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Las tres de Cali

Tres corridas de la feria taurina en Cañaveralejo.

Alfredo Molano Bravo/ Especial para El Espectador
30 de diciembre de 2011 - 05:20 p. m.

Primera de abono

La primera comenzó mal. A la Fiesta de los toros no le sientan las ferias. Los malestares se transmiten. El alcalde privatizó algunos actos y le quitó a la quincuagésima cuarta lo más popular de lo popular. La corrida comenzó 20 minutos más tarde de lo previsto. Y salieron los toreros: Uceda Leal, Abellán y Paco Perlaza, el joven. El reemplazo, a última hora, de Manzanares y Paquirri, pesaba en el ánimo de la afición entendida, que tampoco estuvo muy convencida de la casta del encierro cuando lo miró. Pero el público llano esperaba que se repitieran la casta, la nobleza y la bravura que la ganadería de Santiago Uribe había mostrado el año pasado.

Uceda Leal, con ganas, recibió a su primero -Farruco, 536 kilos- de rodillas. El aplauso se congeló porque el toro se frenó, se volteó y le midió la nuca al torero. No se entendieron. Farruco no se dejaba meter en el capote; pensaba, miraba y se iba. Tampoco quiso saber del caballo y cuando entró a la pica, se durmió en el peto. Un buen par de banderillas de Jeringa a nadie alegró. A la muleta, echada por delante y templada de Uceda, Farruco le tardeaba. Castigado con doblones, se vio un natural limpio en medio de la abulia que comenzaba a sentirse. Mató como suele matar Uceda, de rayo.

Su segundo -Hilandero, 474 kilos, veleto- le salió caminador, cabeceador, cobarde. Lo llevó al centro con paciencia, pero más tardó en llevarlo, que el bicho en volver a la querencia. Se repetía con peligro, pero se arrepentía y se quedaba. Hasta que se quedó del todo huido. Tan perdido en sus miedos, que la espada del mejor estoqueador de toros falló. El toro fue pitado al arrastre como merecía.

La suerte estuvo a favor de Abellán -un torero con cara de bachiller- cuando le tocó la papeleta con el nombre de Zorrito, de 504 kilos, un negro galopón, alegre; uno esos a los que se les coge cariño desde que pisan la arena. Entró al caballo con fuerza, dobló la garrocha. James Peña golpeó desde el balcón un par de banderillas aplaudidas. Zorrito sacó lo que tenía. Humilló y planeó -como los aviones de papel- atento a la muleta. Abellán jaló su toro al centro, donde abundan miedos de toro y torero: tres derechazos templados y un remate de pecho. Ovación y música. Abellán agradeció. Se paró firme en los pocos centímetros que lo separaban del toro -y de la muerte- para provocarlo y embarcarlo. Desdeñoso, cambió de mano y toreó -¡toreó!- al natural en redondo metiendo la pierna, ligando y envolviéndose toro y trapo en la cintura. Entró con el acero al contrario y debió descabellar. Perdió una oreja. Ovación para ambos. Una gota de tristeza asoma siempre cuando arrastran a un buen toro al desolladero.

El segundo de Abellán -Hilandero, 474 kilos-, veleto, caminador, dubitativo. Embestía a medias y repetía el amague. Abellán bregó, lo jaló al centro y por delantales lo llevó al caballo. Pero el toro se frenaba y Abellán -gesto cariñoso- le trazó el camino por donde ir a tomar la vara. El toro se decidió, pero al tocar el hierro, rebrincó, coceó y huyó. Tampoco las banderillas fueron afortunadas. El torero, muleta en la derecha, trató de sacar agua del arenal, pero el toro no estaba para fiestas. Dos o tres pases sin liga bien intencionados y rematados a pecho abierto. Al final, se sintió el asco que Abellán le había cogido a su toro.
Paquito Perlaza, en quien sólo la afición de Cañaveralejo confiaba, toreó sin buenos modales a Prestamista, su primero, un trotón suelto de 506 kilos que no le permitió hacer nada. Con la muleta no pudo sacarlo de las tablas. Aculado tiraba puñaladas de manso peligroso. Paco pinchó una y dos y tres veces. Mató guiado por el azar. Pitos, muchos pitos al arrastre.

