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La Farmakos: “He tomado malas decisiones en mi vida, pero el rap me salvó”


La rapera colombiana es una de las voces nacionales del Festival Cordillera, y un referente femenino del rap en el país. Su historia de vida es un ejemplo para quienes buscan en la música una oportunidad de salir adelante.

Daniela Suárez Zuluaga

07 de septiembre de 2025 - 07:00 p. m.
La Farmakos.
Foto: Cortesía
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A los siete años, cuando muchos niños apenas están aprendiendo a multiplicar, ella ya rimaba. No lo hacía con la solemnidad de una artista, sino como un juego, una travesura que se escapaba de sus labios en las calles de Bosa Santa Fe. Era una forma de incomodar, de reírse del mundo. Con el tiempo, esa niña, llamada La Farmakos, convertiría esa manía de rapear en la manera más radical de contar su vida.


Su historia comenzó con un hogar atravesado por dos mundos musicales: un padre que arrastraba consigo una vida marcada por la calle y el barrio, y una madre que prefería el rock y otros sonidos alejados del rap. Ese contraste sembró en ella una semilla difícil de clasificar. Pero la adolescencia llegó con una decisión clara: a los 13 años ya rapeaba en serio, convencida de que cualquier género que no fuera rap era “desleal”. Se reconocía purista, defensora de un underground que vivía en casas improvisadas y grabaciones caseras, donde lo importante no era el aplauso de masas, sino la validación del parche de raperos que habitaba las esquinas.


Sin embargo, antes de que la música se hiciera pública, su primer escenario fue un muro. Empezó con el grafiti, dibujando letras y trazos que expresaban lo que aún no se atrevía a rapear en voz alta. Luego intentó con el breakdance, otra manera de esconder su voz. La timidez venía de la dureza de sus letras: situaciones personales y familiares demasiado difíciles de exponer sin filtros. Sabía que incomodaban, que revelaban verdades que muchos preferían callar. Por eso guardó su secreto durante años, refugiándose en el freestyle de otros, hasta que llegó el momento inevitable de mostrarse.


El accidente que cambió todo


A los 18 años, mientras intentaba dejar atrás la vida en las calles y trabajaba en una empresa, ocurrió un accidente que casi le cuesta la mano izquierda. La negligencia de la compañía y la falta de apoyo familiar la dejaron al borde del abismo. Era madre joven, con pocas opciones y demasiadas responsabilidades. “Sentía que no tenía ningún futuro”, recuerda, pero justo en ese borde apareció Rap Sucio, amigo y cómplice musical, quien la convenció de cantar.


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Así comenzó a circular el rumor: en los barrios había una “tal Farmakos” que tenía rimas afiladas. El miedo y la inseguridad la hacían dudar de sí misma, pero esa primera chispa encendió una carrera que poco a poco empezó a tomar forma.


La violencia y el escape


La maternidad temprana también la enfrentó a la violencia doméstica. Con dos hijos y apenas 20 años, vivía atrapada en una relación que la consumía. La discapacidad de su mano le cerraba puertas laborales y la dependencia económica parecía una cadena imposible de romper. Un día decidió huir: tomó a sus hijos y empacó lo poco que tenía. Su destino no era claro.


En la frontera entre Bosa y Kennedy encontró un refugio en La Ollita, un espacio donde se reunía la escuela de raperos que siempre había admirado. Fue entonces cuando surgió su primer disco, Secuelas, financiado con el dinero que ganaba vendiendo tintos. La música no solo se convirtió en su herramienta de expresión, sino en un camino real hacia la estabilidad económica.


El rap, como ella misma lo dice, siempre estuvo ahí. La acompañó durante el embarazo adolescente, cuando vivió en la calle y tuvo que aprender a sobrevivir cuidando niños y ahorrando monedas para rehacer su vida. También lo usó como refugio para sanar tras separarse de un hombre violento. A través de las rimas construyó su independencia, su manera de nombrar el dolor y transformarlo en algo más grande.


