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Homenaje: Nelson González y su viaje a las estrellas

Un historiador y melómano recuerda la importancia del músico venezolano que hizo historia en Colombia y murió el pasado 24 de mayo.

Petrit Baquero * / Especial para El Espectador

03 de junio de 2025 - 10:00 a. m.
El artista venezolano, en primer plano, falleció a los 78 años.
Foto: Instagram - Instagram
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Y las horas se pasan felices bailando el compás/ de las bandas que tocan la cumbia y la salsa na´ má/ Y no importa que el mundo camine pa’lante y pa’tras,/ lo que falta en esta vida es rumba para matizar.

En la música popular de todo el mundo, hay artistas que, pese a su calidad, larga trayectoria y reconocimiento de algunos colegas, no consiguen el “éxito” o “hit” que los ubique en la memoria pública y permanente de los oyentes, programadores, melómanos, bailadores, rumberos o escuchas casuales. También, hay otros que, en algún momento, pudieron “pegar” uno o dos temas que les hizo tener los reflectores encima, lo cual, dependiendo de su trascendencia e impacto sociocultural, se puede demorar mucho o poco tiempo. A la vez, existen otros que han sido “artistas de moda”, muchas veces amparados por los grandes medios de comunicación, que son vistos como símbolos de una época específica, con canciones que, sobre todo para las generaciones que las gozaron cuando eran nuevas, resultan siendo parte de la memoria individual y colectiva, incluyendo, obviamente, sus propias nostalgias. (Recomendamos el perfil de homenaje de Petrit Baquero a Egidio Cuadrado).

Pero hay otros, siempre pocos, los que consiguen, ya sea en la larga o corta duración, sacar a la luz tantas obras exitosas, con una trascendencia social y cultural de tal impacto, que se convierten en la banda sonora, no solo de una generación, sino también de un sector social, una época y un contexto particular que se va alargando con los años, permaneciendo en la memoria individual y colectiva de la gente, así pasen los años y lleguen personas nuevas. Con esto, resultan siendo el reflejo —y, a veces, símbolo— de lo que ocurría en un momento específico de la sociedad, pero, al mismo tiempo, portadores de nuevas miradas de la realidad, es decir, nuevos mundos, lo cual siempre será chévere y, sin duda, admirable. En este camino, algunos consiguieron sorprender a un público que, con una mirada joven de la vida y sin olvidar todo lo que venía antes, consiguieron transitar sensorialmente por escenarios novedosos, con lo cual, llegaron, incluso, a ser considerados verdaderas estrellas del firmamento musical.

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Esto fue lo que ocurrió con Nelson González Rojas, el virtuoso pianista y arreglista venezolano de salsa, “música tropical” y otras expresiones sonoras que murió el pasado sábado 24 de mayo de 2025 en una clínica de Bogotá, la capital de Colombia, ciudad en la que residía desde hacía varias décadas. La obra de González —sabrosa, novedosa, original y moderna, que se volvió clásica— se encuentra en la memoria de gran parte de la gente, sobre todo de Colombia donde, de verdad verdad, marcó toda una pauta para tocar toda una música que otros siguieron, dándole —o no— el crédito respectivo. Pero también, su música trascendió en su tierra natal, Venezuela y algunos otros epicentros salseros, como Perú, el cual siempre ha visto con admiración a varios de los artistas de la antigua “Gran Colombia” que, en muchos casos, resultan permaneciendo allí por un buen tiempo. Así, Nelson consiguió, con la espectacular agrupación que dirigía, grabar, arreglar y, en varios casos, componer, en cuestión de tres lustros (un poco más, un poco menos), temas que hoy en día son considerados inolvidables y, más que eso, legendarios. Muchas de sus canciones se encuentran en la historia personal de los que nos consideramos salsómanos (y salseros, sandungueros, guapachosos y pachangueros, entre otras cosas), pero también de otros que, por diferentes razones, casual o conscientemente, han oído las canciones de “Nelson y sus Estrellas” en las que se amenizaron los viejos bailes en las casas, las celebraciones de las calles de los barrios populares, los sitios de rumba de diferentes estilos (desde los más “populares” hasta los más “exclusivos”), las emisoras de radio más escuchadas, los recorridos en el transporte público, y, en general, las fiestas que, en Colombia y Venezuela (y, el mundo), son tan importantes para pensar —y sentir— que la vida tiene sentido y que la música que nos acompaña en lo bueno, malo, duro, chévere y complejo —e incierto— de la existencia, está ahí para quedarse.