En su segundo, Paco Perlaza toreó. Toreó como torean los toreros, echando el pecho por delante, metiendo la barbilla en el nicho del sentimiento. Logró con su segundo, Altanero, de 536 kilos, lo que el primero le negó. El toro humilló desde los primeros lances que permitieron a Paco ligar tres espléndidas verónicas y una media encaderada.

El picador -instrucciones recibidas- tocó apenas. Al centro, Paco se regustó con tres o cuatro chicuelinas que encendieron los tendidos. Brindó a su mujer y se encomendó al Santísimo. Al centro, un cambiado por la espalda de factura sin mover los ojos, que hizo sonar la orquesta. Sometió al toro con la derecha y ligó y templó con la izquierda. Redondos: una sola figura toro y torero. Remató con una tanta de bernardinas a la manera de José Tomás, que tanta falta hace. Se adornó con abanicos. Entró a matar, pero el toro le hizo un extraño y Perlaza besó la arena. Tres intentos con la espada, dos con el verduguillo y oreja merecida. La entrada estuvo como el encierro: dos tercios. Se diría que los toros de la Carolina tienen, como algunos aficionados, una infinita nostalgia del pasado.

Segunda de abono

Con sol, las tardes de toros son tardes de toros. El calor templa como una buena muleta los tendidos. Cuando sopla el viento en Cañaveralejo, trae aromas de cadmio. Y problemas a los toreros. Si hay toros, toros como el hierro de Ernesto Gutiérrez y toreros como Bolívar y Mora, la fiesta está a salvo. No importaron los pitos estridentes de un combito de enemigos de los toros para sabotear el espectáculo. Se sabe que la reina de Holanda paga. Sonaron timbales y clarines.

Bolívar, de verde esmeralda, recibió a Olivante -468 kilos, negro, chorreado, bello- con un par de verónicas ajustadas y lo llevó por chicuelinas al caballo. Vara justa, toro ahormado. Una nueva serie de chicuelinas danzantes en el centro de la plaza y unas banderillas de Geiner Gómez, puestas desde el balcón, alegraron los tendidos. Bolívar venía a recuperar su sitio como sucesor de César Rincón. Un cambiado por la espalda, más espectacular que peligroso, puso la plaza a tono. Con la derecha metió al toro en sus terrenos. Con la izquierda tocó la dulzura. Bolívar lo consintió. Trató de cargarse las dos orejas recibiendo, pero no coronó. Una oreja y vuelta. Declaró: "Respetamos al toro y los gustos de quienes no gustan de la Fiesta; pedimos y exigimos respeto".

El cuarto de la tarde, segundo de Bolívar, llamado Colillero, fue un toro negro, lustroso, cornidelantero, de 496 kilos. Dio dos vueltas al ruedo galopando, y galopando acudió a la capa. Se revolvía con nobleza, mostrando lo que traía. Un par de verónicas, más técnicas que bellas, dejó a Colillero frente al caballo. El toro lo pensó y, como sabiendo que después del embroque tenía que salir a jugarse el todo por el todo, arremetió con fuerza. Volvimos a ver las banderillas a las que Monaguillo nos había acostumbrado, levantando los brazos, abriendo el pecho y saliendo sin afán. Colillero trataba de entender con quién tenía que vérselas.

Bolívar, de rodillas, lo provocó desde lejos. De pie citó con la derecha. Colillero humillaba, mostraba su casta. Bolívar la suya. Acoplaron sus ritmos. En mi libreta de apuntes quedó un blanco. En la memoria, derechazos, molinetes, forzados de pecho, naturales puros, ligados, uno tras otro. No hubo tiempo de escribir. Toro y torero cada vez fueron a más y a más. Se vieron los primeros pañuelos pidiendo indulto y después de un forzado, la plaza entera lo exigió. La presidencia convino. Bolívar le acarició el morrillo con la palma de la mano. Un beso. Colillero salió paso entre paso con solemnidad y sin cabestros por donde había entrado. Dos orejas simbólicas y ovación sostenida.

