Si la voz humana fue el primer instrumento, improvisar fue la primera pulsión. Qué otra cosa pudo cantar el primer ser humano sobre la tierra si no tal vez una suerte de variación imitativa de los pájaros, el río o el trueno…
Hubo un tiempo en que no existía distingo alguno entre compositor e intérprete, básicamente porque todo lo que se cantaba y tocaba nacía para ser cantado y tocado en ese mismo instante. Si bien la tradición oral hizo de las suyas en la preservación de algunas tradiciones específicas (con alguna ayuda de anotaciones que en su momento servían más como guía que como vehículo de posteridad), la música no estaba resuelta como objeto de conservación o repetición. Y mientras eso fue así, los encargados de divertir o alabar por medio de los sonidos recibían, como efluvios sagrados, inspiración espontánea de algo que nunca emparentaron con la palabra improvisación.
Dice la Enciclopedia Salvat de la Música que “desde los orígenes de la música, a través de los siglos hasta nuestros tiempos, la improvisación vocal e instrumental ha sido práctica constante y universal. Cuanto más nos remontamos en el curso del desarrollo de la música, más generalizado y extendido encontramos el uso de la música espontánea, que brota del inconsciente musical sin intervención del pensamiento o de la reflexión”.
Pese a la aparente rigidez de la música pensada para ser tocada sobre una partitura, son muchos los ejemplos a lo largo de la historia de aquello conocido como cadenza, que no es sino un espacio determinado por el compositor -sobre todo en las obras para orquesta e instrumento solista- para el lucimiento individual. Las cadenzas grabadas por Salvatore Accardo, por ejemplo, en los conciertos para violín de Paganini, son tan intensas, originales y virtuosas que prácticamente hubieran podido ser disculpa para acusar coautoría.
El programa que ofrece el Cartagena Festival Internacional de Música para este viernes 10 de enero en el centro de convenciones, bajo el nombre de “Forma clásica popular e improvisación”, tiene entre sus muchos objetivos presentar la invención espontánea como un elemento orgánico en la música en general.
Pocos vehículos mejores para ello que las sonoridades populares del Brasil, país que acogió los principios de la improvisación desde la aparición, a principios de siglo XX, de una impresionante escuela de virtuosos de las cuerdas pulsadas, en especial del bandolim (la mandolina) y la guitarra de siete cuerdas, hasta la aparición del fenómeno de la bossa nova, movimiento enormemente asociado con el jazz (género de la improvisación por antonomasia) en el que tuvieron responsabilidad grandes exponentes como Charlie Byrd y Stan Getz.
Ambas tradiciones y las que aparecieron entre una y otra serán revisadas por el trío Madeira. Con más de 20 años de unión, cada uno de los integrantes de este conjunto tiene una sólida carrera en su instrumento, y de manera individual han acompañado a grandes figuras de la llamada música popular brasileña (MPB) como Marisa Monte, Chico Buarque, Wagner Tiso, Elza Soares, Gal Costa y Ney Matogrosso. Luego de ellos viene la cuota colombiana, de la mano de solistas acompañados por la Orquesta de Cámara de Colombia, bajo la dirección de Federico Hoyos.
En el Concierto para tiple y orquesta, de Lucas Saboya, el compositor explica que el elemento de improvisación se encuentra en las cadenzas programadas para el tiple. “En el estreno de la obra en Bogotá, en el Teatro Mayor, hice la cadenza del primer movimiento improvisada totalmente -explica el compositor y solista-, y la del tercer movimiento la basé en una idea predeterminada, pero que no estaba escrita”.
Más allá de ello, Saboya ha trabajado en proyectos muy cercanos al jazz, en los que la libre asociación de ideas es un elemento recurrente. Uno de dichos emprendimientos es su Cuarteto, conjunto multinacional con el que registró el trabajo discográfico Cita en París. A diferencia de lo que ocurre en el jazz, en todo caso, las ejecuciones de Saboya no implican necesariamente el tener que hacer improvisaciones sobre el mismo tema, sino que el vuelo se da en un momento determinado, independientemente de la idea central, para luego retomar el sentido original de la pieza.
Al cierre del programa se presenta el Concierto para arpa llanera, cuatro y orquesta, de Mauricio Lozano, compuesto por movimientos que remiten a los cantos de trabajo en el Oriente colombiano, el merengue venezolano, el pasaje, el joropo por corrido y el joropo por derecho. Todo un viaje por las ricas sonoridades del Llano colombo-venezolano. “En el quehacer del músico siempre la improvisación es el eje de su manera de tocar -asegura Lozano-. Con el cuatro llanero generalmente se toca “de oreja” o se desarrolla una idea a partir de una cifra en la que no están definidas las posiciones exactas y cuyo desarrollo puede desembocar en floreos, distintos golpes con la mano o acentos que son parte del juego”.
Acerca de la participación de ese elemento en su obra, comenta el autor: “Para poner en sintonía una orquesta de cuerdas con un arpista y un cuatrista, obviamente hay que llevar las partes escritas, muy exactas. Desde el primer ensayo de la obra ya las notas sonaban tal cual las había escrito. Pero en los dos últimos movimientos dejé mucha más libertad para que los solistas se sintieran a su aire: para el cuatro escribí una sola cifra, algunas indicaciones y una rítmica que es parte integral de la obra, pero en general se le deja muy suelto. Al final de la obra hay un espacio para el cuatro de unos ocho compases y luego también para el arpa, en el que van a poder improvisar sobre una armonía, siempre en sintonía de la obra”.
Alguien dijo: “A decir verdad, no se improvisa más que prestando atención a lo que se toca, y esa es la mejor y la única manera de improvisar en público”.
No lo dijo Louis Armstrong ni Duke Ellington. Ni tampoco Miles Davis, John Coltrane o cualquier otro genio de cuantos ha dado el jazz. Lo escribió, en 1808, Ludwig van Beethoven. Por algo sería.
* Jefe musical de Radio Nacional de Colombia.