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“No me gusta que me roben el ‘show’”: Alfredo Gutiérrez

Con su locura e irreverencia, este cantautor y acordeonero sabanero se le midió a interpretar sus clásicos vallenatos junto con la Orquesta Sinfónica de Bogotá. Dice que para componer se inspira en la belleza de las mujeres, especialmente sus ojos.

Dilia Contreras
20 de mayo de 2016 - 04:24 a. m.
Alfredo Gutiérrez se presentó por primera vez a los cuatro años en una plaza de mercado en Sincelejo. / Óscar Pérez - El Espectador
Alfredo Gutiérrez se presentó por primera vez a los cuatro años en una plaza de mercado en Sincelejo. / Óscar Pérez - El Espectador

¿Quién le enseñó a interpretar el acordeón?

Al igual que los grandes juglares, Francisco Moscote y Francisco Rada Batista, el Viejo Pacho, nacimos silvestres. Mi papá tocaba el acordeón en los velorios cantaos, dejaba su instrumento tirado y yo lo agarraba entre mis juegos. Lo que mi papá no se imaginaba era que este niñito de cuatro años aprendería a tocar La múcura y La piragua.

¿Qué es un velorio cantao?

Son aquellos que un campesino organiza con el fin de hacerle una promesa a la Virgen del Carmen o a san Isidro Labrador, ya sea por una buena cosecha que haya tenido en el año, y al igual que a un muerto le hace nueve noches de velorio o más, dependiendo de la capacidad económica del campesino.

¿Cuál fue su primera presentación como músico y cantante?

Fue en la época de los cuarenta. Cuando mi papá se dio cuenta de que yo tocaba el acordeón, me llevó a la plaza del mercado de Sincelejo, me presentó a unos amigos y me puso a tocar, y entonces fue ahí cuando me bautizaron como el “Niño Prodigio”.

¿En qué grupos musicales tocó?

Empecé en 1953 en Bucaramanga, con el grupo Los Pequeños Vallenatos. Ahí recorrimos los países bolivarianos. Los integrantes eran Arnulfo Briceño, Víctor Gutiérrez, y luego conocí a Calixto Ochoa, quien me llevó a Discos Fuentes, y grabé canciones como el porro Majagual, que les dio el nombre a Los Corraleros de Majagual.

Si no fuera músico, ¿qué le hubiese gustado ser?

Futbolista. Tenía una buena derecha, era veloz. Eso sí, la izquierda no me servía ni pa montarme al bus. Tenía las patas torcidas, como dicen allá en la sabana.

¿Qué significó “La cuñada” en su carrera musical?

Significó mucho, porque fue mi primer larga duración. En ese entonces grababa tropical sabanera, que realmente fueron mis inicios, y con “La cuñada” queríamos darle un nuevo vestido al vallenato, colocándole un toque romántico. Desde entonces Darío Salcedo pasó a ser parte de la trilogía de mis compositores.

¿Qué trabajo discográfico lo llevó a visitar otros países?

“Romance vallenato”, porque gracias a “Capullito de rosas”, “Ojos indios”, “Fiesta en Corraleja”, y a otro trabajo que grabé con Los Caporales del Magdalena, gané el Trébol de Oro, que era el premio máximo en esa época en México.

Ha sido tres veces rey del Festival Vallenato. ¿Cuál cree que fue el secreto de estos triunfos?

El secreto es mi esencia, porque en las venas no llevo sangre, sino música, nací para agradar al público. Dios me ha premiado con un don: lo que hago no es lo mejor, pero tengo gracia. Es increíble ver cómo con más de 60 años de vida artística todavía le canto al público joven, y ni se diga los veteranos: ¡me adoran!

¿Cómo nacen sus canciones?

De unos bellos ojos, cabellos largos, glúteos bien pronunciados, piernas bien torneadas, pero lo más lindo son los ojos de mujer. En ellos se refleja el alma.

¿Cómo surgió la iniciativa de cantar al lado de la Fundación Orquesta Sinfónica de Bogotá (Fosbo)?

En los setenta, cuando inicié el romanticismo en el vallenato, se nos dio la oportunidad de crear una serie de volúmenes instrumentales titulados Los violines vallenatos, donde musicalizamos canciones como Ojos indios, Anhelos, Los sabanales, y muchas más. Ya venía con esa idea, y al conocer al profesor Zajac, director de la Fosbo, y a Eduardo Rodríguez, gran amigo mío y representante de artistas, la concretamos.

