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Milton se jugaba la vida en la cuerda floja. Era un payaso de pueblo. Nunca repetía chistes y sus actos de gracia eran a veces comuniones grotescas con la muerte. Por eso, los otros payasos, esos que vivían de piñatas y fiestas de bombas de agua, no le merecían más que el calificativo de rascas, un desprevenido juego de palabras que se derivaba de rascabuche. Edson Velandia, amigo de Milton y habitante frecuente de bandas y grupo de teatro, encontraba en esa palabra algo que lo definía a él. “Yo desde niño charangueaba tantico la guitarra, pero tenía más talento para componer que para tocar. Siempre fui torpe con los dedos. Me decían mis amigos recurrentemente que era mediocre y en muchas ocasiones, en los ensayos, me desconectaron la guitarra para que no tocara más. Yo era un rasca, estaba haciéndolo mal y me la estaba ganando así. Pero era rasca con ‘q’, porque no era el payaso perezoso y bruto, aunque sí era el torpe”.
Así evoca Edson Velandia la palabra que se ha convertido en la mejor definición del género que lleva ya casi cinco años tocando con la banda Velandia y La Tigra, un género que entre refranes, guitarras, disonancias logradas de montar, sobre un compás de cuatro cuartos, compases de tres cuartos propios de la música campesina colombiana, ha logrado el lugar de inédito, huérfano, no hermano ni de la guabina ni del folclor, aunque a tantos críticos les haya tocado crearle parentescos para entenderlo.
“Yo quería proponer patrones rítmicos inventados, que es la influencia mía de lo sinfónico, porque en lo sinfónico uno no escribe un bambuco, escribe una mancha, y cuando le preguntan ‘¿y qué es eso?’, uno dice ni idea, una mancha”, asegura Edson mientras camina en chancletas, con los dedos pelados, por Piedecuesta, tierra en donde creció, en donde compuso La guarapera y Ella me dejó todo corrido, por donde pasea a su bebé de cinco meses en cochecito y en donde construye una casa para vivir con La Negra.
Edson Velandia creció oyendo música llanera y campesina y a su papá contando cuentos. Se inclinó en la adolescencia por la balada, porque la rebeldía para su padre se oía en forma de balada. En la universidad, estudiando música, se cruzó con lo sinfónico y le dio forma a ese impulso fuerte que insistía entre sus manos de romper y crear. Luego, tras hacer exploraciones con un grupo de teatro con el que formó la banda Santa Cruz, se encontró con el cantante Sergio Arias y fundaron todos juntos Cabuya. Su segunda universidad. El lugar de exploración. La comunión del circo y la música. En 2001 se bautizaron y en la primera presentación, con la convicción de Edson Velandia de que entre el público había hambre de sonidos diferentes, le pidieron al presentador del bar que dijera: “Con ustedes ¡Cabuya!, próximamente la banda número uno del mundo”.
Pero luego de grabar un disco en 2005, Velandia, desacomodado como es, incapaz de no rendirles fidelidad a sus impulsos musicales atropellados, dejó la banda. Ya no quería hacer más música parada bajo los patrones sonoros de una tambora del Chocó o una guabina de Chandé. Inventando palabras, diciéndolas muéreseme la gata la mata se me seca/ se me oscura la casa la rasqa se me aguda... una, tras otra... se me tumba el techo se me moja el lecho... desbocado, hasta agotar el aire, usando las imágenes que tenía a la mano Velandia, como en el desmadre de una sola borrachera, compuso once canciones e inauguró la versión de su propia música con Once rasqas. “Ese primer disco fue visceral, salió de mi soledad y fue un vómito mío, de autoverme y tirar filosofías como la del Sietemanes: Yo soy el calvo,/ el inventor de casi todos los mejores pasos./ Yo soy el más de los rascas,/ por eso hay liebres que me quieren dar la talla.
Después vino el Superzencillo (2009) y dos éxitos se colaron en la radio, el disco duró en primeros lugares en Radiónica y hasta llevaron a Velandia a conocer a los mexicanos de Café Tacuba. Pero en lugar de ir en busca de un siguiente disco que acentuara la melosería con la prensa, Velandia hace Oh porno (2010), un disco en donde el sexo se recita con humor y las palabras soeces se cantan, un disco que no iban a poner en la radio. “Cada vez que quiero componer me enfrento al vacío absoluto, a la nada, tengo el prejuicio de no repetirme, de destruir las fórmulas vencedoras e intento casi reinventarme en cada disco”.
Sin el fantasma de la disquera, ni del productor, ni del mánager, Velandia después de ver el trabajo de 2011, dos álbumes lanzados: Eggipto, una misa para Cielito, la amiga de 20 años muerta, y La lengua del león, homenaje a León de Greiff, recoge esas partituras que ha escrito en estos años, esas formas rítmicas que ha inventado en sus discos, las retahílas que ha narrado al estilo de músico de pueblo, para entretener a su público entre canción y canción.
Edson Velandia no tiene certezas, pero puede estarle llegando el tiempo ya a la serpiente de cambiar de piel, de destruirlo todo y quedarse sólo con sus carnes hechas de música de calidad para sobrevivir.