A mediados de 1962, Sérgio Santos Mendes, un pequeño y delgado joven de 21 años que vivía en la ciudad de Niteroi, recibió la llamada de un viejo amigo que, además de ser dentista de día, tocaba de noche el piano en algunas de las boîtes más importantes de Copacabana, en Río de Janeiro. ¿El motivo? No quedó del todo claro, aunque era evidente que el dentista de día y pianista de noche necesitaba que Serginho, su joven amigo, lo cubriera, ya que no podría asistir a tocar en el “Bottles Bar”, uno de los más reconocidos establecimientos nocturnos de la noche carioca, donde músicos de altísimo nivel, varios ya con cierta fama, presentaban algunas de sus nuevas creaciones. (Lea otro perfil de Petrit Baquero, sobre la coreógrafa Edelmira Massa Zapata)
— Serginho, te necesito la próxima semana cubriéndome en el “Bottles Bar”; ¡yo te conozco y sé que lo vas a hacer muy bien!
Dijo el afanado amigo, a lo cual Mendes, entre sorprendido y entusiasmado, respondió:
— ¡Allá estaré!
Y sí, evidentemente aceptó, pese a que aún no podía creer que le hubieran hecho esa oferta, pues si bien era conocido en su ciudad como un competente ejecutante del piano, todavía creía que le faltaba más fogueo y, sobre todo, “calle”, para enfrentarse al bohemio circuito de bares de Copacabana y Lapa en Río de Janeiro. Pero Serghino no era un pintado en la pared, y su amigo lo sabía, pues contaba con una excelente formación académica y experiencia práctica en la que combinaba las piezas clásicas, románticas e impresionistas de Chopin, Beethoven y Debussy con el swing y la capacidad de improvisación del jazz de Dave Brubeck, Cannonball Adderley y Oscar Peterson, además de la ejecución de piezas brasileras tradicionales y de la denominada samba-cançao (samba canción) que sonaba constantemente en las radios de todas las ciudades del Brasil.
Así que Mendes venía bien fogueado, pues había empezado a tocar desde muy pequeño en Niteroi, la ciudad en la que nació el 11 de febrero de 1941 y que queda prácticamente al frente de Rio de Janeiro, a unos 20 minutos en ferry y 15 en automóvil. Pero las cosas no fueron en un comienzo fáciles, pues el músico en ciernes tuvo una infancia complicada, con varios problemas de salud, como una severa osteomielitis en su pierna izquierda, que le llevó a tener varias operaciones y permanecer más tiempo del que quisiera en su habitación. En ese proceso, ante el temor de que recayera en sus dolencias, sus padres le compraron un piano que empezó a tocar con fluidez y, posteriormente, lo metieron a clases con profesores particulares que le llevaron, al cabo de pocos años, a entrar al conservatorio de Niteroi, convirtiéndose en un virtuoso pianista que le permitió, ya cuando su salud fue más fuerte, tocar en las fiestas colegiales, reuniones de barrio y los bares de su ciudad natal.
En esos años, como buen adolescente burgués de la década del cincuenta, el joven Sérgio se dedicó también a escuchar jazz de todas las épocas, así como a ver el cine de directores como Kurosawa, Godard y Fellini, entre otros, y cautivarse por las pinturas impresionistas de Paul Gauguin, por lo cual, por cierto, su primera composición se llamó “Noanoa”, cuyo título es igual al de un libro del artista. Por supuesto, también fue uno de aquellos jóvenes que quedaron cautivados por ese sonido nuevo, original, fresco y sofisticado que, un día de 1958, João Gilberto le presentó al mundo con su interpretación de “Chega de Saudade”, esa composición de Antonio Carlos Jobim y Vinicius de Moraes que traía una onda y un tumbao —una “batida”— diferente de guitarra que otros, como el propio Jobim, al poco tiempo, adaptaron al piano, y de ahí en adelante a otros instrumentos.