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"Para Colombia", el disco de homenaje de Nelson y sus estrellas para el país que más lo reconoció como músico.
Foto: Archivo Particular

Temas como “Llorándote”, “El Forastero”, “El Emperadorcito”, “Canto a la montaña”, “Payaso”, “Para ti Caleña”, “El Rey del Ají”, “Llora Corazón”, “Luna del Río”, “Tócame un Porro”, “Canción India”, “El Sanjuanero”, “Besitos del Corazón”, “La Sirena”, “Londres”, “Bailaderos”, “Me voy pa´ Morón”, “Alma y lamento”, “El ritmo de allá”, “Tema del papelón”, “Ven caraqueña”, “Canción del viajero”, “Canto de la montaña”, “Cosas del amor”, “A Fusagasugá”, “La tribu de San Fernando”, “El Porro”, “Amor serrano”, “Cuando venga la primavera”, “Gitana”, “Kikiriwí”, “Si no vas a la pachanga”, “Cumban del monte”, “Sabor a caña” y “Caracolito”, entre muchos, muchísimos, más (¿qué tal ese listado tan bravo?), siguen siendo bailados, gozados y celebrados, como si fuera la primera vez, a pesar de que algunos de estos tienen ya casi 60 años de haberse grabado (el tiempo, sin duda, es implacable).

La muerte física de Nelson, a los 78 años de edad, constituye una fuerte pérdida para los que lo seguimos y admiramos, así sea en retrospectiva, pues, si bien, hacía ya mucho que pasaron los mejores momentos de su agrupación, era uno de los creadores más relevantes y originales, así muchas veces no se le reconociera como tal, de la denominada “salsa”, un género musical que involucra muchísimos ritmos, no solo afrocaribeños, y que es, sobre todo, un entramado cultural, social y político que, incorporando un pasado folclórico y popular —y real y mitológico— de América Latina y el Caribe, creó, desarrolló y constituyó, desde los años sesenta del siglo XX, formas de ser, pensar, vivir, sentir y actuar, es decir, toda una cosmovisión que ha acompañado la vida de mucha gente en cualquier lugar. Pero Nelson no se puede ubicar solamente en el universo de la salsa, pues, desde muy temprano, tal vez arrancando los años setenta, se involucró con otras expresiones musicales que le dieron mucho éxito comercial, aunque también le generaron la mirada desconfiada de algunos personajes que, convertidos en guardianes de la “buena” o “mala” música, con miradas ultraconservadoras del arte en particular y, seguro, la vida en general, lo quisieron sacar del llavero y ponerlo en el lugar de otros artistas, tal vez vistos con desdén, pero que están también presentes, y con creces, en la vida colectiva de la sociedad colombiana. Total, lo que hizo Nelson fue con mucha calidad, fuerza, creatividad y, sobre todo, un tumbao que nunca se perdió (y de eso voy a hablar).

Su música, la música de Nelson, como pasa con los mejores artistas, nos llevó a viajar, al menos mentalmente, por universos complejos, pero a la vez, proclives a bailar y gozar, en los que se transmitía de manera viva, creativa, moderna, rebelde y, sobre todo, muy sabrosa, toda una amalgama de elementos comunes para entender que somos parte de una comunidad imaginada que nos cohesiona, a pesar de las desigualdades, frustraciones y los odios nuevos y heredados, aunque también los sueños, las ilusiones, utopías, los caminos y gustos compartidos que nos hacen ser como somos y, por supuesto, como queremos ser.

He llorado lo indeciblepor ser de tu amor el dueñoy por realizar un sueñoque, tal parece, imposible.Te creo tan infaliblecomo al dios de la pasión.Vives en mi corazón,linda azucena del pradoy de ello se ha enteradosolamente el día pasó