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De los barrios a los discos


Tras Secuelas llegó La curandera, un álbum marcado por la depresión y los sentimientos encontrados de una nueva maternidad. La música fue catarsis, un ritual de sanación que no siempre aliviaba, pero sí mantenía la esperanza encendida. Luego apareció Como aguja en un pajar, compuesto en medio del posparto de su tercer hijo, cuando se sintió perdida, buscándose entre nudos y sombras.


En paralelo, La Farmakos cultivaba otro nombre: la Bruja. Así la conocían muchos, un pseudónimo que adoptó con orgullo porque la sociedad la veía como alguien sin futuro. En ese apodo encontró fuerza para desafiar un género donde el machismo la relegaba. Recordaba cómo a las mujeres las aplaudían solo por estar en la tarima, no por sus letras ni sus luchas. Pero con el tiempo, esa percepción cambió: hoy, asegura, las raperas se ganaron un respeto genuino, sin venderse ni permitir que las vieran como accesorios.


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Hip Hop al Parque: la batalla decisiva


En su camino hubo un punto de quiebre: Hip Hop al Parque. Antes de esa tarima soñada, había enfrentado discusiones con la escena rapera, diferencias con un discurso que consideraba conveniente y excluyente. Decidió alejarse de esos espacios donde sentía que no la valoraban. “En el barco de La Farmakos solo hay una capitana, y esa soy yo”, sentencia.


Con un nuevo grupo de aliados, se inscribió al festival y ocupó el segundo lugar en las convocatorias. El domingo de su presentación tenía un horario privilegiado, seis de la tarde, pero un día antes le robaron el computador y se quedó sin pistas. Aun así, se subió a la tarima con garras y furia. Y lo logró: “La rompimos”, dice sin titubear.


La llamada de Nanpa Básico


La verdadera vuelta de tuerca llegó después de ese concierto. Apenas bajó del escenario recibió una llamada inesperada: Nanpa Básico quería verla. El artista, junto a Jorge Jiménez, le propuso apoyar su carrera, ayudarla a salir del barrio y darle estabilidad. Esa llamada, recuerda, lo cambió todo. Gracias a ese impulso, la artista dejó atrás la defensiva constante que había marcado su carácter y encontró tranquilidad. Con más calma, pudo compartir tiempo de calidad con sus hijos y proyectar su carrera hacia escenarios internacionales. Ha estado en el Bomm, el Bime y ahora en el Festival Cordillera, consolidándose como una de las voces más potentes del rap colombiano.


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Hoy, la bogotana es madre de tres hijos —de 15, 10 y 6 años— y sostiene sola a su familia. Sus abuelos la acompañan en la crianza, y en esa dinámica familiar encuentra aprendizaje constante. Reconoce con orgullo que rompió las cadenas de violencia y pobreza que venían de generaciones anteriores. Su meta más grande no es solo triunfar en la música, sino regresar a su barrio y generar empleo para sus amigos de siempre, aquellos que crecieron con ella entre calles y carencias, pero en medio de afecto y lealtad. “Quiero darles una oportunidad de trabajo a mis parceros, porque ellos me han demostrado que saben de lealtad y que no sienten envidia hacia mí”, dice con determinación.


Un futuro escrito en rimas


No sueña con la fama como fin último. Su historia no es la del éxito repentino ni la de la artista fabricada para la industria; es la de una mujer que sobrevivió a la calle, la violencia, la precariedad y al olvido, y convirtió todo ese dolor en versos. Una rapera que entendió que la música era su única herramienta de libertad.


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Hoy, cuando sube a un escenario, no lo hace solo por ella, sino por sus hijos, su madre y su abuela, por los amigos del barrio y por todas las mujeres que aún sienten que no tienen voz. La Farmakos rapea para que el mundo sepa que está viva, que resistió y que todavía tiene mucho por decir.

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