Sin amor, mi vida estaría vacía. El amor no es algo efímero, sino una forma de plenitud. El amor de Romeo y Julieta se celebra siglo tras siglo porque nos parece inmortal, pese a su final trágico. En el óleo de Brueghel el Viejo, los amantes se enfrentan a la Muerte. Es cierto que su gesto resulta inútil, pero su desafío es muy elocuente. Aparentemente se limitan a ignorarla, pero su actitud, lejos de ser simple inconsciencia, sugiere que no creen en ella, pues están convencidos de que su amor no quedará reducido a polvo y olvido.
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Vivimos para el aquí y ahora, pero el amor siempre apunta al mañana. Pero ¿qué es el mañana? ¿Esa eternidad que la ciencia solo considera una quimera, una fantasía infantil que no soporta el contraste contra la realidad? Digamos que el mañana no es el paraíso esbozado por las distintas tradiciones religiosas, sino la persistencia de las cosas especialmente valiosas. «No es el amor quien muere, / somos nosotros mismos», escribe Luis Cernuda en su libro “Donde habite el olvido” (1934). Morimos nosotros, sí, pero no el amor. No son los versos de un hombre religioso, sino de un poeta que no quería saber nada de «tristes dioses crucificados». «Solo vive quien mira, […] solo vive quien besa», afirma Cernuda. Solo muere realmente quien deja de amar. Amar y vivir son verbos sinónimos, acciones complementarias que nos conectan con el mundo y nos revelan la impotencia del odio, un sentimiento estéril y autodestructivo.
En el Banquete, Platón pone en boca de Aristófanes la idea de que el amor surge de la nostalgia de la unidad primordial del ser humano. En los orígenes no existía lo masculino y lo femenino. Ambas esferas convivían firmemente unidas, pero se escindieron y, desde entonces, anhelan volver a fundirse. Según Aristófanes, amor es el nombre para el deseo y persecución de la integridad perdida: «Nuestra raza solo podría llegar a ser plenamente feliz si lleváramos el amor a su culminación y cada uno encontrara el amado que le pertenece retornando a su antigua naturaleza». Esta idea del amor se asocia a la diferencia sexual.
En la Grecia clásica se toleraba lo que hoy se llama pederastia. Los adolescentes del sexo masculino se relacionaban con varones adultos que ejercían sobre ellos un magisterio intelectual, moral y emocional. Al no poder acceder a las mujeres, confinadas en el gineceo, el vínculo entre maestro y discípulo muchas veces desembocaba en la intimidad sexual. El desdén imperante por el sexo femenino explica que se idealizara ese tipo de relaciones. El adolescente o efebo encarnaba un ideal de belleza basado en la armonía, la proporción y el equilibrio. Las relaciones sexuales entre hombres adultos, en cambio, se consideraban inaceptables, pues carecían de ese componente estético y pedagógico.
Al margen de estas cuestiones, la teoría de Aristófanes no ha perdido validez si prescindimos de la diferencia sexual y hablamos de individualidades. El yo está incompleto hasta que se une al tú. La alteridad es el espacio donde se consuma la plenitud del ser humano. El otro puede llegar a ser el infierno, pero sin el otro, la vida pierde su sentido. Incluso los anacoretas que se retiran al desierto o a una cueva buscan incansablemente al otro. La alteridad es un concepto con un campo semántico muy extenso. Cada uno determina dónde puede buscar esa alteridad complementaria que aportará a su existencia individual el calor, la intimidad y la complicidad, sin las cuales se experimenta una dolorosa sensación de estar inacabado.
Platón expone su concepción del amor mediante Sócrates, y Sócrates, quizá por no querer atribuirse un protagonismo excesivo, elige a la sacerdotisa y profetisa Diotima de Mantinea para exponer su teoría. Diotima sostiene que Eros no es un dios, sino algo intermedio entre lo mortal y lo inmortal. Fue engendrado por Poros y Penía durante el banquete donde se celebraba el nacimiento de Afrodita. Embriagado de néctar, Poros se durmió en el jardín de Zeus, y Penía aprovechó su estado para yacer con él. De ese encuentro nació Eros. Poros representa la pobreza, la escasez, y Penía, la astucia, el recurso, con su arte para superar los problemas. Eros no es delicado y bello, sino «duro y seco, descalzo y sin casa». Siempre está al acecho de lo bello y lo bueno. Es valiente, audaz e ingenioso: «Un formidable mago, hechicero y sofista». A veces florece y vive; otras muere, pero siempre reaparece. Su naturaleza lo sitúa a medio camino de la sabiduría y la ignorancia. El amor es «el deseo de poseer siempre el bien» y se manifiesta como anhelo de inmortalidad. Su esencia es la tensión creadora, la generación permanente de vida. El ser humano se perpetúa mediante las obras, la fama, los hijos.