Nelson David González Rojas nació el 29 de diciembre de 1946 en el popular barrio de Catia, en Caracas (Venezuela). La ciudad de Caracas contaba con fuertes tradiciones musicales que, por su mezcla étnica y cultural, además de su ubicación geográfica, se convirtió en un espacio proclive al desarrollo de la música del Caribe, ya fuera de origen autóctono o de otros lugares, pero con nuevas y muy propias interpretaciones. Era hijo de Pascual González, un barbero de oficio que fue músico y compositor aficionado, lo que le ayudó a tener en su casa un ambiente propicio para apreciar la música y empezar a estudiarla de manera autodidacta. En su niñez, tuvo una salud frágil, lo que le hizo permanecer mucho tiempo en su casa, acompañándose de instrumentos musicales y libros. A pesar de esto, desde muy joven mostró disciplina y liderazgo, sobre todo por su talento excepcional para la música que bien pronto quedó en evidencia con sus primeras composiciones e interpretaciones del arpa, la guitarra y el piano que llamaron la atención de la gente cercana que lo animó a seguir por ese camino. Y si bien alcanzó a estudiar matemáticas y física en la Universidad Central de Venezuela, rápidamente entendió que su verdadera vocación, que además le generaba mucho gozo, era la música, por lo que decidió dejar sus estudios universitarios para fundar, en compañía de amigos como Edgar Lara, Joe Balsa y su hermano menor Luis Felipe, una pequeña escuela de música que fue formando a muy jóvenes intérpretes, todos adolescentes, que, con el tiempo, dio origen a la agrupación “Nelson y sus Estrellas”, llamada así por la calidad de sus integrantes, pero, sobre todo, para dejar claro quién era el líder del combo.

Durante la infancia, adolescencia y primera juventud de Nelson, Venezuela vivía una bonanza económica producto de la renta petrolera que le hacía tener a sus dirigentes, entre dictadores y demócratas, grandes ambiciones que también se tradujeron en importantes espectáculos artísticos y, por supuesto, sueños de grandeza. Por eso, a Caracas llegaban varias de las más reputadas luminarias artísticas de diferentes géneros, incluyendo los más importantes intérpretes de la música del Caribe que, venidos principalmente de Cuba, Puerto Rico e incluso Nueva York, marcaban la pauta con nuevos ritmos, formatos y sonoridades. Eran los años sesenta del siglo XX, una década convulsionada en la que, por diferentes razones, se creía posible cambiar, de manera radical y por distintos medios, al mundo. Los movimientos sociales y políticos; las rebeldías armadas y desarmadas; las nuevas formas de vestir y relacionarse, y, por supuesto, las nuevas músicas que, en muchos casos, se electrificaban para contrastar con las sonoridades del pasado, manifestaban que, a pesar de las frustraciones y los golpes de la vida (y de que algunos antiguos rebeldes se fueron echando para atrás a medida que su cuerpo y, sobre todo, su alma se envejecía), el mundo también podía ser nuevo, o, al menos, eso era lo que muchos sentían y querían creer.

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Eran los tiempos en que todas esas músicas del Caribe hispano que tenían como epicentro a Nueva York con expresiones como la pachanga, el “boogaloo” y la posteriormente llamada “salsa”, se convirtieron en manifestaciones poderosas de la juventud “latina” que, con bastante rebeldía y energía juvenil, agarraban la tradición, pero la ponían en un contexto contemporáneo y mirando siempre a la población dominante —ya fuera étnica, social, cultural o económicamente— que constituía a ese “otro” que influenciaba, pero al que se resistía con todo lo que se pudiera. Mucho de esto, fue llegando a varias de las periferias sonoras del Caribe hispano, como Venezuela, Colombia, República Dominicana o Panamá, donde muchos jóvenes y no tan jóvenes, se identificaban con algunas de las manifestaciones que venían de la “gran manzana”.

En ese contexto, “Nelson y sus Estrellas” comenzó a presentarse en espacios públicos de Caracas y poblaciones cercanas para bien pronto ponerse a grabar, con el liderazgo de su joven pianista de 19 años y varios integrantes aún más jóvenes, presentando, con el sello “Palacio de la Música”, el álbum “Cosa Buena”, de 1966. Sin embargo, a diferencia de otros noveles creadores de la época, no se limitó a la simple imitación, sino que presentó un sonido con características muy propias e innovadoras que, de manera sorprendente, dejó ver que había algo nuevo, muy de su época, pero, a la vez, diferente. Es que su música tenía una dinámica especial, cambios de ritmo y armonía; melodías no convencionales, mezclas que parecían extrañas, pero calzaban a la perfección, e instrumentación novedosa: batería, pandereta (algo que tenía el “boogaloo”, pero que después la “salsa” abandonó), un bajo bien sollado tocado por su hermano Luis Felipe, quien era también una de las voces líderes de la banda, y a veces el acompañamiento de trompetas, solas o mezcladas con trombones, y más de una vez, sobre todo al comienzo, un formato charanguero con violines y flauta. Igualmente, en una que otra ocasión, hubo por ahí alguna guitarra acústica o una eléctrica que, sin duda, sonaban bien chéveres. Esto quiere decir que Nelson González, principalmente, fue parte de ese proceso de desarrollo de un nuevo género musical, como la salsa, pues, al tiempo que se gestaba en otros lugares, rápidamente él, a su manera, fue también gestándolo desde una periferia como Venezuela que, al menos en los años setenta, se transformó en un poderoso epicentro cultural y económico, gracias a toda su tradición cultural, pero, sobre todo, la bonanza petrolera exacerbada por la crisis de la OPEP con los países árabes, que puso al precio del crudo a niveles nunca antes vistos y atrajo a este país infinidad de personas, entre estos muchos músicos, por los flujos de dinero que empezaron a moverse por todas partes.

