Cuando Roberto Carlos era un niño y se preguntaba por qué y por qué y por qué, por qué a él lo había atropellado una locomotora en una fiesta religiosa como la de San Pedro, por qué él y solo él había perdido una pierna, por qué desde los seis años había tenido que caminar con muletas o con un aparato que no hacía parte de su cuerpo, y por qué sus amigos lo miraban como si hubiera salido de Marte y por qué los adultos le tocaban la cabeza como diciéndole ya pasará, su padre lo llenaba de fantasías, le hablaba de ángeles que él no conocía, y trataba de llenar con aquellas fantasías y los ángeles sus pesadillas y ocultar las cosas que él ya veía, “mas aquellos ángeles ahora ya se fueron, después que yo crecí”.
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Los ángeles y las mentiras, las fantasías y los juegos, y todo aquello que su padre buscaba para aliviar su dolor y sus reiterados por qué y por qué, con el tiempo se volvieron una canción, y más que una canción, se transformaron en una confesión, y entonces Roberto Carlos Braga Moreira admitió que tal vez él también tendría que mentirle a su hijo, “Tal vez un día a mi hijo / Yo también tenga que mentir / Y hacer más lindos los caminos / Que él un día va a seguir”. Por los tiempos de “Traumas”, el título del canto, Roberto Carlos acababa de cumplir 20 años. Había dejado atrás su pueblo, Cachoeiro de Itapemirim, Espíritu Santo, y sus primeros amigos. Corrían los primeros meses del año de 1971 y a él lo llamaban ‘O Rei’ en Brasil.
Los 60, con todo su estrépito de cambios, de luchas, de revoluciones, de provocaciones y desafíos, de frases, de nuevas músicas y nuevos libros y nuevas pinturas y nuevas ropas y nuevas palabras, le habían mostrado que las fantasías de las que tanto le había hablado su padre estaban condensadas en la música, y con ella y por ella olvidaría un poco. Había intentado hacer bossa nova y los vendedores de canciones y los críticos lo habían inscrito en las listas de los autores de la nueva canción brasileña, pero sus bossa novas sonaban más a rock y a balada que las canciones de Milton Nascimento, Elza Soarez, Caetano Veloso y Vinicius de Moraes. Lo matricularon entonces en un grupo al que llamaron la “Jovem Guarda”.
La balada, su voz y su vida y haberse encontrado en Río de Janeiro con un músico y escritor que se llamaba Erasmo Carlos, lo fueron inclinando hacia las canciones románticas, con toda su estela de nostalgia. Escribió, hizo música, grabó, y su nombre y su imagen empezaron a circular. Los representantes de la escena de los discos lo comenzaron a buscar. La televisión lo potenció, y en 1968 fue invitado a cantar en el Festival de música de San Remo, Italia. Allí, cantó “Canzone per te”, de Sergio Endrigo, y obtuvo el primer lugar del Festival. Tenía el pelo corto, a lo Liza Minelli, y se vestía casi por completo de negro y cantaba “La fiesta acaba de empezar. Ya se acabó. El cielo ya no está con nosotros. Nuestro amor era la envidia de los que están solos”.
Su victoria en San Remo lo convirtió en uno de los cantantes más populares de Brasil, e incluso, de América Latina. Como en una película, los discos de Roberto Carlos se sucedían y se escuchaban una y millones de veces. “Detalles”, “Qué será de ti”, “Traumas”, su versión de “El día que me quieras”, “El gato en la oscuridad”, “Rutina”, y un extenso reguero de etcéteras, eran pequeños e inmensos himnos de una juventud que luchaba por vivir el amor hasta las últimas consecuencias, sin normas ni manuales. Ante tanto frenesí y tanta demanda, San Remo lo invitó de nuevo a su Festival en 1972. Roberto Carlos cantó una canción de los italianos Gaetano Totò Savio y Giancarlo Bigazzi que se llamaba “Un gatto nel blu”.
Con los años, cuando “El gato en la oscuridad” era un suceso que atravesaba generaciones y generaciones, diría que tal vez no la había traducido al portugués pues no lograba entender la letra. No había gatos azules. “Cuando era un chiquillo, qué alegría, jugando a la guerra, noche y día, saltando una verja, verte a ti, y así, en tus ojos, algo nuevo descubrir. El gato que está, triste y azul, nunca se olvida que fuiste mía”, decía la letra de la canción, traducida al español por los argentinos Buddy y Mary McCluskey, y hecha disco en 1972. De alguna manera, y una vez más, Roberto Carlos le cantaba a sus años infantiles, a sus juegos y sus amores lejanos, a sus interrogantes y al gato en azul, según la traducción literal.
En San Remo se presentó ya con el pelo largo, ondulado, vestido de traje oscuro y un swetter de cuello alto. Cantó en italiano, pero más que el idioma, fueron las imágenes de la canción y su voz, eternamente ligadas a ella, las que perduraron. Roberto Carlos, el cuarto hijo de una mujer llamada Laura Moreira, y de Robertino Braga, un relojero, ya no necesitaba de apellidos ni de idiomas o nacionalidades. Casi que tampoco requería de presentaciones. A fin de cuentas, tenía “Un millón de amigos”, como decía en una de sus canciones de los 70, o mejor, quería tenerlos. Roberto Carlos y Erasmo Carlos escribían, ensayaban, grababan y cantaban. Más que compañeros de trabajo y socios, eran amigos.
“Tú eres mi hermano del alma realmente el amigo”, cantaba Roberto Carlos a finales de aquella década de pantalones bota campana, cadenas, anillos, pelos largos y zapatos de plataforma, cuando supo que en México un coro de niños había recibido al papa Juan Pablo II con su canción. “Recuerdo que juntos pasamos muy duros momentos, y tú no cambiaste por fuertes que fueran los vientos”, cantaban los niños mexicanos, y el pueblo en general, que por aquellos años sabría que el “Amigo” de Roberto Carlos era Erasmo Carlos. De alguna manera, “Amigo” se volvió una canción imprescindible desde su primer lanzamiento, en 1977, e incluso trascendió los géneros e hizo parte del repertorio de las serenatas de los mariachis.
Inmerso en dudas, repleto de más por qués, cantaba, “A través de la ventana, la libertad de un camino, yo puedo ver”, y creía contentarse con que eran “cosas de la vida”. Y lo eran, solo que las suyas estaban marcadas con tintes de tragedia. Por su pierna, por la muerte de tres de sus amores, porque luego, en pleno siglo XXI, perecieron dos de sus hijos, por sus “saudades” y sus trastornos obsesivos, Roberto Carlos llegó a tomar decisiones drásticas con su música y sus conciertos, hasta el punto de que dejó de cantar las canciones que tuvieran ciertas palabras en sus letras, como “mentira”, se negó a ofrecer recitales en agosto o los viernes 13, y empezó a vestirse de riguroso blanco y azul, igual que los músicos y coristas de su banda.
Sus cambios le ayudaron en algo, dijo. Lo volvieron más detallista, casi que exhaustivamente detallista, porque aferrarse a una rutina lo hacía concentrarse en esa rutina y olvidar los viejos dolores. La felicidad no era un destino, sino un camino, solía decir.