A los 25 años, Saúl* pasaba buena parte de sus días dentro de una oficina. Revisaba formularios, hacía entrevistas, respondía correos. Los candidatos entraban y salían por la puerta de cristal de Recursos Humanos.
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Lo único que rompió la rutina entre los papeles fue Sarai*, una modelo que intentó probar suerte en la agencia de casting ubicada a unos metros de la empresa en la que él trabajaba.
“En esos procesos con las modelos, los de la agencia escogen a tres o cuatro personas y veinte se quedan por fuera. Entonces, varios compañeros de la empresa se acercaban al lugar y les decían: ‘Aquí al lado hay opciones de empleo, si necesitan mientras tanto’”, recuerda. Era común que alguno iniciara conversación con las jóvenes, se hiciera cercano y después ayudara a enviar sus hojas de vida. En ese tiempo, Saúl llevaba alrededor de un año con su pareja: Valentina*.
Sarai apareció cuando él le hizo la entrevista para un cargo en la empresa. Luego intercambiaron números y se vieron un par de veces. Al inicio no pasó nada: cafés y conversaciones sencillas. “Ni un beso. Salimos como amigos, pero empezamos a gustarnos”, dice. Cree que fue algo más de circunstancia que de intención.
Mientras tanto, su relación tenía un ritmo irregular. “Ella viajaba mucho. Trabajaba en lo comercial. Era difícil coincidir. Y además era ella quien decidía cuándo vernos”. Saúl tenía horario fijo; Valentina no. Ese desajuste, supone, también influyó en lo que luego se convirtió en infidelidad.
Un modelo aprendido
Saúl cree que su patrón, su propio círculo vicioso, pudo tener origen en las múltiples infidelidades que su papá cometía. Recuerda que, al trabajar en el gremio de las tractomulas, viajaba constantemente y “tenía una mujer en cada pueblo”. Humillaba frecuentemente a su mamá cuando le “presumía” la cantidad de parejas con las que, incluso, tenía hogares fuera de la ciudad.
“El tema de los valores personales, como la lealtad, la fidelidad, la honestidad, tienen que ver mucho con los aprendizajes que adquirí de las personas con las que crecí. Eso define también el cómo me relaciono. Si yo crecí con ese tipo de patrones en mi familia y los acepto, los repito”, explica la psicóloga Laura Zabala, egresada de la UPTC, interdisciplinar en Violencias de Género - UIV, y especialista en Salud Mental con Enfoque de Género. Actualmente, trabaja en Sana Mente S.A.S
“Lo primero que hicimos con esa muchacha fue acordar sexo casual. Ser infiel así. Ni siquiera pensar en una relación”, asegura Saúl. Las salidas continuaron. Tuvieron sexo varias veces. Luego, cuando lo que él llama “esa ansiedad por buscar algo” se calmó, el vínculo se agotó. Es una infidelidad que, afirma hoy, habría podido evitarse.
—¿Y cómo se enteró? ¿Usted le contó? —le pregunté mientras hablábamos en una llamada a larga distancia, pues ahora él vive en México.
—No. Lo negué. Pero ella se enteró porque le contaron.
Una amiga de Valentina trabajaba con él y vio varias veces a la joven —la llamaremos Sarai— entrar y salir de la empresa solo para encontrarse con Saúl.
—¿Cómo fue esa discusión?
—Ella me pidió la verdad. Sentí presión. Y busqué excusas. Mentí. Eso hice.
Saúl dice que nunca estuvo enamorado de la mujer con la que fue infiel. “No creo que uno pueda enamorarse de dos personas”. Valentina, con el paso del tiempo, se enteraba de más y más cosas por comentarios de los amigos de su novio. “Además de que yo estaba siendo infiel, mis amigos también querían acercarse a mi pareja. Le tenían ganas”. Todo eso, según él, hizo que la relación ya no tuviera cómo sostenerse.
Luego de que Valentina le rogara y estuviera cada vez más cerca de las certezas, Saúl aceptó lo ocurrido. No podía seguir negándolo.
—¿Y en ese momento terminaron?
—Sí, y nunca volvimos.
Mirar hacia atrás para entender
Saúl nunca quiso parecerse a su papá. Al menos no en eso: “Después de mucho tiempo entendí que estaba haciendo lo mismo que él le había hecho a mi mamá. Causé muchísimo dolor, a ella y a otras personas”, dice.
Pero, viendo en retrospectiva, también cree que sus comportamientos se debían a otras situaciones que experimentó en su niñez y en su adolescencia. “Yo siempre fui un muchacho que se juntó con gente más grande, tenía novias más grandes también... pero todo ese ego era simplemente baja autoestima. La infidelidad lo lleva a uno a sentirse como si fuera el dueño del mundo, el que todo lo puede, pues”, cuenta.