David Mora, de grosella y oro, quería mostrar por qué está en la cúspide del toreo. La plaza quería saber lo mismo. Le salió un cornidelantero, rápido, con ganas, pero sobre todo avispado, de nombre Jardinero, con 508 kilos. Entró al caballo sin duda, derecho, al centro, sin remilgues de flojo. Mora lo probó en quites con chicuelinas ajustadísimas y un par de lances a una mano. James Peña puso unas banderillas que dejaron desconcertado al toro y en paz al subalterno. Jardinero se volteaba sin dar tiempo a nada. Mora lo estudiaba; Jardinero hacía lo mismo con él. Por naturales logró ajustarlo a la cintura y con ella toreó. Peligroso. Mora trató de distraerle los malos pensamientos con el engaño, pero Jardinero, desconfiado, más bien tomaba nota. Mora le ganaba espacio y le sacó un par de derechazos soberbios. En naturales sucedió por fin lo anunciado: Jardinero lo cazó, lo tiró al suelo, lo atropelló y le dio un manotazo en la cabeza. Exangüe sacaron a Mora a la enfermería. Bolívar entró con la espada y mató con limpieza. Un silencio de 5 de la tarde, de 5 en punto de la tarde, recorrió la galería.

Regresó de la enfermería. Recorrió sin alardes el callejón y salió para recibir a porta gayola a Enamorado, su segundo, de 480 kilos. Los aplausos lo acompañaron hasta que se arrodilló y acomodó la capa. Con un gesto ordenó abrir la puerta de los sustos, y sin ellos dio una revolera valiente y pura. Enamorado salió suelto como si hubiera llegado de paseo. Mora lanceó por verónicas mirando a los tendidos. A pie junto, sin parpadear, hizo una primera tanda con la derecha. Luego probó con la izquierda. Se arrimó y, templando, arrimó al toro. La intimidad con Enamorado le ayudó a vencer el miedo, si lo tenía. Insistió en torear al natural con suavidad y lentitud. Mató con dificultad a Enamorado. Torero valiente, pulcro, honrado. Dejó huella.

En su primero, Solanilla se topó con otro buen toro, Urdidor, 520 kilos: rápido y alegre. Lo recibió con una capa relajada. Pidió poca pica para su toro, y poca pica le dieron. Quites por gaoneras a lo Talavante. Santana cuarteó en banderillas y falló. Solanilla brindó al público. Urdidor tenía fijeza, planeaba como un niño jugando al avión, humillaba. Solanilla las tenía todas, incluida la música, que sonó después de una tanda con la derecha y unos redondos arrimados. Por naturales no logró el temple que mostró con la derecha. Entró a matar "a toro distraído" y pinchó. Falló también con el verduguillo. Oyó un aviso. Perdió la oreja. En su segundo nadie vio nada

Tercera de abono

El lleno se completó sólo a las cuatro y media. Pero el cartel era insuperable: Pablo Hermoso de Mendoza, Daniel Luque y el manizaleño Sergio Naranjo.
Luque, de nazareno y oro, regresó a Cañaveralejo para torear en su primero a Tigre, un fiero de la ganadería de Juan Bernardo Caicedo, castaño, chorreado, ojo de perdiz, con 454 kilos. Bellísimo. Derrotó en verónicas, pero arrancó perpendicular al caballo y tumbó al picador. La segunda entrada fue más fuerte aún. Un toro con la fuerza de su hierro. Las banderillas pasaron sin pasar. Tigre tenía una cabeza altanera y una cornamenta feroz. Luque, gran lidiador, planchó por lo bajo la muleta y la entregó adelantada. Como debe ser. El toro no aceptó. A fuerza de valor el torero lo metió en su espacio con la derecha para rematar con un forzado de pecho que fue mermándole juego a Tigre. Sin solución de continuidad: naturales puros, lentos, templados. Aguantando. Se metió entre los cuernos porque Luque vino a llevar gloria y se la cargó desafiando el par de puñales que tenía ese Tigre bronco y violento. Dejó la sensación de que poco le importaban las orejas con tal de salir de su laberinto. Lo hizo. "Ese toro -dijo- no se lo deseo a nadie".

