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“Si me caso en otros tiempos, me vuelvo a casá con Carmen”.
Emiliano Zuleta Baquero
Sus 19 años le permitían a Pureza del Carmen Díaz Daza tener la frescura de una naciente flor. Vestida con un traje por estrenar de bolas rojas y mariposas de diversos colores y empolvando con cuidado su rostro juvenil, mostraba su estatura imponente que le daba un porte elegante y despertaba la envidia de las jovencitas de su edad, mientras era cortejada por muchos hombres. Se ajustó varias veces el vestido y acercó su rostro al espejo. Sus ojos vivos, propiciaban una combinación rara pero atrayente.
Era su estilo característico, que la hacía sobresalir y esa prosa sencilla de niña campesina despuntando un nuevo mundo que la invitaba a no llegar menos que las demás. Era una manera de coquetearle al hombre que, sin conocer, admiraba por sus estrofas llenas de música y que se había convertido en el personaje central del jolgorio que cubría a Manaure, un caserío que como especie de balcón le daba la bienvenida a quienes deseaban ver el hermoso paisaje que brinda Valledupar.
Ahí estaba ella, junto a su prima Julia Bula, especie de hada madrina y cómplice de un romance que luego cubriría de música a cada uno de los corazones desesperanzados y amorosos de toda la provincia.
Llegó silenciosa. Recorrió la sala de la casa de bahareque y posó su mirada en un hombre menudito que había despertado toda su curiosidad. – “Usted es Emiliano, el que tocó anoche?”
Él trató de pararse, pero ella le dijo: -“Por aquí no hay quien toque como usted. Su música es distinta”. Él la miraba fijamente y comenzó a comprender que ella tenía un raro encanto, que empezaba a metérsele por todo el cuerpo. Algo que no le había pasado con sus anteriores amores. Entendió de inmediato que nadie sabe para quién trabaja y que esa era la mujer que había buscado por muchos años.
No sabía cómo correr a darle las gracias al compadre que lo contrató para la serenata. Pero se contuvo. Ante tanta belleza expresó lo que un hombre de su estilo debe hacer: Se cubrió de sus encantos y los volvió melodías. Dejó que su charla lo acariciara y él, en un arrebato natural, hizo que su acordeoncito de dos teclados, cayera vencido por la fuerza de sus versos musicalizados.
Ese día, Emiliano Antonio Zuleta Baquero entendió que estaba frente a la musa de sus cantos. No había que buscar por otros pueblos lo que tenía al frente. Por eso, sus décimas iban y venían en ese torrente que solo un río lleno de amor produce. Después de bailar toda una noche y parte del día, se publicaron sus amores. Ella, empezó a comprender que estaba frente al hombre que la ponía a pensar. No en vano, cada verso inspirado en ella, le hizo enamorarse de él. Era la mejor manera de acariciar un nuevo mañana y dejar atrás esos dolores de niña frente a tanta responsabilidad vivida. Atrás, quedaba el vivo recuerdo de su padre Tomás Jacinto Daza, acordeonero y cantador, que perdió la vida en 1929 por razones políticas en Villanueva, un pueblo guajiro que hacía por esa época, grandes cumbiambas y colitas.
Desde los siete años empezó a convivir con el duro trabajo de recolección de café, pilada del maíz y arroz, venta de gallina, plátano y hortalizas en la finca El Morro. O las veces que hizo de padre y madre en el cuidado de sus hermanos junto a su madre María Francisca Díaz, mientras estudiaba en la escuela de Flor Olivella, donde hizo hasta segundo de Primaria.
Antes de partir para Villanueva y él para el Plan de la Sierra M0ontaña, le hizo prometer que si quería algo en serio con ella, debía ir a hablar con su mamá y dejar la parranda, el trago y todo lo que tenía que ver con el acordeón. Promesa cumplida a medias, ya que el juglar se presentó a los seis días y con el consentimiento de su mamá, se fueron a vivir juntos y el 13 de octubre de 1943 el padre Joaquín los casó en la Jagua del Pilar.