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“Nelson y sus Estrellas” sonaba muy a los años sesenta y después setenta, con mucho de rock de la época en sus melodías (y expresiones como el “yeyé” y el “gogó”) y cositas de joropo y bossa nova, mezcladas con un atractivo visual y un “look” que se manifiesta en las carátulas de los álbumes que empezaron a lanzarse permanentemente (de hecho, yo veo las fotos de esos primeros discos de Nelson y recuerdo también los primeros programas de Chespirito, pero son cosas mías). Además, sus ritmos que, si bien a veces utilizaban los formatos planteados por Cuba y que tanto se usan en la salsa (Nelson siempre reconoció el influjo de Dámaso Pérez Prado y la “Sonora Matancera”), en muchos otros casos expresaban algo completamente diferente y que, por su impacto, otros después imitaron, por ejemplo, “Fruko y sus Tesos” en Colombia y, aventurándome un poco, Alfredito Linares en Perú (aunque este también es, de cierta manera, paralelo en el tiempo). Por eso, uno oye a la bandota de Nelson y se transporta a esos tiempos que, como pasa muchas veces cuando se mira al pasado, incluso a ese que no se vivió, parece siempre más feliz, interesante y estimulante. Con esto, González dejó en evidencia que no era necesario limitarse a un parámetro específico para crear su música, pues nadie más que él tenía claro que la denominada “salsa”, que es, sin duda, una expresión comercial, pero también política y, al mismo tiempo, artística, era el sonido de la juventud popular de los barrios de las ciudades del Caribe en América Latina (y, en algunos casos, así ahora no parezca, todavía lo es).

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En Venezuela se baila el porro de una manera muy singular

Se da un paso para ′lante, se da un paso para atrás.

Mira, venezolana, baila el porro colombiano

(Un pasito para acá)

El éxito comercial de “Nelson y sus Estrellas” hizo que empezara a sonar, no solo en Venezuela, sino en lugares cercanos, como Colombia, con canciones como “El ritmo de allá” y “Tema del papelón”. Por eso, Nelson fue rápidamente invitado a tocar con su orquesta en este país, el cual andaba descrestado por esas nuevas sonoridades que estaban en boga y hacían que los antiguos bailes tropicales, como la cumbia, el porro y el merecumbé, que se expresaban suave y elegantemente en los viejos clubes, pero también los bares del centro de las ciudades, se transformaran en agresivos estilos en donde se podía brincar y manifestarse de acuerdo con los nuevos tiempos que, en esa época, eran de verdad todavía nuevos.

Y su debut en Colombia no fue en cualquier escenario, sino en plena Feria de Cali, al final de 1969, con un toque legendario que ha sido, incluso, mitificado por numerosos escritores y creadores, pues alternó con la genial, innovadora y poderosa agrupación de Ricardo Ray y Bobby Cruz, tal vez en ese entonces la que mejor encarnaba el sonido moderno, complejo, diverso, agresivo y poderoso de la salsa (y que había descrestado a todo el mundo en la Feria del año anterior). En dicha presentación en la recordada “Caseta Panamericana”, Nelson no estuvo por debajo de las expectativas, tuvo su mano a mano con Richie Ray (una agrupación que, así él lo negara, influyó bastante en su sonoridad) y quedó consagrado en la memoria de los muchos que todavía hoy afirman haber estado ahí (y que, si fuera verdad, serían la mitad de los habitantes de la ciudad de Cali).