El segundo, Barbero, no fue menos difícil. Negro, enmorrillado, con 468 kilos. Estático, Luque lo toreó por delantales siguiendo una partitura secreta. El toro no se avino a provocaciones y fue con toda su fuerza a pelear con el caballo que guarda la puerta. Santana puso un par de banderillas de ensueño. Con la muleta, Luque le enseñó a Barbero quién mandaba. Redondos, molinetes, adelantó el engaño, atrajo al toro, lo sedujo y, por fin, lo metió donde podía gozarlo. No ahorró la izquierda, pero terminó renunciando a los naturales. Lo abaniqueaba, le bailaba en la cara. Dejó una espada trasera pero fulminante. Pitaron a Barbero.

Sergio Naranjo tiene futuro. Valiente, echa el sentimiento por delante. Y torea, pero no mata. Le correspondió en su primero un jabonero sucio, de cabeza alta, que salió suelto y tiraba las manos por delante. La pica fue deshonrosa, una carioca. En quites, Naranjo se dejó ver: bien parado, airoso. Tres chicuelinas y una media verónica le devolvieron al público la fe en el torero. Chiricuto es grande con las banderillas, las puso con fuerza, con tino, sin miedo. El toro lo persiguió con vehemencia. Naranjo bregó por donde pudo, pero poco pudo. Su segundo, Espía, con 510 kilos, era negro y rápido, el mejor toro de los de a pie. Lo estrenó con chicuelinas ceñidas y aseadas. Nada recibió en varas. Rodilla en tierra buscó poner la plaza a sus pies y el público se lo agradeció. Logró un par de circulares y un forzado de pecho memorables. Quizá también un molinete. Le costó matar porque Espía tenía unos cuernos altos, una muralla de filos. Se le aplaudió. Oreja. La atención se centraba en Hermoso y en sus caballos: Garibaldi, Ticiano, Picasso, Stella, Ícaro, Chenel, Manolete. Bellos, ágiles, educados, toreros. Unos blancos, otros tordos, otros moros, otros alazanes quemados.

Es difícil ver el toro cuando caballo y jinete se roban la atención. No fue así con el primero de Hermoso, Elegido, un jabonero veloz que persiguió con celo las cabalgaduras. Hermoso mostró cómo se templa con el estribo y cómo se anima al toro con la cola. Con los rejones fue insuperable: en el sitio, a la distancia y con la agilidad de un jinete que parece hecho de viento y sombra. Con las banderillas cortas una tras otra, sin pausas, enloqueció a las graderías. Los quiebros de Ticiano quedaron como un eco.

Torear con la barriga del caballo a un toro encastado equivale jugarse la vida del jinete y de la cabalgadura -sucedió con Patanegra-. Hacerle cabriolas en el hocico es más que temerario, casi una irresponsabilidad. Y bailar, como el caballo Manolete, en la cuna de los cuernos, una osadía que pocos entienden por ser simplemente bella. Vimos -todos lo vimos- quebrar la carrera perseguido por el toro y devolverse por los adentros. Así, sin más: besar al toro en el testuz, habida cuenta de la embestida, del peligro de los cuernos y del gran reto que significa acompasar las velocidades de toro, caballo y jinete. Sobraría decir que Hermoso también mata y esta vez, mató sin apearse. Dos orejas y vuelta, sombreros en la arena.
 

Por Alfredo Molano Bravo/ Especial para El Espectador

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