Festival de Woodstock, las bodas de oro del rock

Casi medio millón de seres humanos llegaron hasta el anfiteatro natural de 240 hectáreas en Bethel, condado de Sullivan, para exhibir el poder de un arma llamada pacifismo.

Ricardo Bada
15 de agosto de 2019 - 02:00 a. m.
Para los melómanos, Woodstock fue como una peregrinación, el camino de Santiago de la cultura hippie.  /  Life
Para los melómanos, Woodstock fue como una peregrinación, el camino de Santiago de la cultura hippie. / Life

Al pisar la Luna, el 20 de julio de 1969, Neil Armstrong recitó un texto que le habían hecho aprenderse de memoria y según el cual aquel era un pequeño paso para él y uno gigantesco para la humanidad. Se trataba justamente de todo lo contrario: él se convirtió en un gigante mientras la humanidad seguía igual o peor que como estaba. Definitivamente no, la gran efeméride de 1969 no fue ese montaje a lo Stanley Kubrick sino el festival de música de Woodstock, del 15 al 18 de agosto, algo menos de un mes después del primer y supervalorado alunizaje. ¡Aquello sí que fue un gran paso para la humanidad, un paso dado como con las botas de siete leguas que calzaba Pulgarcito!

¿Qué fue Woodstock? Una revista alemana resume así los datos: “Tres días, 33 conciertos, dos defunciones, dos nacimientos, 500.000 personas en el área del festival, 250.000 que no pudieron llegar por los trancones en las carreteras y US$1 millón de pérdidas”. Datos tan fríos que no dicen que Woodstock fue como una peregrinación, el camino de Santiago de la cultura hippie, la apoteosis de Afrodita y Dionisos, el triunfo en olor de multitudes de la música rock, que era la canción protesta de aquella generación en Estados Unidos.

Había habido un festival precedente en Monterrey, 1966, pero la reedición en Miami fue un fracaso. Solo que en 1969 habían asesinado a Martin Luther King y a Bobby Kennedy, en el aire se mascaba que algo debía cambiar. Y cuando se anunció el festival de Woodstock fue como si la juventud del país se alzara en armas, las armas del pacifismo. Desde el 8 de agosto empezó a llegar gente en pequeños grupos, aunque las obras de infraestructura iban tan lentas que cuatro días antes de empezar se creía que el festival tendría lugar en noviembre. Entre tanto, las carreteras aledañas hacían pensar en La autopista del sur, el cuento de Cortázar.

Casi medio millón de seres humanos se apelotonaron, por último, en el anfiteatro natural de 240 hectáreas en Bethel, condado de Sullivan, en los montes Catskill, que le arrendó al festival Max Yasgur, el dueño de una granja lechera. Fue el único de los habitantes de la zona que cooperó con los hippies, con el Flower Power. El Three Day Ticket costaba US$18 en la venta anticipada, US$24 en Woodstock, pero a la vista de las masas que no cesaban de acudir, el organizador del festival, Michael Lang, tuvo que capitular y anunciar que el acceso al festival sería gratuito.

Nada se había dejado al azar. Contando con una participación de 60.000 asistentes, Michael Lang destacó en su día a un miembro del equipo hasta los servicios del Madison Square Garden para que cronometrase el uso de los urinarios y los inodoros, a fin de alquilar un número confiable de cabinas higiénicas. Sí, nada se dejó al azar, pero nadie contó con el entusiasmo desbordado de una juventud harta de Vietnam y de las mentiras con que se manejaban los políticos. Querían demostrar que la paz era posible, y se juntaron medio millón para demostrarlo.

Declaración de Nick Ercoline, uno de los presentes, inmortalizado luego por la foto de Burk Uzzle en la cubierta del long play del festival: “Lo especial de Woodstock no era tanto la música, casi nunca podíamos ver el escenario aunque sí podíamos oír a las bandas. Lo especial era la atmósfera, los ruidos y los olores. Estábamos entre grupos de gente que cantaban, bailaban, hacían música o el amor. Por todas partes olía a humo, marihuana, comida, sudor y pachulí. Era un bombardeo de los sentidos. A veces no sabíamos dónde estábamos exactamente, estábamos sencillamente ahí. Era un caos, pero uno que en gran medida funcionaba”. Era la nación de Woodstock —como se la llamó luego—, sin ejército, sin policía, solo con submarinos amarillos.