La doctora Zabala asegura que de allí se desprende también el miedo al compromiso, la incapacidad de establecer relaciones y el grado de culpa que aparece (o no) cuando los pactos de fidelidad se rompen. “Frente a eso, se necesita disposición al cambio, disposición para mejorar la forma de procesar con uno mismo lo que siente y lo que piensa. Pero, si los recursos no son suficientes, lo ideal es trabajarlo en psicoterapia: tratar el autoconcepto y el duelo”.
Sí, un duelo. Uno que, explica ella, atraviesa tanto la persona engañada como quien comete el acto de infidelidad. Uno que varía según si la infidelidad fue o no reconocida ante la pareja, si fue descubierta o se enteró por terceros, si fue “solo una vez” o fue en múltiples ocasiones. Un duelo que desarrolla culpa (o no) dependiendo de la capacidad para reconocer errores.
“La persona, en medio de la introspección, puede elaborar sentimientos de culpa, episodios de ansiedad o dolor. Pero, si por el contrario, justifica esa necesidad del acto, es probable que no la desarrolle, aunque haya una ruptura de los valores que mencionábamos antes", dice Zabala.
Conversaciones con amigos y amigas. Terapias. Chats que van cambiando de tono a medianoche. Parejas que intentan entender aquello que se rompió. La infidelidad aparece en múltiples escenarios de la vida cotidiana y, más que una falla moral individual, es un síntoma propio de la sociedad y la época en la que vivimos.
Para entender por qué ocurre tanto, o por qué la sentimos tan amenazante y tan cercana, primero hay que volver a la pregunta que poco o mucho nos hacemos: ¿a qué llamamos amor hoy?
Intentar respondernos esa pregunta es parecido a divisar la ciudad desde la ventana de un bus en pleno movimiento: porque todo va un poco más rápido, porque no alcanzamos a procesar ni la mitad de lo que pasa ante nuestros ojos. Empezamos relaciones con la misma intensidad con la que dudamos sobre ellas: nos sentimos libres y, al mismo tiempo, agotados por tanta libertad.
La socióloga Natalia Tenorio Tovar, en Repensando el amor y la sexualidad: una mirada desde la segunda modernidad, escribió que aunque culturalmente hablamos del amor como un sentimiento, para comprender lo que vivimos es más útil pensarlo como una construcción social. Que el amor se “modela según los usos y costumbres sociales de un momento histórico” y depende de los discursos y prácticas que se legitiman. Es decir: amamos según los moldes que nos da la época.
Esto permite ver la infidelidad desde otro ángulo. No para justificarla, sino para desmontar la idea de que solo ocurre por carencias personales y para acabar con las culpas innecesarias —como el típico pensamiento del “¿qué me faltó?”—. Porque si la forma contemporánea del amor se sostiene sobre expectativas nuevas, como la autonomía, el crecimiento personal, la estabilidad emocional, la compatibilidad sexual, y la comunicación aparentemente perfecta, también aparecen presiones nuevas que se deben negociar.
Tenorio agregaba que el amor romántico (ese modelo que todavía rige lo que esperamos en una relación), nació con la modernidad y la individualización. Fue, quizás, la primera vez que las personas eligieron pareja por afinidad y no por mandato social. Esa libertad abrió puertas y, a su vez, multiplicó las exigencias en nuestros pactos amorosos.
Hoy ya no solo buscamos compañía. Buscamos un “refugio”, un espejo, un proyecto que pueda compartirse, una intimidad segura y pactada. Y cuando una sola relación parece no poder sostener todo eso, la infidelidad aparece —a veces— como un escape, un síntoma o un intento confuso de llenar un vacío que no siempre tiene nombre exacto.
Por ejemplo, la idea del amor líquido de Zygmunt Bauman nos ayuda a entender por qué la infidelidad, aunque ya existiera en el pasado, es algo más “sencillo” de nombrar ahora. En una época como la nuestra, en donde casi nada es estable —como el trabajo o las amistades—, también las relaciones se vuelven cada vez más frágiles. Bauman explicaba que lo líquido se caracteriza por su capacidad de moverse sin asentarse. Y las relaciones actuales, incluso las que podrían jurarse amor eterno, se mueven en una línea difusa entre quedarse y el miedo de hacerlo.
La infidelidad no surge necesariamente del desamor. Puede surgir del conflicto entre dos exigencias contemporáneas: la necesidad de sostener vínculos y la obsesión social por mantener abiertas todas las posibilidades. Queremos raíces, pero también alas. Queremos intensidad, pero evitamos la permanencia. Queremos libertad, pero nos aterra la soledad.
(*) La historia de esta nota periodística es real. No obstante, algunos de los nombres de los personajes han sido cambiados a petición de las fuentes consultadas para mantener su privacidad.