En esos años, la bossa nova era realmente nueva e influía, no solo musicalmente, pues se presentaba como una verdadera actitud, más leve, romántica y moderna, ante la vida, lo cual, con el éxito comercial, en un principio de João Gilberto y luego de muchos más, se transformó en una fiebre en la que a todo se le llamó de esta manera para diferenciarse de lo antiguo, vetusto y pasado de moda. Con esto, la ropa, los electrodomésticos, los políticos, los presidentes, las ciudades y cualquier otra cosa que se pudiera ocurrir empezaron a tener el apelativo “bossa nova” para mostrarse como algo chévere, fresco y de avanzada, entendiendo que la publicidad (y realmente el capitalismo en general) es muy hábil para apropiarse de lo que en algún momento suena novedoso y llamativo (y rebelde y contracultural) para venderlo como un objeto de consumo. No obstante, la bossa nova trascendía cualquier aprovechamiento comercial y, si bien, como pasa con todo lo que se pone de moda, en algunos casos se estandarizó y volvió una fórmula prestablecida, en otros se consolidó como símbolo de alta calidad musical, siendo adoptada por el jazz como parte de su universo, aunque mucho más allá de eso, pues sus creadores no solo bebían de allí, sino de un ecléctico caudal de influencias como el impresionismo francés, el romanticismo académico, la canción popular “americana” y, por supuesto, la multiplicidad, ecléctica y mestiza, de la música brasilera.
En esas fue que, una noche de 1962, el novato, pero decidido Serginho, llegó a Copacabana, un lugar en el que, como bien se sabía, jóvenes curiosos y talentosos artistas le daban nuevas perspectivas, no solo a la música sino al ánimo de un país, manifestando sofisticación, pero a la vez sencillez, combinando complejas armonías con simples y pegajosas melodías que, sin duda, impactaban a todo aquel que tuviera curiosidad por lo diferente, pero que, a la vez, quisiera gozar la vida sin complicaciones. Por esto, aquella presentación no solo sería un honor sino un verdadero reto, pues por ahí habían pasado personajes como Johnny Alf, con su empeño de mezclar la llamada samba-cançao con el jazz; Antonio Carlos Jobim, quien con influencias del impresionismo francés y las obras académicas y populares de George Gershwin, entre otros autores del “Tin Pan Alley” de Broadway, se convirtió en el gran compositor de la bossa nova; Newton Mendonça, con su talento y creatividad que desapareció prematuramente en 1960, y João Gilberto, el gran gurú que, luego de un viaje a Diamantina en Minas Gerais y su natal Juazeiro en Bahía, había regresado a Río para entregarle al mundo ese sonido nuevo que lo cambió todo.
Así, lleno de determinación, Mendes tomó el ferry hacia Río, se dirigió a “Beco das garrafas”, la calle donde estaba, entre otros, el “Bottles Bar”; habló un par de cosas con los músicos que lo acompañarían, les echó un vistazo a las partituras de piano disponibles para poderlas tocar a “segunda vista” y, finalmente, se puso manos a la obra para llevar a cabo una presentación que, según se dice, fue exitosa. Esto dio inicio formalmente, al menos en uno de los circuitos musicales más conocidos de Brasil, a una carrera que dejaría ver muchas veces eclecticismo, complejidad y altísima calidad musical, demostrando virtuosismo, pero gran toque comercial, además de bastante don de gentes que le permitió incorporarse orgánicamente a la movida de la noche carioca, tocando como titular o haciendo reemplazos cuando los otros nombres consagrados no podían asistir, ya fuera porque les había salido una “moña” mejor paga o porque los excesos de la noche les pasaron factura.
Esto le permitió ganar prestigio y codearse con figuras legendarias, como la del propio Tom Jobim, el más importante compositor del género (y de muchas cosas más), que se convirtió en su amigo, mentor y, de cierta manera, maestro, pues, Mendes, como ejecutante del piano, incorporó mucho de su estilo, aunque con una onda original que se dedicó a versionar todo ese inmenso caudal de música que surgía constantemente y al que podía darle un toque propio, primero con un estilo cercano al jazz y luego otro, tal vez más pop, tal vez más accesible, pero igualmente impactante. Con esto, se consolidó como una de las figuras jóvenes de la bossa nova, haciendo parte de la segunda generación del género, al lado de Carlos Lyra, Roberto Menescal, Nara Leão, Wanda Sá, Edu Lobo y otros, haciendo popular su nombre dentro de esa movida cultural de las grandes ciudades brasileras y presentando “Dance Moderno”, un álbum que tenía gran influjo del jazz y que se vendió en las lojas de discos de Río de Janeiro y, por supuesto, Niteroi.
