de los integrantes del cuarteto. Los sonidos de las formas musicales instrumentales interpretadas flotaban por la sala sin esfuerzo; en los cuerpos del Cuarteto Fauré se materializaban esas formas, las más trascendentales formas artísticas según el ideario europeo del XIX. Entonces me fue claro, por un inefable instante, que la narratividad de aquella música se potenciaba a través del acompañamiento gestual de los intérpretes. Presenciar sus gesticulaciones —idiosincráticas sí, pero seguro también codificadas por la tradición interpretativa de esta música— hizo posible que emergiera un sentido dramático de los cuartetos de Mahler, Fauré y Brahms. El contacto y la relación entre esa gestualidad y forma sonora, esencia de la música en vivo, permitió adivinar con más precisión el contenido —el famoso campo semántico— de la música. Aunque suene obvio, ese contenido resultaba ser, ante todo, emocional, cifrado y signado en el majestuoso y marcado vaivén de la violinista Erika Geldsetzer, en los sutiles gestos faciales del violista Sascha Frömbling, en los más histriónicos del violonchelista Konstantin Heidrich, y en los afables y a veces casi imperceptibles movimientos de cabeza del pianista Dirk Mommertz.

Toda esa dramaturgia corporal y gestual del cuarteto se entrelazaba de forma que hacía evidente la compenetración profunda entre ellos y la música interpretada, configurando así el drama musical perfecto, ese que ocurre cuando llamamos a una interpretación “magistral”. Escribe el sociomusicólogo británico Simon Frith que «el arte performativo es una forma de retórica, una retórica de los gestos en la que... los movimientos y los signos corporales... se encuentran por encima de otras formas de signos comunicativos, tales como el lenguaje y la iconografía». Es allí, en la conjugación perfecta entre sonido y gestualidad codificada que encontramos el arte performativo por excelencia, y en donde se encuentra el embrujo del concierto en vivo. Así salí aquel jueves, embrujado por el Cuarteto Fauré y su drama escenificado del universo épico-musical de los cuartetos con piano cuya generosa ejecución nos regalaron.

* Maestro en Música con énfasis en guitarra clásica de la Pontificia Universidad Javeriana.

Por Luis Fernando Valencia*

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