El niño que con una flauta de PVC revivió el concierto de André Rieu en Bogotá

El segundo concierto del violinista holandés tuvo un problema técnico que interrumpió la presentación por poco más de una hora. Daniel Sanabria, un niño de 8 años, calmó la impaciencia de los asistentes con las melodías de canciones colombianas. Ante el reconocimiento del público, Rieu lo invitó a compartir escenario.

David Leonardo Carranza Muñoz - dcarranza@elespectador.com
14 de septiembre de 2019 - 07:30 p. m.
André Rieu invitó al escenario a Daniel Sanabria, un niño de 8 años que con su flauta hizo amable la larga espera para retomar el concierto luego de que se presentaran fallas técnicas. / David Leonardo Carranza Muñoz
André Rieu invitó al escenario a Daniel Sanabria, un niño de 8 años que con su flauta hizo amable la larga espera para retomar el concierto luego de que se presentaran fallas técnicas. / David Leonardo Carranza Muñoz

En 30 años de carrera artística André Rieu no había tenido un problema técnico como el que tuvo la noche del viernes 13 de septiembre en Bogotá. Él mismo lo dijo. Los más supersticiosos preferirán creer en la supuesta maldición de la fecha. Los realistas pensarán, con vergüenza, que esto solo podía pasar en Colombia.

Durante la primera parte del espectáculo que el violinista dio en la capital hubo una interferencia eléctrica que produjo un ruido ensordecedor. Las cerca de 14.000 personas que llenaron el Movistar arena lo escucharon. Con seguridad él también, pero hizo como si nada y siguió con el concierto. Un par de canciones después llegó una de las sorpresas de la presentación. Mientras los músicos tocaban cayó una especie de nieve sobre el público que estaba en el primer piso. Rieu jugaba a contar hasta tres y hacía parar a los asistentes cuando llegaba a ese número. Sin embargo, la magia que quiso lograr se vio entorpecida por el mismo ruido de antes, esta vez más fuerte y más frecuente. Ya no había sonrisa. Frunció el ceño y miró hacía donde estaba el equipo de sonido en busca de una respuesta. En la oscuridad del primer piso se vio a dos hombres correr desde la tarima hasta donde estaban los técnicos. El violinista giró levemente para ver a su orquesta y dijo que iban a adelantar el receso para solucionar el problema técnico.

Pasaron más de 15 minutos hasta la siguiente vez que Rieu salió al escenario. Fue hasta la mitad de la tarima y pidió silenciar el murmullo que se había apoderado del lugar. Habló muy fuerte, con una elegancia suprema para que su voz no se convirtiera en un grito. Dijo que los problemas seguían y que estaban trabajando para solucionarlo. Juntó sus manos y se inclinó levemente en señal de disculpa. La gente respondió a ese gesto frentero con un aplauso.

A la media hora del problema y sin ninguna buena señal, la impaciencia hizo lo suyo. Grupos de asistentes gritaron al unísono “so-ni-do, so-ni-do”. Otros, con vergüenza de que esto justo hubiera pasado en Colombia, los intentaron silenciar. Otra vez los murmullos, silencio y temer a la cancelación del concierto.

En una paradoja de amor y pena, se escuchó una melodía que salía desde las tribunas del coliseo: “Ay, ay, ay, ay… Canta y no llores”. Pronto toda la gente reunida en el Movistar Arena cantó a una sola voz: “porque cantando se alegran, cielito lindo, los corazones”.

No pasó mucho tiempo para que hubiera una reivindicación nacional. Desde otra de las tribunas salió esta frase entonada por cientos de asistentes: “Colombia tierra querida himno de fe y armonía”. El auditorio en pleno contestó: “vivemos, siempre vivemos a nuestra patria querida. Tu suelo es una oración y es un canto de la vida”. Lo que sigue ya lo saben: “cantando, cantando yo viviré, Colombia tierra querida. Cantando, cantando yo viviré, Colombia tierra querida”.

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Ante el altruismo del público algún colaborador de la producción habrá sugerido proyectar la bandera de Colombia en la pantalla de la tarima. El repertorio de las casi 14.000 personas siguió con canciones como Pueblito Viejo y La Piragüa.

Rieu salió otra vez al escenario con los colores patrios todavía a su espalda. Hubo una esperanza colectiva porque esta vez estaba acompañado por las cantantes de su orquesta. Se alinearon y sin micrófonos cantaron el himno nacional. Otra vez aplausos, otra vez pensar en la cancelación.

Parecía como si se hubiera agotado el repertorio. El violinista salió una vez más y dijo que si no se solucionaba el problema terminarían el concierto el domingo a las 8 de la noche. Cuando el pesimismo rondó por el escenario, se escuchó a lo lejos, en el tercer piso, la melodía de una flauta traversa. Del sector 308 del Movistar Arena volvió a salir la música de Colombia, tierra querida.

Daniel Sanabria, un niño de ocho años, era quien la interpretaba. Su flauta está hecha con un tubo de PVC y adentro tiene un pedazo de corcho. La fabricó Ómar Flórez de Armas, su profesor en el proyecto Crea de Idartes, una iniciativa del Distrito para desarrollar el talento artístico en los niños.