Ese mismo día entendió que Zuleta Baquero al dejar la parranda y todo lo que eso implica, era como cortarle las alas a un pájaro. Pero él, ni corto ni perezoso, arremetió ante tal exigencia con sus versos después de tres días de parranda, celebrando con los amigos y ella en su casa. Ahí fue donde la cantaleta de la joven esposa se hizo notar, situación que la acompañó durante 23 años que duró el matrimonio.
De allí se marcharon a El Plan, territorio dirigido por el matriarcado de la vieja Sara María Baquero, mujer amorosa, de pollerines largos, versificadora y de un temple arrollador que con solo su mirada dirigía ese contingente musical que le dio un inmenso soporte folclórico y cultural a toda una región. Un año más tarde nació Emiliano Alcides Zuleta Díaz y posteriormente María Clara.
Mientras Tomás Alfonso y Fabio cursaban la primaria en el Colegio de Don Rafael Antonio Amaya, Emiliano Alcides hacía tercero de Bachillerato en el Colegio Nacional Loperena. Ahí es donde, a raíz del encuentro de directores de Colegios de Bachillerato que se celebró por esa época en Valledupar, el rector del Colegio Boyacá Don Felipe Salinas le ofreció a Emiliano Alcides Zuleta Díaz una beca para que estudiara en Tunja –Boyacá-, ya que él con su acordeón amenizó la recepción a todos los invitados. Para 1964, el joven acordeonero y compositor se va para Tunja a estudiar bachillerato y un año más tarde, lo hace su hermano Poncho.
A finales de enero de 1965, volvió a Villanueva y con sus ahorros decidió llevarse su familia para Valledupar. En un camión echó sus chismes (objetos) y como cuidanderos a Fabio, Mario, María, Héctor y Carmen Emilia, mientras ella llevaba en la parte delantera del carro a su hija Carmen Sara. Se instalan en una casa, que sirvió de sede a una empresa de madera, conocida como La Carmelita. Con su hija María Clara, montó la heladería Mary. Este tertuliadero permaneció desde esa fecha hasta 1969 como sitio obligado, para todo el músico que llegaba a Valledupar. Ahí no era raro encontrar a Luis Enrique Martínez, Alejandro Durán, Andrés Landero. Allí por espacio de dos años, vivió Alfredo Gutiérrez Vital con Magnolia, una linda cartagenera de esbelta figura a la que le compuso Cabellos Largos.
Cansada de ese duro trajín, decidió poner en 1970 la casa de empeño San Martín por su devoción con ese santo. Mientras la lucha constante de Carmen Díaz Daza se imponía para sacar adelante a sus hijos, el famoso trovador recorría los caminos de la fama y del amor. Un tiempo con una y otra, así como tratando de matar la pena que le dejaba la ausencia de su amada.
Al tiempo que sus hijos hacían sus mundos, ella montó en el barrio San Martín una compraventa, que le hizo ganar respeto y admiración, por el manejo que le dio a los problemas que sus vecinos padecían. Ante la petición de tanta gente, decidió ser suplente del profesor Juan de Dios Rosado, candidato por el partido Liberal al concejo de Valledupar.
De ahí surgen muchas anécdotas de esta mujer autodidacta, que amparada en su sentido común, siempre encontraba una buena solución a cualquier problema que se presentara y que sumado al privilegiado hecho de servir su vientre de alfombra musical para que allí reposara el ingenio de los hermanitos Zuleta Díaz, son situaciones que llenan de coraje al más humilde luchador. Ella, con su trasegar, nos demuestra “que no hay caminos, caminante. Se hace camino al andar”.
Pero esa mujer de espíritu indomable cayó vencida por los designios de Dios y todos sus santos. Se fue a encontrar con tanta gente querida por ella y una noche, mientras escuchaba las notas de un acordeón, con sabor a la sierra y a viejos tiempos, se marchó para siempre.
Quienes aseguraban que no la volverán a ver más, se equivocan. Ella está presente en los rostros de sus hijos. En el verso y canto contundentes de Poncho y la ejecución de Emilianito. En la risa de Fabio; en la quietud del comentario centrado de Mario; y en la mirada amorosa de sus hijas.
*Escritor, periodista, compositor y productor musical.