Ese mismo año, porque todo fue vertiginoso, fue invitado a formar parte de ese inmenso grupo de brasileros que, en 1962, presentó a la bossa nova en el legendario teatro Carnegie Hall de Nueva York con la presencia y los aplausos entusiastas de gran parte de la vanguardia artística de Estados Unidos, sobre todo del jazz, con gente como Dizzy Gillespie, Miles Davis, Peggy Lee, Gerry Mulligan, Erroll Garner, Tony Bennett y Herbie Mann, muchos de los cuales habían sido ídolos de los ahora también admirados músicos brasileros. Y, en esa movida, Mendes demostró tener muy claro el valor de sí mismo y su propia música, pues, como señala el escritor Ruy Castro, le dijo al organizador del evento:
— “Yo abro o cierro el concierto. Y no acompaño a nadie”.
Y así fue, pues Sérgio Mendes, con su sexteto, fue el número de apertura de un concierto en el que también estuvieron Tom Jobim, Roberto Menescal, Luiz Bonfá, Oscar Castro-Neves, Carlos Lyra y João Gilberto quien, por supuesto, dio cierre a ese evento histórico que, poco tiempo después, puso a Mendes (y a Jobim, Gilberto, Menescal, Lyra, Sergio Ricardo y Caetano Lama) en el auditorio George Washington de Washington D.C., con lo cual, varios de los músicos brasileros más relevantes resultaron grabando exitosos álbumes con algunos de los más importantes músicos del jazz y la canción popular en Estados Unidos. Así, por ejemplo, João Gilberto grabó con Stan Getz (convirtiendo a “Garota de Ipanema” en un éxito mundial y uno de los temas más grabados y tocados de la historia), Tom Jobim con el mismo Getz, Gerry Mulligan y, pocos años después, Frank Sinatra, y Sergio Mendes con su admirado Cannonball Adderley, a quien había conocido personalmente en el famosísimo bar “Birdland”, sorprendiéndose porque el legendario saxofonista le pidió que no se devolviera a Brasil para para poder tocar juntos.
La propuesta de Adderley le quedó sonando, pues, además del interés de expandir sus horizontes creativos y comerciales, las cosas empezaron a complicarse en Brasil por la imposición, en 1964, de un golpe de Estado que devino en una dictadura militar que cada vez más se fue endureciendo con grandes dosis de censura, persecución y violencia hacia aquel que se desviara del “correcto modo de ser”, significara esto lo que significara. Ante esta situación, Mendes, quien acababa de ser padre y ya había sido detenido e interrogado, luego de que una carta jocosa escrita a un amigo fuera interceptada por agentes de la dictadura y entendida como una proclama subversiva (los censores y extremistas son así), decidió radicarse definitivamente en Estados Unidos, aunque no en Nueva York, sino en Los Ángeles, donde se encontraba la gran industria cinematográfica y varias de las más poderosas empresas discográficas. Casi que inmediatamente, grabó con Cannonball Adderley (Cannonbal’s bossa nova with Bossa Rio) y Herbie Mann (Do the Bossa Nova with Herbie Mann), convirtiéndose, con el perdón de Jobim, João y Astrud Gilberto, en la cara más visible de la nueva música del Brasil en Estados Unidos.
Claro que su periplo como residente en este país tampoco fue tan simple, pues su grupo Brasil 65, con el que grabó un par de buenos álbumes, todavía se encontraba inmerso en la onda del jazz que siguieron otros intérpretes del género y fue rechazado en las presentaciones que hicieron en Las Vegas, Chicago, las montañas Castkills, cerca de Nueva York, y, sobre todo, las islas Bahamas, al punto de que, en este último lugar, quien los había contratado les pidió no tocar más, pues la gente “quería bailar”. Por esto, Mendes comprendió que tenía que armar una banda diferente, más cercana al pop de la época que, con el arribo de The Beatles y el resto de la “invasión británica”, habían generado, a punta de guitarras eléctricas y un cambio de actitud frente a la vida, una verdadera y nueva revolución cultural que, súbitamente, había hecho pasar de moda a mucha de la música que, poco tiempo antes, había sido la de mayor popularidad. Así, con la participación de Lani Hall y Bibi Vogel, dos hermosas y competentes cantantes, además de Bob Matheus, José Soares y João Palma, entre otros, y el respaldo de la discográfica A&M, propiedad de Herb Alpert, creador del grupo Tijuana Brass, Mendes lanzó, precisamente en 1966, Brasil 66, una agrupación con mucho estilo, atractivo visual y, por supuesto, calidad musical, obteniendo mayor publicidad y presencia en las listas de popularidad que le generaron sus primeros éxitos en el mercado estadounidense, como “Mais que nada”, de Jorge Ben; “Agua de beber” y “Wave”, de Tom Jobim, y “The Frog”, de João Donato, lo cual, para un extranjero que muchas veces presentaba temas en portugués, no era cualquier cosa.