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Una de las últimas versiones de la orquesta Nelson y sus estrellas. Nelson González guiando a las nuevas generaciones de músicos.
Foto: Archivo Particular

Luego de esa poderosa presentación, “Nelson y sus Estrellas” se volvió una agrupación habitual en Colombia, recorriendo su territorio a lo largo y ancho; participando en numerosas celebraciones populares, fiestas públicas y privadas; compartiendo con esos nuevos factores de poder que, de manera “mágica”, transformaban las dinámicas del país, y posteriormente con muchos otros que, a pesar de las vicisitudes de la vida cotidiana y, a veces, la guerra misma, también querían rumbear y gozar, y lanzando, una y otra vez, canciones que sonaban permanentemente en todas partes. Esto llevó a que decidiera lanzar un álbum titulado “Para Colombia” que dejó éxitos como “Canto de la montaña”, “Besitos del corazón”, “El Emperadorcito”, “Cosas del amor”, “A Fusagasugá” y “El Sanjuanero”, entre otros; todo un golazo musical que se sigue bailando y que demostró el profundo cariño e impacto que Nelson sentía por este país. De hecho, el éxito que Nelson tuvo en Colombia fue tan grande que, con el tiempo, empezó a permanecer más en este país que en su natal Venezuela, donde, tal vez por haber hecho discos con sellos pequeños, no tenía la promoción que sí tenían otras agrupaciones como la “Dimensión Latina”, “Los Blanco”, “Sexteto Juventud”, “Ray Pérez con Los Dementes”, Cheché Mendoza o “Federico y su Combo”, entre otros. Por el contrario, los sellos discográficos con los que grababa (“El Palacio de la Música” y, sobre todo, “Discomoda”) tenían mayor presencia en Colombia, por lo que Nelson contaba en este lugar con más promoción y, por ende, mayor impacto y trascendencia entre la gente (eso sí, siempre grabó sus discos en Venezuela, donde los estudios de grabación eran reconocidos por su calidad). Esto hizo que más de una vez, Nelson, quien no fingía una humildad que no tenía (aunque su esposa, por al bajo perfil que le gustaba mantener en ciertos lugares, decía lo contrario), declaró haber sido fundamental para el desarrollo de la salsa colombiana, considerándose el papá musical de “Fruko” (quien, indudablemente, basó muchas cosas de su sonido en la orquesta de Nelson, incluso grabando sin permiso el tema “Payaso”) y el abuelo de Niche y Guayacán (y va uno a ver y hasta sí).

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Vale decir que, si bien Nelson era, tanto innovador como punta de lanza de la salsa, también observó que en Colombia y Venezuela había un poderoso filón comercial en lo que por ese entonces empezó a denominarse comercialmente “música tropical”, aunque también, de forma despectiva, “chucu chucu”. Agrupaciones como La “Billo´s Caracas Boys”, “Los Melódicos” (ambas big bands que fueron un puente entre dos épocas), “Los Blanco” y despuesito, Nelson Henríquez y Pastor López, entre otros, en Venezuela, y “Los Graduados”, “Los Hispanos”, “Los Teen Agers” y “Los Golden Boys”, en Colombia, sobre todo, agarraron la cumbia y el porro colombiano (en lo que, en ese entonces, se veía como una adaptación moderna) para simplificarlo con el fin de que resultara más fácil de bailar y entender por aquellas personas alejadas culturalmente del Caribe (sonido que, por cierto, en muchos casos, es lo que se vendió como “cumbia” en otros lugares del continente), consiguiendo grandes éxitos que hoy en día todavía suenan, sobre todo en épocas decembrinas. Nelson, quien también tenía, al menos en aquellos tiempos, agudeza comercial, entendió que por ahí se podía meter, por lo que empezó a grabar varios “chucu chucus”, pero con un tumbao que, si era el caso, se salseaba y rockeaba, expresando, sobre todo, el sabor y virtuosismo propio en el piano y de su hermano Luis Felipe en el bajo, además de la fuerza de unos arreglos que seguían siendo novedosos, con unas voces chéveres y muy características (Joe Balsa, Edgar Lara, Tulín León, Luis Felipe, Franklin Castillo, César Navas…), lo cual siempre es clave para que se sepa qué grupo es el que está sonando.

