Un balance arbitrario del Festival

El Cartagena Festival de Música es un evento que, a pesar de girar en torno a un eje temático muy preciso, le da espacio a la diversidad. Este recuento personal no debe tomarse como un veredicto sino como las impresiones de un asistente a algunos de sus conciertos.

Eduardo Arias
12 de enero de 2020 - 02:00 a. m.
Lo más destaco del Festival es que permita un diálogo entre la tradición de la música académica europea y las voces muy diversas de la música de Colombia y América Latina. / Wilfredo Amaya
Lo más destaco del Festival es que permita un diálogo entre la tradición de la música académica europea y las voces muy diversas de la música de Colombia y América Latina. / Wilfredo Amaya

Se ha hablado un millón de veces de “la magia de Cartagena”. Más allá del rosario de lugares comunes asociados a esta ciudad, es innegable que su arquitectura, su clima y el ambiente que se respira en sus calles, plazas, playas, hoteles y centros comerciales le dan una impronta muy especial al Cartagena Festival de Música. La ciudad, en sus espacios tanto cerrados como abiertos, adquiere un protagonismo muy fuerte, incluso en el cómo se oye lo que se oye. Y se oye de muchas maneras. Suena en un teatro de comienzos del siglo XX, en un auditorio con todas las de la ley, en iglesias y capillas, en el patio de contenedores de un puerto, en una plaza.

Desde lo estrictamente musical hay voces mucho más autorizadas que la mía para determinar cuál fue “el mejor concierto” de esta edición del Festival que ya casi termina. Sin embargo, la relación que se establece entre los músicos y la música con el público en estos escenarios tan dispares obligan a mirar no solamente el desempeño de los interpretes sino también su relación con la gente y con la ciudad misma. Como llegué el martes 7, me es imposible mencionar lo que sucedió en las tres primeras jornadas. Y los afanes del cierre de esta edición me impiden referirme a algunos conciertos del fin de semana.

Las dos presentaciones que presencié del cuarteto de cuerdas Calidore, de Estados Unidos, fueron magníficas. En particular su interpretación del cuarteto de cuerdas N.º 14, titulado La muerte y la doncella, la complejísima e inquietante Gran fuga en si bemol de Beethoven y el Quinteto para cuerdas Opus 163, en el que los integrantes del grupo (violinistas Jeffrey Myers y Ryan Meehan, el violista Jeremy Berry y la cellista Estelle Choi) compartieron escena con Enrico Brionzi, el segundo cello.

El concierto que más me llamó la atención cuando vi el programa del festival estuvo a cargo del Trio di Parma, que el viernes interpretó el Trío para piano N.º 2 Opus 100, una obra de Schubert que descubrí en la película Barry Lyndon, de Stanley Kubrick. Además de esta pieza de Schubert también tocaron Introducción y variaciones en sol mayor sobre el tema “Ich bin der Schneider Kakadu”, de Beethoven. La verdad, mi expectativa quedó colmada con la exquisita interpretación y el acople de relojería de este trío italiano.

Y aunque el lied es un género al que muy poca atención le he prestado, destaco también el concierto que ofrecieron el tenor Ian Bostridge y la pianista Giorgini, quienes interpretaron el ciclo de canciones La bella molinera, de Franz Schubert.

Otra presentación que me conmovió lo ofreció el pianista italiano Andrea Lucchesini, quien interpretó cuatro impromptus y luego la Sonata para piano N.º 20, ambas obras de Schubert. Del pianista británico Michail Liftis pude escuchar su interpretación del Concierto para piano N.º 22 de Mozart, acompañado por la muy eficiente orquesta Camerata Royal Concertgebow, de Ámsterdam, encargada de interpretar varias de las sinfonías de Schubert a lo largo del Festival. De estas pude oír la Inconclusa y la Grande, dos obras que jamás me aburriré de escuchar, y menos cuando están en tan buenas manos.

Mención aparte —por lo atípico— merece el concierto que cada año se lleva a cabo en el puerto de Cartagena, un escenario al aire libre rodeado por pilas de contenedores y altas grúas iluminadas en medio de la noche. En esta oportunidad se presentó la Orquesta Sinfónica de Cartagena, integrada por jóvenes músicos en formación de todos los barrios de Cartagena, que interpretó un repertorio muy variado de piezas cortas de compositores latinoamericanos. Da gusto ver la energía y la dedicación de estos jóvenes porque, en mi opinión, la principal fuerza de este festival es su interés por la formación de los músicos colombianos.

Siempre he sido un entusiasta de los conciertos al aire libre que ofrece el Festival, en los que la música entra en contacto directo con los habitantes de la ciudad. Son conciertos en que los músicos tocan y cantan en condiciones adversas y sin embargo logran captar la atención de la calle, que goza la música llamada clásica o académica con el mismo entusiasmo que una velada de música popular.

Esta selección está muy inclinada hacia la música de cámara (uno de los principales énfasis de este Festival), un género que siempre he admirado porque en él los músicos deben combinar dotes de solistas y de acompañantes, y entrar en una comunión que va mucho más allá de la simple técnica para tocar de manera correcta un instrumento. Por fuera han quedado músicos que no pude o aún no he podido oír. Más allá de esta selección, lo que más destaco del Festival es que permita un diálogo entre la tradición de la música académica europea y las voces muy diversas de la música de Colombia y América Latina.

Por Eduardo Arias

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