Con esto, Mendes pudo consolidar una agrupación que lo convirtió en un ícono, no solo de la música brasilera, sino del pop internacional, con una mezcla que, si bien sonaba exótica resultó al tiempo bastante cotidiana para la música que se oía, promocionaba y rumbeaba en cada casa que se preciara de ser “cool”. Y, claro, dada la fortaleza de la industria musical estadounidense y su gran influjo cultural, el antiguo joven de Niteroi pudo convertirse en uno de los músicos más escuchados del mundo, con grabaciones que se transformaron en verdaderos “hits” en varios países y una obra significativa por su calidad interpretativa y éxito comercial, dos cosas que, a veces no van necesariamente de la mano y creo yo que cada día menos.
Vale decir que, a pesar de haberse visto afectado por la persecución oficial de la dictadura militar que le llevó en parte a irse de su país, Mendes no se involucró con canciones de corte político, que, desde la segunda mitad de los años sesenta y durante todos los setenta, tuvieron bastante auge en diferentes lugares del mundo, al tiempo que las posiciones de cambio y rebeldía, e incluso las posturas revolucionarias, estaban en boga en muchos escenarios. De hecho, en Brasil, la misma bossa nova había sufrido un cisma, ya que cantautores como Marcos Valle, Edu Lobo, Dori Caimmy, Francis Hime y, poco después, Carlos Lyra y Nara Leão, plantearon la necesidad de que su música asumiera de frente la crítica a la sociedad contemporánea y las realidades que se vivían en su país, incluyendo a las estructuras de poder, con lo cual el hedonista, romántico y, si se quiere, “burgués” entorno de su música cambió hacia una posición en la que las cuestiones políticas y reivindicaciones de expresiones populares, como la “samba do morro”, que, en su momento, la bossa nova había, de cierta manera, invisibilizado, tuvieron mayor preminencia. Mendes tampoco estuvo en la onda de la música que empezó a surgir en Estados Unidos, donde la lucha por los derechos civiles, la contracultura del hipismo o las movilizaciones por los derechos de los trabajadores, tuvieron una poderosa banda sonora a través del soul, el rock y el folk, entre otros géneros. Por el contrario, el artista de Niteroi apeló a otro público, más inclinado a los “hits” radiales que al cuestionamiento del sistema establecido a través de la “canción necesaria” o “música protesta”, como a veces se le llamaba, con un espíritu que, de cierta forma, continuó cerca de la primera onda de la bossa nova y no de la segunda que se había complementado con la emergencia de artistas poderosos como Chico Buarque, Caetano Veloso, Gilberto Gil y Milton Nascimento, entre otros, que, entre muchas cosas más, le cantaban valientemente a las injusticias del mundo, la crítica al statu quo y a algunas personas que lo encarnaban.
Entre todo esto, tengo que decir que hay algo que me sorprende, y es que Mendes, pese a su talento musical y habilidad para la interpretación y confección de arreglos, no fue un prolífico compositor, por lo que la mayoría de sus discos no tiene temas propios, sino nuevas versiones (“covers” para los rockeros y “standards” para los jazzeros) de muchos de los grandes músicos de Brasil y otros lugares, aunque vale mencionar que, por la calidad de sus producciones y poder de sus arreglos, además del aparato comercial que, desde Estados Unidos, tenía a su favor, varias de las canciones que grabó se convirtieron, al menos fuera de Brasil, en las versiones definitivas, como son los casos de “Viramundo”, de Gilberto Gil (que sonó bastante en los picós y las verbenas del caribe colombiano); “Mais que nada”, de Jorge Ben (sin duda, su primer gran éxito internacional) y “The Frog”, de Joao Donato (otro golazo sonoro en Estados Unidos), entre otros.