Según Platón, el alma es lo más digno de amarse, no el cuerpo. La belleza del cuerpo es algo insignificante. Eso sí, el amor no debe ser restrictivo. No ha de fijarse exclusivamente en un individuo, sino abrirse al «mar de lo bello». Hoy en día no podemos reducir el amor al alumbramiento de nuevas vidas, pero sí debemos asociarlo al esfuerzo creador y solo podemos ratificar que el alma —o, si se prefiere, la mente, el espíritu, la personalidad— es lo más digno de ser amado. El amor no puede ser excluyente. Es evidente que se proyecta de forma prioritaria sobre otro sujeto, pero su impulso debe ir más allá. Platón utiliza el «mar de lo bello» para referirse a la belleza en sí misma, ese bien imperecedero que trasciende lo particular, pero lo cierto es que el amor no se materializa mediante abstracciones, sino confrontando miradas.
Según el filósofo judío Emmanuel Lévinas, la mirada del otro nos interpela de forma abrupta e inmediata para demandar respeto, afecto y cuidado. El amor nos revela que el hombre no es un ser-para-la-muerte, como decía Heidegger, sino un ser-para-el-otro. El amor nos rescata de la irrelevancia y la contingencia. Al amar, expandimos nuestro ser y nos sustraemos al ciego devenir de una existencia sin propósito.
El amor es una chispa que nos lleva más allá del estrecho recinto del ego, una vivencia que ensancha nuestra mirada y nos abre a los otros. Para ser con plenitud, hay que descentrarse, liberarse del yo, que nos recluye en un pequeño círculo de ambiciones banales, como el anhelo de fama, éxito o dinero, bienes siempre precarios y de escaso calado.
Thomas Merton, escritor contemplativo, poeta, místico y teólogo, escribió entre 1965 y 1968 una serie de ensayos, Love and Living, que se publicaron póstumamente. Monje de la abadía trapense de Nuestra Señora de Getsemaní, se enamoró de una estudiante de Enfermería mientras se recuperaba de una intervención quirúrgica en la espalda y reflejó esa experiencia en uno de sus ensayos sobre el amor:
De repente he comprendido una cosa: que nada cuenta excepto el amor y que una soledad que no es simplemente la total apertura del amor y la libertad no es nada. El amor y la soledad son la única base de la madurez y la libertad verdaderas.
La soledad de la que habla Merton no es esa soledad no deseada que ha adquirido rango de epidemia, sino una forma de vida fructífera basada en la introspección y la meditación. No está relacionada con la misantropía, sino con el deseo de comunicarse con los estratos más profundos de la vida. El amor es algo similar. No es «una necesidad, un apetito, un deseo ardiente, un hambre que exige ser satisfecha», sino el camino ineludible para lograr la realización personal: «No puedo encontrarme a mí mismo en mí, sino en el otro». Por eso, la misión del poeta, el artista y el profeta, educados e inspirados por el amor, es enseñarnos a amar.
La razón de ser de este libro es cumplir ese mandato. Y ese mandato solo puede materializarse con una escrupulosa humildad, pues lo primero que aprenden los poetas, los artistas y los profetas es que el yo solo es una cáscara vacía sin el tú. El yo y el tú mueren, como advierte Cernuda, pero cuando se funden se transforman en nosotros, es decir, en amor, y el amor es más fuerte que la muerte. ¿Quién se atrevería a asegurar que Romeo y Julieta están muertos? Su idilio ha sobrevivido a todos los que conspiraron contra él y ha puesto de manifiesto que las fuerzas de este mundo nada pueden contra el poder del amor.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Rafael Narbona (Madrid, 1963) ha sido profesor de filosofía y hoy es uno de los críticos literarios y periodistas culturales más reconocidos de España. Es colaborador de El Cultural, Revista de Libros y Lengua, y ha escrito también en Letras Libres, Zenda, Quimera y Cuadernos Hispanoamericanos. Actualmente, participa en el programa “Julia en la onda” (Onda Cero), y cuenta con un éxito arrollador en redes sociales, con más de 140.000 seguidores en X (antes Twitter). Es autor de “Miedo de ser dos” (2014), “El sueño de Ares” (2015), “Peregrinos del absoluto” (2020), “El coleccionista de asombros” (2021), “Retrato del reportero adolescente” (2021) e “Ira” (2022). Vive con su mujer, Piedad, en un pequeño pueblo castellano, junto con sus perros y una gran biblioteca.