¿Cómo han influido en su carrera artística las nuevas tecnologías?

Bueno, le ha dado duro al bolsillo. Antes uno ganaba por la venta de los discos y los conciertos, y le llegaba la platica con Sayco, las regalías de autor se crecían, pero ahora lo que uno gana es muy poco, porque los discos ya no se venden. Sin embargo, aún sigo vigente y eso me da para vivir.

¿Qué piensa de los nuevos géneros musicales?

Las canciones de ahora, llámense vallenatos o no, no tienen alma, vida y mucho menos futuro. Las letras lo demuestran. Estos nuevos grupos reguetoneros pegan porque la juventud es loca, pero son pura bulla, le quitaron el romanticismo, la gracia, la ternura y hasta componen letras vulgares, por eso es que sacan un disco y al mes muere la canción.

¿Cuál es su mejor temporada?

La gente escucha el “chispum, chispum” hasta septiembre. Al finalizar el año se ponen nostálgicos y quieren escuchar lo tradicional, lo que tiene valor.

Usted es empírico en su arte. ¿Cómo hizo para coordinar con 60 músicos y leer partituras?

Me ha tocado hacer lo que nunca he hecho: ensayar. Por eso procuro tener los mismos músicos siempre. Yo les digo: en la tarima no me quiten la vista. Con la sinfónica es lo mismo. Uno debe estar pendiente del director, que con el palito nos indica cuándo subir o bajar. Ha sido una experiencia hermosa. Se oye bonito, bonito, bonito.

¿Por qué toca el acordeón con los pies?

Se me ocurrió en la caseta La Piragua en los setenta. Nos presentábamos con Nelson Henrique y Los Blancos de Venezuela, los tres en el curubito de su carrera, la presentación del timbalero de los venezolanos fue con malabares, la gente lo aplaudía y estaban eufóricos con las piruetas del músico, y como a mí no me gusta que me roben el show, cuando me subí hice lo mío: me tiré en el suelo, me puse el acordeón en los pies y comencé a tocar. Eso se volvió una institución.

¿Con la filarmónica también tocará el acordeón con los pies?

¡Claro! Ahora estoy más reencauchado, hemos ensayado más. Había hecho algo parecido el año pasado en el Teatro Jorge Eliécer Gaitán. La idea es que este año vaya la gente que no pudo ir el año pasado. Va a ser fabuloso.

¿Tiene algún lazo familiar con el señor Dolcey Gutiérrez?

No, al igual que el borracho que estaba velando un muerto y le decía: “No somos nada, no somos nada” (risas).

¿Cree usted que todavía le faltan cosas por hacer?

Obvio, de música nunca se aprende del todo, siempre hay algo por hacer. Se muere uno y la gente dirá: “Ve,si el maestro estuviera vivo, hubiera hecho esto” (risas).

¿Qué sucedió en Venezuela hace aproximadamente 30 años?

Eso fue en el 81. Fuimos a tocar al Madison Square Garden de Nueva York. Resulta que al ver el lugar había como 20.000 personas, y la mitad eran colombianos, tenían unas banderitas, y a mí se me salió el colombianismo e interpreté el himno de Colombia y después del himno de EE. UU. Como salí en hombros de allí, pensé hacer lo mismo en la feria de la Chinita en Venezuela, pero la prohibición de la entrada de unos políticos muy famosos ocasionó el problema. Ellos dijeron que yo había tocado y bailado el himno, que habían quemado banderas. En el toque siguiente vino la policía y me capturaron, me levantaron a “planazo”. Salí de ese tremendo lío gracias a que mi esposa llamó a Rafael Escalona y él se comunicó con el presidente colombiano de ese entonces y éste llamó al de Venezuela y me repatriaron.

¿Le gustaría que el Festival de la Leyenda Vallenata le haga un homenaje antes de morir?

Obvio. Si digo que no, estaría mintiendo, y creo que sería lo más lógico, he sido el único que se ha ganado ese Festival tres veces. Hubiese reclamado cuando el Festival lo hacía la oficina de turismo del Cesar. Ahora el Festival de la Leyenda Vallenata es una entidad privada.

¿Tiene algún achaque?

Nooo, uf. Usted viera, hago una hora diaria de caminata, hago ejercicio, pero no dejo mi yuca, mi ñame, mi arroz y mi queso duro.

 

Por Dilia Contreras

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