Total, el camino de Mendes fue largo, pues, sin perder su estilo, supo adaptarse a los distintos cambios que ha presentado la industria musical. Así, arrancó con la reinterpretación de canciones exitosas de bossa nova y de las nuevas figuras que fueron emergiendo en Brasil, para, ya en la segunda mitad de los años sesenta, presentar versiones con swing brasilero, pero muy pop, de los temas de la onda inglesa y norteamericana que fueron apareciendo (como “The look of love”, de Burt Bacharat, y “Fool on the hill”, de John Lennon y Paul McCartney). De igual forma, se metió fuerte con las vertientes de la denominada MPB (Música Popular Brasilera), del soft rock de los ochenta (como “Never gonna left you go”, de Barry Mann y Cynthia Weil), del tumbao brasilero más raizal (para su álbum Brasilerio con Carlinhos Brown que dejó el éxito mundial “Magalenha”), y hasta del hip-hop de los noventa y el nuevo siglo, cuando, con la asesoría y producción de will.i.am, líder de la agrupación Black Eyed Peas, grabó tres álbumes que lo pusieron de nuevo en los primeros lugares de popularidad. Y que no se olvide que también grabó con el rey del fútbol Edson Arantes do Nascimento “Pelé”, la banda sonora de una película sobre él producida en Francia, y que produjo, en compañía de John Powell, la banda sonora de la película animada Río, que le otorgó una nominación al premio Oscar.
Todo esto lo convirtió en el artista brasilero que, con su propio nombre en las carátulas de los discos, tuvo la carrera más larga y estable por fuera de Brasil, sin limitarse a lo netamente comercial. Y si bien considero que Mendes no es la figura más prominente de la bossa nova (lo cual sí afirman entendidos del tema como el melómano Wilmer Zambrano), pues no fue compositor, mientras que la estela de Tom Jobim, Vinicius de Moraes y João Gilberto es muy grande, fue más que eso, pues no se limitó a un estilo, sino que abarcó muchos más, sin perder su propia personalidad. Además, nadie le podrá quitar los muchos méritos conseguidos en una carrera de 60 años, tres premios Grammy, millones de discos vendidos, presentaciones en gran parte del mundo y álbumes maravillosos. De hecho, hasta un reconocido historiador colombiano y también popular a su manera, fue bautizado Sergio Méndez (sí, este con “z”) en homenaje al gran artista brasilero, pues, evidentemente, sus padres tenían excelente gusto musical.
Sin embargo, nada ni nadie es eterno (decía otro poeta popular) y lo bueno nunca dura para siempre, pues Sérgio Mendes, el joven tímido, pero decidido de Niteroi al que un amigo invitó a tocar en un bar de Copacabana, murió 62 años después en la noche del jueves 5 de septiembre de 2024. En ese camino de la vida, que duró 83 años, se convirtió en uno de esos nombres legendarios que, desde muy jóvenes, suenan bastante, no solo como figura de la música del Brasil sino de todo el mundo, con un estilo que todavía se asume como ejemplo de sofisticación, libertad, complejidad, calidad, alegría y buena onda, aunque también nostalgia, pues, con su desaparición física, puedo corroborar (y no solo yo) que el mundo que muchos conocimos, gozamos, construimos y admiramos está desapareciendo cada vez más rápido.
Tal vez por eso, cuando muere una gran figura del arte en general y la música en particular, a veces veces me siento obligado a escribir algo al respecto, sobre todo si ese alguien acompañó los buenos, regulares y malos momentos de mi propia vida con bacanería, cheveridad y buena onda, algo que Sérgio Mendes hizo con creces. Además, entre otras cosas, tengo que ponerme al día y buscar algunos de los álbumes que me faltan de este gran artista y que por mucho tiempo me han cautivado, como Stillnes (de 1970) y Primal Roots (de 1972), que son bastante difíciles de conseguir, aunque espero que aparezcan pronto.
Finalmente, vale decir que aquel personaje que era dentista de día en Niteroi y pianista de noche en Copacabana se merece también un reconocimiento, pues, esa tarde de 1962, le hizo un gran favor a la humanidad cuando llamó a Serginho, aquel joven y novato, pero también decidido artista que, de ahí en adelante, tendría una larga trayectoria, al punto de hacer de este mundo algo mucho mejor, lo cual siempre será, como dice la canción, algo bastante positivo y, sobre todo, mucho “mais que nada”.
* Petrit Baquero (@petritbaquero) es historiador, politólogo, músico y melómano. Es autor de El ABC de la Mafia. Radiografía del Cartel de Medellín (Planeta, 2012) y La Nueva Guerra Verde (Planeta, 2017).