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Esto, sin embargo, fue visto como una traición por aquellos salseros ortodoxos que ya por ese entonces existían, sacando, en varias ocasiones, a Nelson de su corazón y, sobre todo, de los listados en los que se hablaba de las mejores y más importantes agrupaciones de la salsa, suponiendo que meter a quienes hacían “chucu chucu” los “desprestigiaba” (y es que hay gente así). No obstante, cada vez que Luis Felipe González, Edgar Lara o cualquier otro de los vocalistas permanentes u ocasionales de la banda decía “Juégale, Nelson”, se sabía que el piano se iba a soltar y que el pausado, pero sabroso ritmo del porro setentudo se iba a salsear y a ponernos a brincar mientras bailábamos.

Así, “Nelson y sus Estrellas” siguió arriba con álbumes poderosísimos y canciones muy exitosas, alternando en Colombia más con Pastor López que con Willie Colón, aunque siempre con “Fruko y sus Tesos”, una especie de agrupación hermana (o hija, según la versión del caso). A la vez, comenzó giras internacionales por Centro y Suramérica, y poco después Estados Unidos y Europa, donde las colonias colombianas y venezolanas lo acogían con entusiasmo. Claro que no faltaron las dificultades, pues, a mediados de los setenta, Nelson tuvo una crisis de salud producto del asma que siempre lo aquejó que le hizo alejarse por más de un año de los escenarios, ante lo cual, su hermano Luis Felipe, con un formato algo diferente, pues incluía saxos y clarinetes, lanzó la agrupación “Don Filemón y su Banda”, que dejó el tema clásico “La Saporrita”, una composición del barranquillero Juvenal Viloria que en su arreglo mete una onda de jazz al estilo clásico de Nueva Orleans y que se convirtió en otro clasicazo inolvidable. Esta breve separación, marcó el comienzo de una tensión que, si bien se zanjó y permitió que siguieran trabajando, años después, se tradujo en un conflicto que, infortunadamente, no tuvo reconciliación.

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No obstante, Nelson, recuperado y de nuevo en las tarimas y grabaciones, continuó actuando, aunque los éxitos se fueron espaciando y, ya para los años ochenta, dejó de grabar tan seguido, a pesar de que, como suele pasar, sus canciones “clásicas” seguían bailándose volviéndose, además, características de la denominada “música de balneario” que todavía está presente en muchos lugares del país (posiblemente, sus últimos éxitos fueron “Luna del Río” y “Tócame un porro”, de 1984, aunque a mí me encanta “Beethoven y Chopin”, de 1985). También, durante los años noventa, en un momento en que se puso de moda en Colombia, al menos de arriba hacia abajo, el “reencauche” de temas viejos interpretados casi que calcadamente por intérpretes jóvenes, “Nelson y sus Estrellas” fue uno de los grupos de los que más canciones se sacaron, pero, como suele pasar, las copias nunca serán mejores que las originales y ya poco se recuerdan, afortunadamente.

Cuando haya una rosa en el campo,cuando venga la primaverael sol dará, calor y felicidad,tu cuerpo se quemaráy pondrá de un color moreno.

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Qué bello serácuando despierte tu corazóny el amor te haga acariciarun sueño y una ilusión

Yo descubrí a “Nelson y sus Estrellas” realmente tarde, a mediados de los años noventa (de hecho, es inevitable, por temas generacionales), aunque venía oyéndolo, sin saber, toda la vida, siendo, para mí, el sonido de lo que yo denominaba la “salsa de los setenta”. Tal vez, le puse mayor atención en la casa de un amigo cuando sonó “El Emperadorcito”, que es una canción que tiene una mezcla de ritmos impresionante, un tumbao de piano majestuoso y “bluseado” (y después, “rockanroleado”); una sonoridad muy rockera y una onda que, sin duda, tiene que bailarse brincando. Por esa misma época, en alguna fiesta donde una amiga, pusieron a sonar casi todo el CD de éxitos llamado “Ritmo y Sabor. Nelson y sus Estrellas”, que presenta las canciones más famosas de la agrupación, al menos en Colombia, y quedé descrestado por su ecléctico sonido, potencia, novedosa y moderna instrumentación; diversos ritmos, bellas, pero no convencionales armonías, y, sin duda, pegajosas melodías. También, la recuerdo sonando duro con el tema “Payaso” en un balneario en Girardot y me parece que ahí era el escenario perfecto para esa música que combinaba tanta creatividad, alegría, expresividad y, al mismo tiempo, remembranza de tiempos, tal vez mejores o, en apariencia, más chéveres. De ahí en adelante, conseguí lo poco que había en CD —mi formato favorito para oír la música—, aunque, como pasa con “Fruko y sus Tesos”, lamenté que todo lo que había era esos compilados que, además, repiten canciones por doquier, pues los que los produjeron apuntaron, sin duda, al público masivo (ese que ya no compra discos) y no a los melómanos. Después, por eso mismo, me hice de algunos LP, aunque no tantos, sin dejar de lamentar que esa discografía no haya sido lanzada como debe ser en diferentes formatos por alguna de esas compañías que tuvieron, por tanto tiempo, esas joyas musicales en sus anaqueles (por eso, lo repito: si me vuelvo reggaetonero y pego con eso, haré un acuerdo comercial y sacaré toda esa discografía, bien bonita, en CD; aunque primero me tocaría volverme reggaetonero y lo veo complicado).