“Yo le empaqué la flauta. Como sé que tiene la habilidad de tocar yo siempre se la llevo a todo lugar”, dijo Katherine Torres, la mamá de Daniel, a El Espectador.

Julián Sanabria, el papá de Daniel, y su esposa compraron desde hace seis meses las boletas para el concierto. Era una sorpresa para el niño, que es admirador de Rieu. Fueron casi $900.000, un gasto grande para una familia bogotana de estrato medio. Sin embargo, pagaron con tarjeta de crédito y ahorraron durante todo ese tiempo para pagar.  

El viernes en la tarde, la mamá de Daniel le dijo que no iba a poder ir a la clase en el Centro Filarmónico de la Candelaria. Tendría que faltar porque supuestamente acompañarían al papá a “hacer una vuelta”. “Yo le inventé una película. Cuando íbamos en el transporte le dije: te voy a dar una pista... Es un señor que hace mucho tiempo no ves pero que quieres mucho. Él estaba convencido de que íbamos para una casa a visitar a una persona que hace mucho tiempo no veía”, contó su mamá.

Cuando la familia Sanabria llegó al Movistar Arena le contaron la verdad a Daniel, quien horas después sería uno de los protagonistas del concierto.

Una vez el público, que estaba entre la paciencia y el desespero, hizo catarsis con las canciones colombianas, Katherine Torres le dijo a su hijo que tocara la flauta. El niño tuvo miedo, pero la mamá lo reconfortó: “las oportunidades se dan una sola vez en la vida. ¿Qué tal André Rieu te escuche y te haga pasar al escenario? ¿Te vas a perder la oportunidad por pena? Tranquilo, yo estoy contigo”.

Daniel se puso de pie. Tomó su flauta y tocó tímidamente. En la platea y en el segundo piso había mucho ruido y las cámaras del evento enfocaban a las personas que estaban cerca a la tarima. Los asistentes al concierto notaron que había una melodía que atravesaba los murmullos. Lentamente hicieron silencio hasta que el sonido de la flauta no fue indiferente para nadie.

Las melodías acababan y el público pedía por más. Daniel no tuvo más remedio que repetir algunas canciones. La gente primero pidió que las cámaras lo enfocaran. Así lo hicieron. La cara del niño se proyectó en las dos pantallas que estaban a lado y lado del escenario.

Las peticiones subieron en exigencia. Los asistentes querían ver al niño en la tarima. Un hombre de pelo largo atado con una moña llegó hasta donde estaba Daniel y su familia. Era parte de la producción del concierto. El deseo de un público que había demostrado con creces su paciencia, luego de esperar por poco más de una hora que Rieu y su banda retomaran los instrumentos, se cumplió. Los aplausos y gritos llenaron el coliseo, mientras que Daniel y su mamá fueron llevados a su noche inolvidable.

El hombre de la organización le preguntó a Daniel si sabía algo de vals. “¿El Danubio Azul, tal vez?”, le preguntó. Katherine miró al emisario y le dijo que su hijo estaba en un grupo de Chirimía. Esa fue toda la conversación que hubo en el recorrido del ascensor que llevó al niño y a su mamá del tercer al primer piso.

En el recorrido por el pasillo principal del escenario el público le hizo una especie de camino de honor a Daniel. Lo alentaron desde ambos costados. Él y su mamá entraron a la parte trasera de la tarima a través de una cortina negra. En ese momento salían todos los músicos de la orquesta. Era la primera vez desde que se habían ido al receso que estaban todos arriba del escenario.

El pianista de la banda se puso de pie, levantó los brazos y con las manos le hizo unos gestos a Rieu. Por ese lado de la tarima entró Daniel. El violinista fue hasta él, lo saludó y lo llevó hasta el centro del escenario. Toda la banda estaba vestida de gala, las mujeres con trajes largos tipo princesas de cuentos y los hombres con esmoquin. En la mitad de ellos estaban Rieu, el más elegante de todos, y Daniel, con su camisa gris de manga larga, un chaleco un poco más oscuro y una pava a cuadros negra y blanca, parecida a las que usan quienes hacen pesca deportiva.

El violinista le dijo unas palabras al niño, miró a los músicos, y luego, aún sin micrófonos, se dirigió a los asistentes: “damas y caballeros, lo digo otra vez, son el mejor público del mundo”. Alzó los brazos y con gestos de director de orquesta dio inicio a la música. “Ay, ay, ay, ay… Canta y no llores”.

Daniel agarró la flauta y acompañó la canción. Rieu se agachó para escuchar la melodía, miró al público e hizo los pulgares para arriba. Cuando terminó, lo tomó por el hombro e hicieron la venia juntos. Luego miró hacia la parte de atrás del escenario, habló y por fin el problema de los micrófonos estaba solucionado. “¡Funciona!”, dijo emocionado. Le hizo una señal a los músicos para que fueran a sus lugares y llevó al niño con su mamá.

La noche del viernes, entre la sorpresa, los nervios y la trasnochada, Daniel no asimiló lo que le había pasado. Al día siguiente despertó y le dijo a su mamá que quiere pegar el afiche que le dieron de André Rieu en el techo para así poder empezar todos los días con el recuerdo de ese viernes 13 de septiembre.

Por David Leonardo Carranza Muñoz - dcarranza@elespectador.com

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