[Dos años más tarde, e inspirado por Woodstock, tuvo lugar el Festival de Ancón, del que Gonzalo Caro, uno de sus promotores, diría en el 2005: “El festival le quitó la virginidad a Medellín. Por eso pusieron el grito en el cielo los curas, los políticos y las mamás de las que llegaron niñas y salieron hippies”].

En Woodstock, los conjuntos tuvieron que ser llevados en helicóptero al escenario, como también los médicos y la comida. Ante aquellas inusuales multitudes, Nelson Rockefeller, gobernador del Estado de Nueva York, amenazó al principio con enviar la Guardia Nacional, pero terminó capitulando como lo habían hecho anteriormente los organizadores del festival.

La película filmada entonces y allí, Woodstock: 3 Days of Peace of Music, de Michael Wadleigh, montada entre otros por Martin Scorsese, ganó el Óscar al mejor documental de 1970. Luego, en 2009, se produjo la semidocumental Taking Woodstock, de Ang Lee, pero a título personal prefiero la súper documentada de Barack Goodman, que es de este año.

Faltaron The Beatles (a punto de separarse), The Doors, Bob Dylan y hasta Led Zeppelin, que habrían podido empezar en Woodstock su meteórica carrera, pero el destino le tenía reservada esa presea a Carlos Santana: solo lo conocían en Los Ángeles y su rock latino electrizó a las masas de Woodstock, allí se consagró. Tampoco acudieron The Shondells, su cantante Tommy James contó por qué: “Estábamos en Hawái, llamó mi secretaria y me dijo: ‘Oye, hay un criador de cerdos en el norte de Nueva York que quiere que toquéis en su campo’. Así me lo planteó. De modo que pasamos, y nos dimos cuenta de lo que habíamos perdido un par de días más tarde”.

Sí acudió Joan Báez y cantó We Shall Overcome, embarazada de seis meses y con su marido en la cárcel por objeción de conciencia. También acudieron Richie Havens —inaugurando el festival con su contagioso Freedom!—, Ravi Shankar (que, como Joan Báez, cantó bajo la lluvia), y Credence Clearwater Revival, la genial Janis Joplin con morfina hasta las cejas, The Who, Jefferson Airplane... y el 17 de agosto, a media tarde, mi esposa cumplía treinta años en Holanda mientras en Woodstock una tormenta interrumpía el festival al terminar la actuación de Joe Cocker.

Tras la pausa siguió el concierto hasta las 10:00 a.m. del lunes 18, y documentándome para este artículo se me volvió a poner la carne de gallina al oír la guitarra de Jimi Hendrix rasgueando el himno gringo: es como estar oyendo los gritos de adultos y niños corriendo por las carreteras vietnamitas ametrallados desde los criminales helicópteros (deles Dios mal galardón), es como estar oliendo el hijueputa napalm. La escritora salvadoreña Carmen González Huguet evoca ese momento en un relato que se titula Jimi Hendrix toca mientras cae la lluvia.

Aún recuerdo aquel lejano día que entré en una tienda de discos, en Colonia, y compré el LP doble (vinilo) del concierto de Woodstock, con la cubierta donde luce esa foto legendaria de Bobbi y Nick estrechamente abrazados de pie, envueltos en una colcha patchwork (de retazos).

Y cómo le dije al vendedor, señalando a la multitud que los rodeaba: “En algún lugar de ahí estoy yo”. Era una mentira, pero era también una verdad. Bobbi y Nick celebran ahora sus bodas de oro de casados, y todos nosotros estábamos allí en 1969, Bobbi y Nick eran dos de nuestros vicarios.

Por Ricardo Bada

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