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La alta calidad de la mayoría de las producciones discográficas de “Nelson y sus Estrellas”, hechas, además, cuando Nelson era muy joven, y su larga trayectoria artística de casi seis décadas, hacen preguntarse por qué este gran artista no tuvo más reconocimiento en otros epicentros salseros, como Puerto Rico, República Dominicana, Panamá o Nueva York. De hecho, mientras compatriotas suyos como Oscar D´León, primero con la “Dimensión Latina” y después en solitario, se consagraron en otros lugares (es que Oscar D´León son palabras mayores), Nelson sonaba casi que solamente en Colombia y un poco menos en Venezuela. Tal vez se debe a que optó por quedarse en Colombia cuando Venezuela tenía el aparato comercial más poderoso de Suramérica para promocionarse en los años setenta, por cuenta de la bonanza petrolera, y que ya, para los años ochenta, cuando la salsa colombiana se empezó a exportar, gracias a la migración colombiana a otros lugares del mundo y, por supuesto, la poderosa bonanza por la caína, su estilo setentudo, que había sido moderno y renovador, había pasado de moda, pues lo que mandaba la parada era, en gran parte, la salsa romántica y otras cosas, tal vez más tradicionales, pero igualmente novedosas, como las del Grupo Niche.

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Tampoco, Nelson era mencionado por los autodenominados “gurúes” de la salsa, quienes poco lo programaban y, como pasaba por estos lares con “Fruko y sus Tesos”, lo veían como excesivamente comercial y representante de la música “fácil”, tal vez por la popularidad que tuvo en su momento entre la gente, a diferencia de otros artistas que podían dar “distinción” a quienes pretendieran demostrar mayor sofisticación paradójicamente, alejándose de la música que le gusta al pueblo (lo repito, es que hay gente así). Empero, tengo que decir que los que le hicieron el feo a Nelson y su agrupación estaban equivocados, pues esa música no es fácil y sus arreglos dejan ver grandes conocimientos y mucha creatividad, lo cual, por su facilidad para el baile, podía confundir sobre todo a esos críticos que son buenos para criticar, pero que de conocimientos técnicos de música pocón pocón. De hecho, Fruko, que también sufrió durante mucho tiempo ese estigma, ha sido reivindicado desde hace un buen tiempo, pero no ha pasado todavía lo mismo con Nelson. Seguramente, su carácter, al parecer difícil, cierta prepotencia que le hacía autodenominarse el inventor de la salsa y alguien “único” (y es que, sin duda, fue contemporáneo de todo lo que estaba pasando por otros lares), pudo contribuir a eso, aunque nadie le quita lo tocado, grabado y bailado.

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Por cierto, a mediados de los años noventa, muchas de sus canciones de 20 o 30 años atrás volvieron a escucharse duro, pero con nuevas grabaciones prácticamente calcadas, aunque con menos swing y sabor, ya que sonaban secuenciadas, presas del metrónomo y con baterías y panderetas “midi”. Y eso ocurrió, porque Luis Felipe González, hermano de Nelson y cantante original de varios de los éxitos de “Nelson y sus Estrellas”, grabó varios discos, muchas veces desconociendo el papel fundamental de Nelson en los temas originales, al punto de que el “Juégale Nelson” tan recordado se convirtió en “Juégale en el son”, que me pareció terrible. Esto llevó a una ruptura permanente entre los dos hermanos y a una demanda que generó un largo litigio que, según algunas fuentes, Nelson ganó, impidiéndole a Luis Felipe tocar esas canciones en Colombia.

Aquello fue lamentable, pues se trata de una de esas rupturas que, quienes admiramos a los protagonistas, no queremos nunca ver, como, por ejemplo, pasó con la pelea de Carlos Villagrán y Chespirito, o la que hay entre Willie Colón y Rubén Blades, con el agravante, además, de que se trataba de dos hermanos. Quién sabe qué pasó, pero es claro que hizo falta un reencuentro musical —y, sobre todo, familiar— entre los dos, porque los seguidores de estos artistas que grabaron tantas canciones maravillosas que están en nuestra memoria, soñamos siempre con una reconciliación para verlos de nuevo juntos en algún escenario.

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A pesar de esto, “Nelson y sus Estrellas”, aunque bajó su ritmo de toques, siguió actuando, pero sin grabar nuevos éxitos y con un nivel que palidecía con los viejos buenos tiempos, con músicos arrejuntados para la ocasión respectiva y voces que estaban muy lejos de la calidad de los cantantes originales. Sin embargo, Nelson siguió siendo recordado y, de hecho, varias veces recibió reconocimientos públicos por parte de alcaldes y congresistas, quienes lo condecoraron por ser un representante insigne de la música en Colombia, lo cual lo llenaba de orgullo.

Y es que, de todas formas, nadie le quita a Nelson lo tocado, arreglado, compuesto y gozado, pues, en su momento, fue capaz de captar lo que estaba pasando y transmitirlo a las diferentes audiencias de una manera fiel y al tiempo original y renovadora. Y lo hizo a lo largo de 28 producciones discográficas de estudio (dato que me dio, en un texto buenísimo, el melómano John Jairo Usme, fundador del festival de amigos de la salsa de San Martín, en el Meta, y quien es un “nelsómano” consumado), causando un impacto poderoso en la sociedad colombiana que, por ejemplo, se puede observar en el mediometraje “Cali de Película” de 1973 que, dirigido por Carlos Mayolo y Luis Ospina, termina con una celebración popular en la que los jóvenes de aquel entonces bailan felices “Payaso” (canción de la Feria de Cali en 1973, como me recuerda Juan Carlos Ángel), con ese tumbao tan propio y bacano que solo podía expresar el gran Nelson González, un venezolano de nacimiento y colombiano por adopción que, como tantos otros, contribuyó a expresar este contexto de verdadera hermandad binacional.

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La profunda huella de Nelson, generada en la existencia de muchos éxitos y que, consciente o inconscientemente, influyó en la forma de ser, gozar, pensar y actuar para ser lo que somos (o, repito, lo que quisiéramos ser), es muy grande. Por eso, en ese viaje que él nos mostró, muchos siempre quisimos saber cuál era el ritmo de allá para experimentar esos misterios que parecían tan chéveres. Y compartir con ese emperadorcito (como le empezaron a decir a Nelson) que, lleno de talento, nos ayudaría a transitar por lugares bien bacanos. O ir a bailar el sanjuanero a las fiestas del San Pedro donde no hay mejor versión que la que grabó el propio Nelson. O, al tiempo, allá o en otro lado, ir a los bailaderos de la juventud, donde la gente más chévere, cool y original está marcando la pauta con todo lo “nuevo” que antes nos gustaba mucho más. E ir a ver a la venezolana bailando el porro colombiano, con un pasito pa´ delante y otro paso para atrás donde también, de pronto, podremos cantarle a la montaña, que puede ser la de flores, y tratar de ser felices. Y, a la vez, conocer muchos de los caminos recorridos por el misterioso forastero para que nos cuente historias de otros lugares, que también pueden ser los de ese viajero que, seguramente, regresará a ver las montañas de Caracas donde muchos vivieron y donde esperan que, algún día, ojalá cercano, vuelva la primavera.

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Todo esto nos dejó Nelson González, el gran creador de una agrupación inolvidable que dejó obras maravillosas, quien, desde el comienzo, pero ahora más que nunca, partió hacia las estrellas, donde siempre, a pesar de todo, sabía que tenía que estar. Por eso, solo basta agradecerle por toda esa música que, como dijeron varios compañeros por ahí, ayudó a hacer de este mundo algo mucho mejor.

* Petrit Baquero (@petritbaquero) es Historiador, Politólogo, Músico y Melómano. Es autor de los libros El ABC de la Mafia. Radiografía del Cartel de Medellín (Planeta, 2012) y La Nueva guerra Verde (Planeta, 2017).

Por Petrit Baquero * / Especial para El Espectador

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